LIBRO
“La noche de las lágrimas”: un capítulo del nuevo libro de María Jimena Duzán
La crónica de cómo se vivió en la Casa de Nariño la derrota del plebiscito hace parte de ‘Santos, paradojas de la paz y del poder’, el libro más reciente de la periodista. En este se narra la historia íntima y desconocida de las crisis que se vivieron desde ese día hasta la firma del acuerdo de paz.
Eran las tres y media de la tarde del domingo 2 de octubre, cuando el presidente Santos salió de su dormitorio y bajó las escaleras rumbo a su biblioteca, con paso confiado, como si los hechos a punto de ocurrir estuviesen ya escritos en piedra. A las cuatro empezaría a llegar un grupo de personas, entre amigos cercanos y funcionarios, invitados por él y su esposa, María Clemencia, a la casa privada para que los acompañaran a ver los resultados del plebiscito. Quería aprovechar unos minutos para estar solo.
El gran festejo estaba reservado para más tarde, en el emblemático salón del Hotel Tequendama donde tenía previsto trasladarse a eso de las siete de la noche con el propósito de dar el parte de victoria ante cerca de 500 seguidores y más tarde hacer su esperada alocución presidencial, que sería transmitida por la televisión nacional para cerca de 30 millones de colombianos. Se sentó en la silla de su escritorio y prendió un cigarrillo, como suele hacerlo siempre que se siente tranquilo y a gusto, lejos de las miradas escrutadoras y de las cámaras que tras seis años en el poder lo seguían intimidando. Ante la inminencia del triunfo quería estar solo para procesar lo que estaba a punto de suceder.
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Ese domingo 2 de octubre por fin sentía que la hazaña de haber firmado la paz con una guerrilla como las Farc era suficiente para demostrarles a sus enemigos que, pese a sus debilidades, él iba a ganar el plebiscito: “Yo no gobierno para las encuestas, sino para la historia”, era la respuesta que el presidente Santos les daba a quienes preveían los peligros que implicaba adelantar una campaña por el Sí con unos índices tan bajos de popularidad.
Como el personaje de una tragedia clásica que logra vencer la adversidad para cumplir con su destino, Santos consiguió, contra todo pronóstico, lo que sus antecesores sin excepción intentaron de manera infructuosa: luego de cinco años de arduas negociaciones en La Habana se firmaba un acuerdo de paz con las Farc, probablemente una de las últimas guerrillas comunistas del mundo, que ponía fin a una guerra de más de 50 años... El acuerdo se había firmado en medio de una fastuosa ceremonia en Cartagena de Indias hacía apenas seis días y su instinto le decía que esa ceremonia había cumplido todas las expectativas. Al acto no solo asistieron cerca de 2.500 personalidades de todo el mundo, entre ellos los mandatarios de 17 países latinoamericanos, 27 cancilleres, el secretario general de las Naciones Unidas y el secretario de Estado de los Estados Unidos, John Kerry.
A pesar de la catástrofe personal que estaba viviendo, Santos fue el que más pudo mantener la compostura en el recinto.
La ceremonia de Cartagena catapultó la figura de Juan Manuel Santos a la escena mundial, hecho que despertó los celos de sus adversarios, una enfermedad que en Colombia ha ocasionado más de una guerra. ¿Cuántos presidentes podían anunciarle al mundo que una guerra de más de 50 años se había acabado? Desde ese momento su nombre se empezó a mencionar entre los favoritos para ganarse el Premio Nobel de la Paz. Nada podía salir mal.
Nervioso, miró de nuevo su reloj: en quince minutos quedarían cerradas las mesas de votación. Respiró profundo y exhaló el aire de su pecho con alivio. Por fin estaba empezando a dejar atrás la dura campaña del plebiscito que tanto dividía al país en los últimos dos meses entre los partidarios del acuerdo de paz –los del Sí– y los del No, encabezados por su némesis, el expresidente Álvaro Uribe Vélez; ese seductor de masas que tanto lo había atormentado.
