Reportaje
Crónica de una muerte anunciada (Tierradentro)
Toda la gente de Tierradentro sabía que las Farc atacarían el martes en la noche. La Policía también, pero eso no evitó la toma guerrillera. Marta Ruiz, de SEMANA, reconstruyó los hechos que llevaron a esta tragedia.
El martes en la tarde, María Vásquez se subió al último camión que salía de Tierradentro para Montelíbano, Córdoba. Cerró con un candado gigante su casa y la discoteca que le sirve de sustento, y se fue. Esta vez ni ella, que es la enfermera del pueblo, ni el médico Dayro Vergara, querían estar para atender los heridos de un bando o de otro. Como todos en el pueblo, sabía que esa noche las Farc atacarían. Un agente de la Policía acababa de decírselo al oído a la maestra de primaria que dirigía un acto cultural en plena plaza. Ella tuvo que disimular el miedo que le produjo el anuncio y con los labios temblorosos mandó a los pequeños para sus casas, y se encerró de inmediato. Es una joven santandereana que no llega los 30 años y que hace pocos meses está en este corregimiento de Córdoba. Hasta entonces, el caserío le parecía pacífico y feliz. Su imagen cambió al anochecer cuando cerca de 100 familias caminaban hacia la parte alta del pueblo, cargando colchonetas y frazadas. "Era un río de gente, con los niños en brazos", dice el párroco Alberto Serna.
Los policías les habían advertido a quienes vivían en las casas aledañas al comando que algo grave iba a pasar. "Las Farc vienen para acá", era el rumor que corría desde el medio día. Tres días atrás el aviso se había sentido con intensidad cuando los raspachines bajaron de la montaña y contaron que una columna inmensa de guerrilleros estaba concentrada en el nudo de Paramillo. Eran los hombres de Joverman Sánchez 'Manteco', el comandante del frente 58, que"vienen a acabar con la Policía", sentenciaban los campesinos. Había también guerrilleros de los frentes 5 y 18. Hace años no se veía un grupo tan numeroso, pues esta región, ubicada en los límites de Córdoba y Antioquia, estaba rodeada de frentes paramilitares hasta hace poco.
En Tierradentro vieron nacer y crecer a 'Manteco'. Por eso le temen. Cuatro meses atrás, cuando llegó la Policía, había hecho la macabra advertencia de que convertiría su propio pueblo en un objetivo militar. En agosto la alarma se hizo más intensa. El canal de televisión de Montelíbano entrevistó a decenas de ciudadanos que advertían sobre un ataque inminente. Y la defensora del pueblo de Córdoba, María Milene Andrade, le envió una carta al comandante de la Policía del departamento en donde alertaba sobre la inminencia de un ataque y pedía que los agentes fueran ubicados en las afueras del pueblo y no en la plaza principal. En la misma carta, contó sobre insistentes rumores de ataques de las Farc. Algo que la gente se tomaba muy en serio. 'Manteco' es un hombre brutal. Dirigió hace cuatro años la incursión en Bojayá, Chocó, donde murieron 119 civiles que se habían refugiado en la iglesia, por un cilindro de la guerrilla.
Quizá por esa experiencia, esta vez nadie corrió hacia la iglesia, que está escasos 10 metros de la estación de Policía. La gente se refugió en la casa del padre Alberto Serna, tres cuadras adentro de la plaza principal. La intimidad de su pequeño oratorio se rompió esa noche. Llegaron familias con sus niños a buscar amparo. Por lo menos 50 personas estaban allí tendidas en colchonetas y sábanas esperando la lluvia de balas.
Serían las 6 de la tarde cuando el teniente de la Policía, Fredy Armando López, les ordenó a sus hombres atrincherarse. El comando de la Policía está en la esquina norte de la plaza. No es exactamente un edificio. Es apenas un lote rodeado de bultos de arena que actúan como barricadas, y una carpa militar que más parece la de un circo viejo, donde los agujeros se tapan con pedazos de plástico. Adentro hay catres y camarotes de metal, algunos bombillos cuelgan sobre las camas, y tres ventiladores de pie alivian el calor de las noches. Los agentes no cuentan ni siquiera con toldillos. Atrás, una letrina y el pozo séptico. Ellos, como el resto del pueblo, tienen que arreglárselas para sobrevivir sin agua potable, muy a pesar de que Montelíbano gana millonarias regalías por el ferroníquel de sus minas. Los policías sólo se entretienen con un remedo de gimnasio que está en la parte de atrás de su carpa. Unas pesas hechas con cemento en latas de galletas, que descansan sobre un par de horquetas. Pasan el resto del tiempo dando vueltas por las calles de un pueblo lleno de heladerías, tiendas de abarrotes y prostíbulos, donde se ve la plata de la coca, pero no la prosperidad.
