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El peligro inminente de los otros grupos violentos
La bomba del Andino deja claro que terminada la guerra con las Farc aún quedan otros grupos armados. ¿Cuáles son y qué peligro representan?
La guerra en Colombia ha terminado. Las Farc dejaron el ciento por ciento de sus armas y comienzan a hacer el tránsito hacia la vida política. La gran paradoja es que mientras se cumple el desarme, crece la zozobra en el país. Paralelamente a la entrega de armas de las Farc, una bomba estalló en el baño de mujeres del centro comercial Andino y mató a tres personas, (ver siguiente artículo) dos veteranos periodistas holandeses fueron secuestrados por el ELN en Norte de Santander, y la ONU le pidió a la disidencia de las Farc en el Guaviare entregar pruebas de supervivencia de Harley López, funcionario de ese organismo que está en su poder desde mayo.
Como si fuera poco, la muerte de líderes no se detiene. El miércoles pasado varios hombres fuertemente armados mataron en Timba, Cauca, a Mauricio Vélez, destacado sindicalista de la Universidad del Valle, y desconocidos también asesinaron en Caquetá a Rigoberto Quezada, un guerrillero recién amnistiado.
En resumen, estos días han sido un déjà vu de los peores años de la guerra, y dejaron la sensación de que en Colombia todo sigue igual que antes.
No obstante, aunque la violencia persiste su escala es mucho menor que en el pasado, y cualitativamente lo que está ocurriendo –si bien es grave y enciende todas las alarmas– no es nada parecido a una guerra o a un conflicto de las dimensiones que tuvo que enfrentar el país con las Farc.
No hay que perder de vista que los dos últimos años han sido los menos violentos que ha vivido Colombia en el último medio siglo. La tasa de homicidios es la más baja de las últimas cuatro décadas. En 2016 hubo 12.357 cuando en los años anteriores el promedio era de 16.000. El secuestro pasó de 3.400 casos a principios de este siglo, a 207 el año pasado. La extorsión va en caída libre desde que comenzó el cese al fuego y de hostilidades, pues el año anterior cayó un 22 por ciento y en lo que va corrido de 2017 ha disminuido un 42 por ciento.
Las cifras relacionadas con el terrorismo van en picada. El país pasó de un promedio de 60 masacres hace dos décadas a 9 casos en 2016. Hace un lustro todavía se presentaron 894 actos de terrorismo, mientras el año pasado se registraron 212. Las tomas de pueblo, por ejemplo, desaparecieron.
En lo relativo al conflicto armado, el cambio es radical. De los 500 soldados muertos por año en combate en promedio durante la última década, se pasó a 113 en 2016; y los heridos de 2.600 a 1.263. Las víctimas de minas pasaron de 859 hace una década a 84 en el año anterior.
Todo ello demuestra que las Farc sí eran el principal factor de violencia y desestabilización, y que su desarme resuelve gran parte del problema de orden público. Pero el proceso de paz, con todos sus beneficios, no es, ni mucho menos, un antídoto contra todas las violencias. Otros grupos ilegales, como el ELN y el Clan del Golfo, siguen en armas. A eso se suma que los cultivos ilícitos han crecido, el microtráfico sigue imparable y la minería ilegal alimenta la violencia en los territorios. Aunque ninguno de estos grupos pone en jaque al Estado, cabe preguntarse para dónde van estas amenazas en el posconflicto, qué son, qué quieren y que tan difícil será enfrentarlas.
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¿Quiénes siguen en armas?
Según datos de inteligencia, luego de desarmadas las Farc quedan en armas unas 7.000 personas pertenecientes a estos grupos ilegales. El ELN tendría 2.000 hombres, fuera de sus redes de milicianos, activistas y simpatizantes. Según el ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, el Clan del Golfo, la principal banda criminal del país, está reducido a la mitad que hace un par de años, pero aún cuenta con unos 2.000 hombres armados. A eso habría que sumar las pandillas y bandas locales que trabajan bajo la franquicia o el nombre del Clan, sobre las cuales no hay una cifra exacta.
Hay que sumar también la disidencia del frente Primero de las Farc, que puede tener unos 300 hombres en el sur del país, y otros grupos menores como el EPL en Norte de Santander y ahora el MRP, que eventualmente estaría ligado a la bomba del centro comercial Andino.
Ahora, esa es la foto del hoy. El panorama puede cambiar hacia el futuro si el Estado se equivoca en su estrategia para enfrentarlos, ya que cada grupo tiene sus propias características, modus operandi, financiación y despliegue regional.
Los elenos
De todos, el problema con el ELN es el más relevante y difícil de resolver. Esta guerrilla tiene presencia en por lo menos cinco regiones: Chocó, Catatumbo, Arauca, Cauca y sur de Bolívar; su historia es larga y tiene respaldo social en algunos territorios. Sus grandes fuentes de financiación son el secuestro, la extorsión y la minería ilegal. Aunque no tiene la capacidad de sostener una ofensiva de guerra como las Farc en su momento, si tiene gran capacidad de hacer daño humanitario y económico. Mantiene y defiende prácticas tan atroces como el secuestro, el reclutamiento forzoso y la siembra de minas antipersonal. En los últimos meses ha puesto en jaque la producción petrolera con sus ataques al oleoducto, con graves consecuencias económicas y ambientales para el país.