Si el destino le había puesto de enemigo político al contrincante más implacable que presidente colombiano alguno hubiese podido tener en las últimas cinco décadas, esta era la hora de su desquite. Consciente de que había llegado su momento, Santos recurrió a la única arma con la que creía podía derrotar a su poderoso enemigo político: su audacia para crear estratagemas que su adversario no pudiera anticipar. ¿Qué mejor escenario para derrotar a su archienemigo que el plebiscito? Así le costara aceptarlo en público, era evidente que, para Santos, el plebiscito no solo servía para legitimar aún más el acuerdo de paz, sino para el propósito acaso menos altruista de derrotar a Álvaro Uribe (...)
El primer reporte se produjo a las 4 y 10 de la tarde, con tan solo el 1,73 por ciento de las mesas escrutadas. El Sí apareció ganando con una ventaja precaria, de no más de tres mil votos. La diferencia inquietó a María Clemencia, que miró preocupada a su esposo. Santos, sin pronunciar palabra, la tranquilizó con la mirada.
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A las 4 y 14, un minuto antes del segundo boletín, el presidente prendió un cigarrillo y recibió con una bocanada de humo el segundo informe que traía el 5,8 por ciento de las mesas escrutadas: el Sí aparecía con 179.992 votos y el No con 166.705 votos. Esos 13.287 votos de diferencia los recibió con el aplomo propio del estratega que presiente su victoria. Se acomodó en su asiento como si se le estuvieran empezando a acoplar las últimas fichas de su estrategia.
La biblioteca empezó a llenarse con el bullicio de la fiesta que apenas comenzaba, mientras Santos y su esposa se preparaban para recibir el boletín de las 4 y 20, que ya traía el 15 por ciento de las mesas escrutadas. Apuntó los nuevos datos: el Sí aumentaba la ventaja, pero solo en 28.900 votos. La escasa diferencia no lo alarmó, pero sí lo desconcertó porque esa cifra no estaba en sus cálculos. Algo inquieto, prendió otro cigarrillo.
Todavía confiado en que le quedaban algunos ases bajo la manga, a las 4 y 25 –exactamente cinco minutos más tarde– escuchó el boletín número cuatro, pero de nuevo las cifras fueron desalentadoras: el Sí no se disparó –como él creía– y en cambio el No acortó su diferencia. Ahora –con el 30 por ciento de las mesas escrutadas– la diferencia era solo de 17.666 votos. No lo podía creer. Un leve escozor en su cuerpo lo hizo volver a acomodarse en el asiento.
–No te afanes –le dijo a María Clemencia– falta la votación de la costa atlántica.
Ansioso, esperó el reporte de las 4 y 30, pero las nuevas cifras lo desconcertaron aún más: con el 50 por ciento de las mesas escrutadas la distancia entre el Sí y el No era de escasos 10.862 votos.
No se alteró porque seguía convencido de que en el próximo reporte esta tendencia se iba invertir. Le parecieron horas los cinco minutos que tuvo que esperar para escuchar el boletín número seis, con casi el 70 por ciento de las mesas escrutadas. De no repuntar el Sí.... Contuvo la respiración y con los músculos del cuerpo tensionados, escuchó el boletín número cinco. El mundo se le vino encima cuando escuchó que el Sí solo aventajaba al No por apenas 5.330 votos.
Hasta su biblioteca llegaron los lamentos que produjo ese boletín entre los invitados, muchos de los cuales empezaban a irse al ver la posibilidad de una derrota. El expresidente César Gaviria fue uno de los primeros en abandonar el festejo sin importarle demasiado su papel como jefe de debate en la campaña por el plebiscito.
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Inquieto, pero sobre todo desconcertado, el presidente Santos decidió dirigirse a la zona social y allí saludó a varios de sus asesores y ministros, que dejaban ver en sus rostros la misma sombra que ya le empezaba a atravesar el alma.
A pocos pasos de la biblioteca se encontró con Humberto de la Calle, su vocero durante los cuatro años de negociaciones en la mesa de La Habana, y por señas le pidió que lo acompañara. Santos se sentó en la silla enfrente de su escritorio y Humberto hizo lo mismo en el asiento en que momentos antes se había sentado la primera dama. En silencio, los dos oyeron el séptimo boletín de la Registraduría y comprobaron cómo el Sí se desvanecía mientras que el No avanzaba a pasos agigantados, situándose a tan solo mil votos de diferencia.