El comando de la Policía es sofisticado comparado con los puestos de avanzada. Uno ubicado a 200 metros, en la entrada del pueblo, junto a una virgen, y el otro a la salida, eran apenas un campamento para boy scouts. Aunque estaban apostados en la parte alta del corregimiento, no tenían suficientes trincheras para proteger a unos muchachos que no pasaban de los 23 años, que tenían poco tiempo de haber ingresado a la Policía y que aunque habían recibido entrenamiento militar, no estaban hechos para combatir. Todo esto lo sabía la guerrilla. Su plan era doblegar primero los puestos avanzados y después entrar al pueblo y acabar con el resto.
La noche transcurrió lenta. El pueblo estaba desierto y el silencio era total. Hacia la media noche, la gente empezó a dormir, convencida de que esta vez, como otras veces, podría tratarse de una falsa alarma. Quizá la guerrilla se habría apiadado de ellos. De sus hijos. A las 2:55 de la madrugada se dieron cuenta de que la piedad no cuenta en la guerra. Sintieron los primeros tiros y varias explosiones. Cerca de 200 guerrilleros rodeaban Tierradentro. Un cilindro cayó en la casa de María Vásquez, que está a una cuadra de la estación de Policía. Los muros de cemento y el techo quedaron hechos polvo. Las vigas de la construcción, reducidos a hierros retorcidos. Todos los muebles carbonizados. Ahora no sólo tendrá que tender la mano en el hospital de Montelíbano, que le debe 27 meses de salario, sino que deberá esperar que el gobierno nacional le repare los daños sufridos. Otro cilindro destruyó parte del polideportivo. Balones bomba cayeron en patios de varias casas y las esquirlas se metieron agresivas por los techos de zinc y las paredes de madera.
Las primeras horas del combate fueron las más intensas. Los policías apostados en las afueras del pueblo combatieron como soldados por más de dos horas. Tanta fue su resistencia, que los guerrilleros no pudieron culminar el propósito de llegar hasta el comando principal para destruirlo. A las 4: 30 de la mañana sintieron los primeros sonidos del avión fantasma y los helicópteros. Ambos ametrallaban en las montañas, pero nada podían hacer con los guerrilleros que ya estaban apostados en el pueblo. Incluso en algunas casas de civiles. El fuego aéreo podía disuadirlos, pero lo único que realmente podía hacerlos retirar era la llegada del Ejército, apenas amaneciera. Para entonces, los policías ya habían sufrido demasiado.
En la virgen, 12 muchachos uniformados habían muerto. Tres sobrevivientes pudieron escabullirse. Uno de ellos, que se había replegado, se vistió de civil y pudo escapar. En el otro puesto de mando, los muertos ya eran cuatro. En el comando general, el teniente intentaba enviar refuerzos. En cada tregua que daba el combate corría de un lado para otro. En una de esas correrías resultó herido.
Al amanecer, el combate parecía estar menguando. Elkin Padilla, un humilde jornalero que estaba refugiado en la casa de sus patrones, asomó la cabeza por un segundo para ver si todo había terminado. Una bala de fusil se incrustó en su cabeza. Lo mismo le ocurrió a Julio Martínez, un raspachín de 16 años que aprovechó un espacio de calma para salir de su refugio. Un francotirador lo dejó tendido en la calle. Peor suerte corrió Zenaida Álvarez, una mujer de 23 años que aún amamantaba a su bebé de un mes y medio de nacido. Estaba debajo de su cama con su esposo y sus hijos cuando una bala entró por el techo, atravesó el colchón y le destruyó una pierna. En medio del dolor empezó a desangrarse sin que nadie pudiera ayudarla. Era inútil correr hacia el centro médico, que estaba vacío. Mientras la sangre corría, pasó del dolor al miedo, después al frío y luego se fue muriendo ante los ojos de su familia, mientras la guerra que era tan ajena a ella seguía afuera. Quienes la acompañaban están convencidos de que la mató una bala del helicóptero. El Ejército dice que eso es imposible porque una bala de punto 50 no destruye una pierna sino que puede partir en dos a una persona. Pudo ser un tiro de fusil, o una esquirla. Para la tranquilidad de todos, se debería hacer una investigación sobre el tema. No dejar que la duda se sume al dolor.