Hoy en día la prioridad de las Fuerzas Armadas ha sido golpear al ELN en lo militar y capturar a sus redes políticas. No obstante, la gran apuesta del gobierno es que salga adelante la negociación que se abrió desde enero en Quito, Ecuador. Estas conversaciones avanzan a un ritmo demasiado lento y han recrudecido las acciones de ese grupo guerrillero. Tampoco es claro que el horizonte inmediato de los elenos sea dejar las armas.
Como una manera de destrabar la inercia de esa mesa, el gobierno anunció esta semana que está dispuesto a discutir la posibilidad de un cese del fuego y hostilidades que genere un clima propicio para desarrollar los demás puntos de la agenda. Pero no será fácil. Una tregua necesita verificación, localización de tropas y mucha confianza entre las partes. El ELN es por tanto un factor de violencia alrededor del cual hay incertidumbre. Ahora, si las negociaciones fracasan, se abriría una etapa de combate abierto entre este grupo y el Estado, con gran impacto negativo para la paz que se empieza a construir en las regiones que dejaron las Farc.
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Los gaitanistas
La lucha contra el Clan del Golfo es igualmente compleja sobre todo en Urabá y en el Pacífico. En Chocó, por ejemplo, sus integrantes se mueven en masa por el río Atrato bajo el nombre de Autodefensas Gaitanistas, han combatido con el ELN y generado desplazamientos masivos de más de 800 personas este año.
En otras regiones, como Nariño y Cauca, operan a través de franquicias del crimen contratadas por el narcotráfico y la minería ilegal para proteger el negocio y cobrar cuentas. Por eso dan la sensación de estar en casi todo el país, aunque no necesariamente lo hagan por medio de una sola organización con estructura y unidad de mando.
Desde hace casi tres años el gobierno lanzó la Operación Agamenón para acabar con este Clan, y aunque ha capturado a más de 1.000 personas, y sin duda ese grupo se ha debilitado, en realidad todavía no ha sido doblegado. Debido a la presión y a la muerte de algunos de sus cabecillas, este año lanzaron un plan pistola para matar policías (murieron por lo menos 10) y amenazaron con hacer terrorismo en ciudades como Medellín y Bogotá, al mejor estilo de Pablo Escobar.
Este Clan del Golfo pretende mostrarse como un grupo político y buscar una negociación con el gobierno parecida a la de las Farc. Pero no existe ninguna posibilidad de que este grupo reciba un tratamiento político. Por el contrario, la semana pasada las autoridades lanzaron en Necoclí, Antioquia, la Operación Agamenón II, encabezada por el general Jorge Luis Vargas, director de la Dijín de la Policía, con apoyo del Ejército la Fuerza Aérea y la Armada. El objetivo es acabar con esta estructura y dar con el paradero de su jefe, Dairo Úsuga, alias Otoniel. Agamenón replica la experiencia que la fuerza pública tuvo hace una década con la Operación Omega, que logró debilitar estratégicamente a las Farc.
Ahora, como el crimen organizado muta permanentemente, y mientras haya narcotráfico tendrá gran capacidad de reproducirse, no se descarta que junto al garrote pueda haber algo de zanahoria, bajo la fórmula de un sometimiento a la justicia de sus jefes, y algún tipo de resocialización para los miles de jóvenes reclutados en regiones donde el crimen pulula y las oportunidades educativas y laborales escasean. No obstante, esa posibilidad es aún remota.
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Los disidentes
La tercera gran amenaza en ciernes para la paz es la disidencia del frente Primero de las Farc. Aunque este grupo está localizado en una región en particular, al suroriente del país, cada vez parece más claro que tiene control territorial en la frontera entre Guaviare, Meta y Caquetá, un enclave del narcotráfico. También conserva alguna capacidad militar, y ha logrado cubrir sus negocios criminales con un ropaje político que ha calado en algunos habitantes de esa región. Prueba de todo ello es que desde hace dos meses tiene en su poder a un funcionario de la ONU, sin que se haya logrado rescatarlo ni hacer un acercamiento para su liberación.
Grupos como el Movimiento Revolucionario Popular (MRP), lo que queda del EPL u otras bandas criminales menores, aunque pueden actuar solo por codicia, anarquismo o radicalismo político y tienen capacidad de hacer daño, no representan por ahora ninguna amenaza para la estabilidad del proceso de paz ni para la seguridad del país.
¿Cuál es la estrategia?
Era previsible el auge de grupos criminales y violencia residual en muchas regiones, pero no por eso deja de ser preocupante. Las propias Fuerzas Militares en su nueva estrategia para el posconflicto han caracterizado la situación actual como un tiempo de paz inestable. Porque la experiencia de todos los países, incluido Colombia, es que después de firmado un acuerdo viene una etapa turbulenta, que en teoría debe ser transitoria.