Incapaz de digerir todavía lo que estaba sucediendo, el presidente recibió a las 4 y 45 el boletín número ocho. El No aventajaba al Sí por 24.729 votos y las pocas esperanzas que le quedaban se esfumaron. A las 4 y 50 la derrota ya estaba consumada: el No había ganado por 50.000 votos. Santos ni siquiera tuvo fuerzas para contener el aliento.
María Clemencia de Santos y su hijo Martín, visiblemente afectados, lloraban de manera desconsolada. De la mujer altiva, siempre tan bien puesta que horas antes había recibido a sus invitados, fresca y radiante, no quedaba rastro. Su rostro anegado por las lágrimas no solo reflejaba desconcierto, sino dolor… Su hijo Martín, con la mirada triste puesta en el suelo –todavía no daba crédito a lo que decían los reportes de la Registraduría– no paraba de llorar.
La derrota no produjo en Santos ninguna reacción fuera de tono. No alzó la voz, no se exasperó ni llamó a pedirle cuentas a nadie. Tal era su fama de que nada lo sacaba de casillas que sus colaboradores más cercanos decían que la verdadera razón por la que Santos nunca perdía los estribos en los momentos de crisis era porque, en lugar de sangre, lo que corría por sus venas era agua aromática.
Sus ojos miraron las imágenes del televisor pero por dentro —en el fondo de su ser impenetrable– presintió que todo lo que había construido en cinco años de negociaciones en La Habana se había esfumado en los últimos treinta minutos.
Al cabo de unos minutos de embarazoso silencio, el presidente salió de su mutismo. Impávido, miró a Humberto de la Calle y le hizo una confesión:
–Humberto, tengo que decirle que nunca me esperé este resultado –le dijo con una genuina convicción–. Habrá que evaluar lo que debo hacer y todos los escenarios son posibles, entre ellos el de mi renuncia. Ayúdeme a pensar cómo manejamos esto. de la Calle se sintió honrado por esta confesión, que entendió como un acto de confianza, pero la franqueza de Santos lo dejó aún más perplejo. Ese acto de contrición del presidente le permitía advertir lo expuesto que había quedado con la derrota.
Con sangre fría, Santos puso la opción de su renuncia sobre el escenario imaginario en el que parecía estar diseñando su nueva estrategia. Si renunciaba, como lo había hecho Cameron, daba el mensaje de que el acuerdo de paz era letra muerta y, peor aún, quedaba ante la historia como un fracasado. Ya se imaginaba a las Farc de nuevo en el monte y al país sumido en el caos y la incertidumbre. Su renuncia podía ser el paso más lógico a seguir si se trataba de asumir dignamente la responsabilidad de una derrota, pero si su salida del cargo generaba un caos que podría echar por la borda el acuerdo de paz, le pareció que no valía la pena. A pesar de todo prefirió no descartarla hasta no atender la opinión de sus negociadores.
–Presidente, ni se le ocurra renunciar –le dijo la ministra María Ángela Holguín, la primera en romper el silencio–. Eso ni nos ayuda a salir de esta crisis ni le sirve al país... Creo que es urgente mirar otras opciones.
Las palabras de la ministra fueron secundadas por Frank Pearl y el general Naranjo, afirmando que su renuncia era un peligroso salto al vacío. Humberto de la Calle, venciendo el estupor de la derrota, también dio su opinión.
–No creo que este sea el momento para renuncias ni para devolver a las Farc al monte. Presidente, acuérdese que podemos ser acusados de perfidia –dijo mirando a Santos primero y luego a todos los allí presentes–. Antes de decidir cualquier cosa creo que es necesario saber primero qué opinan las Farc y cuál es su posición. Si ellos dicen que vuelven a la guerra... ¡pues listos! –remató De la Calle.
Sergio Jaramillo, quien había guardado silencio desde que entró en la biblioteca, era el único de los negociadores con el semblante relajado, como si los cuatro años de negociaciones en La Habana le hubieran servido para desarrollar una especial resistencia a las crisis. El alto comisionado intervino para leer un trino que acababa de escribir Timochenko, el jefe de las Farc: “Las Farc siguen con la voluntad de seguir adelante, en pos de la paz”, leyó de su celular, subrayando al final lo positivo del mensaje.