Serían las 7 de la mañana cuando los guerrilleros emprendieron la retirada. Acosados por el fuego aéreo y por las tropas que la Brigada XI del Ejército estaba descargando. Uno de los guerrilleros obligó a unos muchachos que habían llegado como obreros de construcción a cargar las hamacas con los insurgentes heridos. Se comenta que eran por lo menos 10. En medio de los combates tres guerrilleros murieron. Sus cuerpos estuvieron exhibidos esa mañana en la plaza del pueblo.
En las calles de Tierradentro quedaron los cuerpos de 16 policías muertos y tres heridos. Esa misma noche, uno de los heridos murió y la cifra ascendió a 17. Los heridos eran el teniente y otro patrullero que está fuera de peligro. Otro policía, Francisco Javier Méndez, está herido en el alma. Desde la noche del atentado no ha pronunciado palabra. En sus ojos se refleja el pavor de la guerra. Los siquiatras intentan que cuente todo lo que vio para que siga adelante.
Del lado de los civiles hay tres heridos. Paradójicamente, el anuncio de la toma salvó muchas vidas. Pero no las de los policías. Los que murieron, sin embargo, impidieron que la guerrilla entrara hasta el pueblo y arrasara con él.
Un día después de la toma entre los campesinos había mucha amargura. Dos años atrás, el Bloque San Jorge de las AUC salió de la región camino al desarme. Hace ocho años habían llegado a la región. De Montelíbano para adentro habían quemado pueblos -como La Rica-, matado gente -como en Juan José- y robado tierras. Trajeron la coca. Esa era su dictadura y su proyecto político. Ahora que se fueron, y el pueblo respiraba tranquilidad, las 15.000 hectáreas de coca sembradas en el corazón del Parque Natural del Paramillo son la razón de la furia guerrillera. Desde hace cuatro meses se empezó a erradicar manualmente primero, y con fumigación después. Por eso está la Policía en Tierradentro. Por eso las Farc atacaron el pueblo. Y por eso la población civil está en el medio.
Hace un mes la Policía capturó a un hombre que tenía base de coca en su casa. Pero detuvieron también, según varios habitantes del pueblo, a dos inocentes. Una mujer y un trabajador de Cerromatoso. La detención provocó una asonada. Cerca de 300 personas se reunieron frente al comando de la Policía. Gritaron, insultaron y finalmente empezaron a apedrear la estación -la carpa de circo viejo-. Los policías contuvieron la revuelta con gases lacrimógenos. Desde entonces hay malestar con la Policía. Un malestar que ni el dolor de la muerte parece haber borrado. Los policías -por orden del gobierno- insisten en tratar como criminales a los pequeños productores de coca. Una estrategia antidrogas fracasada que aleja a los pobladores de la Fuerza Pública.
El jueves, cuando el presidente Álvaro Uribe llegó hasta este alejado corregimiento, la gente se volcó a verlo. Durante tres horas el consejo de seguridad deliberó y al final un Uribe, furioso, hizo los anuncios del caso. Recompensas de dos millones de pesos a quien delate milicianos -que sin duda los hay por montones-, y que pagará una mensualidad a la red de cooperantes. Como si la toma hubiese sido fatal por falta de información, y no por una subvaloración de ésta. Como dijo el propio teniente López, "nunca pensamos que fueran tantos". El Presidente anunció más fumigación, más erradicación y en lo social, que el gobierno donará un planchón donde falta un puente para cruzar el río San Jorge. También que las brigadas XI -con sede en Montería- y XVII de Carepa se trasladarán a la zona. Los comandantes de ambas guarniciones y el comandante de la Policía de Córdoba deben permanecer allí hasta nueva orden. No se habló nada sobre construir una estación de Policía. Ni de una alternativa económica para los campesinos de la zona. Al final del día, la gente se fue para sus casas con una convicción: la guerra en el Paramillo apenas empieza.