En Sudáfrica, por ejemplo, el fin del apartheid no significó ni mucho menos el fin de los conflictos tribales que han derivado en fuertes enfrentamientos y han dejado varios muertos. En Centroamérica es bien conocido el fenómeno de las maras surgido después de firmada la paz con el FMLN en El Salvador y la URNG en Guatemala. En Nepal a la paz política le siguió el auge de cientos de conflictos étnicos y territoriales. En todos esos países la violencia política se acabó, pero no la violencia criminal.
A diferencia de muchos de ellos, se supone que Colombia tiene instituciones más fuertes. Por ejemplo, dispone de casi medio millón de efectivos en la fuerza pública, con gran experiencia y recursos suficientes para proteger el territorio. Y la Fiscalía General también ha demostrado gran capacidad de investigación cuando se lo propone.
Sin embargo, tanto la fuerza pública como la Justicia hoy están mucho más preparadas en el papel que en la realidad. El cambio de doctrina del Ejército, que consiste en pasar de combatir a un enemigo a controlar el territorio ya no solo militar, sino institucionalmente, va a un ritmo muy lento. Además los ríos constituyen flancos muy débiles. Casualmente varios de los grupos más peligrosos se mueven como peces por las aguas del Guaviare y el Atrato. Así mismo, aunque el posconflicto exige el protagonismo de la Policía, esta institución tiene un serio problema de presupuesto (están congelados los ascensos por falta de recursos) y tiene un faltante de pie de fuerza de por lo menos 40.000 uniformados más.
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A eso se suma que no hay claridad sobre qué tan profundos puedan ser los tentáculos del crimen organizado en la Policía y la Fiscalía, las dos instituciones que más purgas han realizado en su interior por infiltración de la mafia en sus filas. Y el gobierno ya está poniendo en marcha el esquema pactado con las Farc en La Habana, que tiene como objetivo frenar un eventual resurgimiento del paramilitarismo.
La semana anterior el vicepresidente Óscar Naranjo instaló el cuerpo elite de la Policía, que tendrá como prioridad luchar contra estas amenazas de manera similar a como lo hizo el bloque de búsqueda en la época de Pablo Escobar. Este grupo de 1.088 hombres, seleccionados con lupa, tiene además facultades judiciales y es fuerte en inteligencia y capacidad operativa. Este cuerpo deberá articularse con la nueva unidad de la Fiscalía, creada por decreto presidencial hace dos semanas, para combatir a los grupos neoparamilitares.
Gran parte de esta estrategia se materializará en Tumaco y Buenaventura, dos ciudades críticas en materia de seguridad. Sin embargo, para Naranjo está claro que no basta con la acción militar y policial. En estos planes piloto será clave respaldar acciones del gobierno en el plano de la inclusión social, especialmente de oportunidades para los jóvenes que nutren las bandas y combos. También en materia de convivencia porque la otra violencia disparada es la cotidiana, la familiar y de vecindario.
Finalmente está la llegada de una segunda misión de la ONU con fines de observar el cumplimiento de los acuerdos de La Habana en materia de seguridad y de reincorporación. El presidente Santos ya solicitó esa misión formalmente y debería empezar a trabajar el próximo mes.
Los dos talones de Aquiles
Todos estos planes chocan contra problemas de difícil solución y pronóstico reservado. El primero es que si no se gana la batalla contra los cultivos ilícitos y el auge del narcotráfico, será muy difícil evitar que la violencia criminal persista y crezca. Si en Colombia se están produciendo 900 toneladas de coca al año, como calculan las autoridades, es previsible que se mantenga una ‘defensa’ violenta de esta riqueza ilícita.
Por eso es crucial que funcionen la erradicación y la sustitución, y que además se contenga la resiembra. Este es un esfuerzo que rebasa las capacidades de la fuerza pública, que requiere una acción en el desarrollo económico y social que toma tiempo y recursos, que por ahora son precarios.
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El segundo flanco débil para crear un clima de seguridad es la crispación política, la polarización y el ánimo de revancha presente en el país. Está probado que en ambientes donde predomina la sensación de caos, las fuerzas oscuras, que aún persisten en Colombia, sean de derecha o de izquierda, tienen incentivos para actuar y desestabilizar a las instituciones. Más aún cuando hay una guerrilla en pleno desarme, miedo en el aire, y unas elecciones llenas de sectarismo en el horizonte.
El peor escenario es que algunos usen estas violencias residuales para generar una sensación de ingobernabilidad que les abra la puerta a los violentos. Esto no es ficción: la paz ha fracasado en algunos países porque hechos de violencia, aparentemente aislados, se convierten en verdaderos atentados contra procesos frágiles y acabados de nacer.
Por eso ni la fuerza pública ni la comunidad internacional pueden resolver el principal desafío del proceso de paz para hacerse irreversible: crear un clima social y político diferente al actual. Un clima de respeto cuya responsabilidad está en buena medida en manos de los líderes políticos que, tristemente, cada día le echan fuego a la hoguera con el discurso de polarización y odio.