Humberto de la Calle salió un instante de la biblioteca por la puerta que da al patio interior y marcó el número en La Habana del jefe guerrillero Iván Márquez, vocero de las Farc en las negociaciones:
–¡Oiga, maestro! Creo que, con lo que ha pasado, tenemos que abrir de nuevo el proceso y para ello es necesario reabrir la mesa.
A estas alturas del partido, poco les servía a las Farc haber presentido que el plebiscito podía perderse. En ese momento varias columnas guerrilleras se encontraban fuera de sus enclaves bajo la seguridad del Ejército, rumbo a los nuevos lugares donde debían iniciar su proceso de desarme. Las Farc estaban más que expuestas, a merced del Ejército, y era evidente que el balón estaba en el campo del presidente Santos...
A Santos le pareció que valía la pena evaluar la propuesta de dialogar con el No y la sometió a su tabla de costos y beneficios. Esa opción le permitía no solo aceptar el resultado, sino que abría la posibilidad de renegociar con el No un nuevo acuerdo.
Gonzalo Restrepo, el importante y exitoso empresario del grupo económico conocido como el Sindicato Antioqueño, uno de los más importantes y poderosos de Colombia, tomó la palabra. Intervino para decir que él podía hacer esa gestión de abrir un diálogo con Uribe. El presidente lo autorizó de inmediato. Antes de tomar cualquier decisión, él necesitaba saber en qué tónica se encontraban no solo las Farc, sino el expresidente.
Al cabo de un rato, Gonzalo volvió a entrar a la biblioteca y por su rostro se podía adivinar que traía buenas noticias:
–Al parecer, el expresidente está tranquilo. Manuel Santiago Mejía (el importante empresario antioqueño) dice que habló con Uribe y que sí hay un espacio para hablar y que Uribe no se va pegotear la paz.
Con esta nueva información, Santos recalculó sus riesgos, algo más entusiasmado. Era evidente que se le estaba abriendo una nueva opción que hasta ahora era impensable: la posibilidad de abrir un diálogo con el No con miras a hacer un nuevo acuerdo. No lo podía creer.
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De pronto se escuchó la voz del senador Roy Barreras, uno de los políticos que habían estado en la mesa de negociaciones en La Habana. Su intervención le aportó nuevos insumos a la evaluación de riesgos que él estaba haciendo mentalmente sobre la opción de abrir un diálogo con el No.
–No creo que la coalición del No tenga la intención de hacer un nuevo acuerdo –afirmó de forma categórica–. Presidente, usted tiene mayorías en el Congreso: ¡úselas! Yo creo que el acuerdo se puede refrendar en el Congreso sin necesidad de tener que hacer un acuerdo con los del No.
La intervención que Santos más recuerda aquella tarde la hizo el general retirado Jorge Enrique Mora, el negociador que más reparos tuvo a lo largo de las negociaciones y quien le había renunciado por lo menos cinco veces durante estos cuatro años, dimisiones que desde luego él nunca le había aceptado:
–Presidente, este momento requiere de decisiones rápidas y lo mejor que puede hacer es salir a aceptar el resultado y proceder a señalarnos el rumbo para evitar que nos vayamos a la deriva, –le dijo casi que de manera perentoria–.Usted es el presidente de la república de los del No y de los del Sí.
El tono imperativo del general Mora le levantó los bríos. Se dio cuenta de que no había tiempo para más lamentaciones ni para titubeos y que esta era la hora de pasar a la acción y de tomar las decisiones.
Después de escribir y repasar lo que le iba a decir a los colombianos con sus asesores, así, sin mayores prolegómenos, rodeado de sus fieles negociadores, Santos, con un rostro demacrado, pronunció el único discurso que no tenía previsto para ese día: el de la derrota.
“Mañana mismo convocaré a todas las fuerzas políticas, en particular a las que se manifestaron por el No, para escucharlas y abrir espacios de diálogo para determinar el camino a seguir. Vamos a decidir entre todos cuál es el camino que debemos tomar para que esa paz sea posible”.