NACIÓN
Cuatro años de las Farc en la política
El aterrizaje en el mundo electoral no fue fácil para el partido que surgió de la antigua guerrilla. Aunque han logrado adaptarse y muchos de sus miembros están cumpliendo, aún quedan por delante enormes desafíos para que los votantes los acepten en las urnas.
Bien podría afirmarse que la razón principal por la que los entonces guerrilleros de las FARC aceptaron sentarse a negociar La Paz, fue la de poder participar en política. Durante más de 60 años, esa organización insurgente se había instalado en las montañas y en las selvas de Colombia con una consigna: tomarse el poder por las armas y derrocar las estructuras institucionales que hasta entonces le habían bloqueado a un sector importante de la sociedad la posibilidad de llevar sus voces a lo más alto del debate y de los espacios de deliberación nacional.
Aunque esa fue la intención inicial de su fundador, Pedro Antonio Marín, más conocido como “Tirofijo”, los años y el trajinar de la guerra sin duda desviaron a las FARC hacía una dinámica qué tal vez ninguno de sus miembros imaginó en un principio. Un pequeño ejército de campesinos rebeldes armados con un puñado de fusiles que se alzó contra un Estado que los excluía, se desnaturalizó para convertirse en una organización criminal de dimensiones trasnacionales. Aunque muchos de quienes se desmovilizaron en el acuerdo evidentemente siguen siendo fieles a sus convicciones políticas, razón no les faltaba a los críticos que afirmaban que desde hace años las FARC había perdido su norte ideológico.
Prácticas como el secuestro, el reclutamiento de menores, las pescas milagrosas, las tomas a los pueblos, la incursión en el narcotráfico y los ataques indiscriminados a la población civil, acabaron con lo que alguna vez fue una intención legítima de buscar por la fuerza el respeto a los derechos del pueblo. Las FARC terminaron divididas en dos grandes grupos: quienes estaban ahí por su convicción en los ideales que le dieron origen a la organización armada y, los otros, que aprovecharon el contexto para convertirse en criminales, a secas, sin ningún ideario político. Esa división, que antes podía ser más confusa, quedó perfectamente evidenciada después de la firma de los acuerdos. Los primeros se la jugaron por su reintegración a la sociedad y por desempeñar un papel en el Congreso y en partido que surgía, y los otros, entre quienes pueden contarse personajes como “El Paisa”, Iván Márquez o Jesús Santrich, incumplieron su palabra y se devolvieron para el monte.
Al cumplirse cuatro años de la firma de los Acuerdos del Teatro Colón, el punto de participación política ha funcionado en algunos frentes, pero en otros, se ha quedado corto. El aterrizaje de los exguerrilleros en el mundo de la política electoral no fue fácil. Después de décadas en la selva, se hizo evidente que los líderes de la organización recién desmovilizada estaban totalmente desconectados de la realidad nacional. Ellos, seguramente, pensaban que contaban con el respaldo de un pueblo que hace más de 50 años habían jurado defender. Sin embargo, bastaron un par de meses para darse cuenta de que ese pueblo no solo no los apoyaba, sino que, más bien, los repudiaba y los quería ver lejos de cualquier escenario de poder.
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Esa primera dosis de realidad le llegó a Rodrigo Londoño, quien a la hora de la firma era el máximo comandante de la estructura guerrillera. Una vez en la vida civil, la dirigencia del nuevo partido designó a Timochenko como su candidato a la Presidencia de la República. Cuando Londoño empezó a hacer su campaña, es probable que supiera que no tenía ni la más mínima posibilidad de ganar. Menos aún cuando se había inscrito por un partido que, en lugar de cambiar su nombre, quiso mantener la misma sigla que los identificó como organización guerrillera. Esas cuatro letras que en la nueva realidad significaban Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, para los colombianos seguían evocando las heridas de la violencia y de la guerra que aún no han podido cerrarse.
En los primeros actos de campaña, Timochenko se encontró con una ciudadanía indispuesta a oírlo. A donde llegaba lo esperaba una turba enardecida que con abucheos y huevos y tomates en las manos lo sacaban corriendo del lugar. La situación se tornó tan reiterativa que el antiguo líder guerrillero declinó su candidatura. Entendió que todavía faltaban años luz y, sobre todo, actos sinceros de perdón y reconocimiento, para que el pueblo colombiano estuviera dispuesto a verlo participar en el escenario político.
En las elecciones al Congreso el rechazo de la gente se manifestó en los votos. La lista de candidatos que el Partido Farc presentó para las elecciones legislativas apenas alcanzó una votación de algo más de 50.000 sufragios. Aun así, como consecuencia del pactó en La Habana, 10 de sus miembros más notorios ocuparon una curul en el Capitolio. En ese escenario, hay que decir, las cosas han funcionado mejor. La bancada de las Farc pudo integrarse de manera satisfactoria a la vida política y hoy son parte importante de la coalición parlamentaria de opositora al gobierno del presidente Duque.
Personajes como Carlos Antonio Lozada o Pablo Catatumbo, que durante la guerra fueron comandantes del ejército insurgente, ahora se ven cómodos en el escenario del Congreso y aportando sus ideas en los debates. La reintegración en ese punto ha sido tan exitosa que, en ocasiones, hasta el propio Álvaro Uribe se sentó con ellos a discutir menesteres de la agenda legislativa nacional.
Otro punto del acuerdo de participación política que salió relativamente bien fue el estatuto de oposición, una deuda histórica desde la Constitución del 91. Este se puso en marcha y cambió la dinámica de la política nacional. Por cuenta de su aprobación, el país ha visto cambios como la llegada de Gustavo Petro al Senado de la República tras haber obtenido el segundo lugar en las elecciones presidenciales, o el cupo directo de Carlos Fernando Galán en el Concejo luego de perder las elecciones a la Alcaldía de Bogotá. Sin lugar a duda, el acuerdo con las Farc dio más garantías para hacer oposición en Colombia y se podría decir que la fortaleció. Ahora los que se declaren contrarios al Presidente, por ejemplo, pueden responderle al jefe del Estado, con el mismo tiempo y en el mismo espacio, cuando este hace una alocución presidencial.
Pero en este punto de la participación política hay grandes lunares que opacan lo bueno. El más preocupante y el más evidente de ellos es la incapacidad del Estado para defender la vida de los desmovilizados y de los líderes sociales. Desde que se firmó el acuerdo, las noticias de los asesinatos de estos últimos se convirtieron en el pan de cada día, a pesar de que en muchos de los casos existen alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo pero que las instituciones no son capaces de atender. Uno de los puntos centrales del acuerdo de participación en política era justamente el de las garantías de seguridad para los desmovilizados. Esto puede estarse cumpliendo en Bogotá, en donde los líderes del partido cuentan con amplios esquemas de seguridad, pero en las regiones la realidad es otra.
La otra pata coja en la mesa de la participación política tiene que ver con la normatividad. Aún falta mucho para que los mecanismos legales pactados vean la luz en el Congreso. El más notorio, la Reforma Política que, cuatro años después, todavía no ha empezado a tramitarse. Con sus bemoles, con sus luces y con sus sombras, el punto de participación política ha sido uno de los que mejor ha avanzado en el marco de los acuerdos de paz. Lo que vendrá en adelante es que quienes dejaron las armas y están ahora en el juego electoral, reconozcan sus errores del pasado, pidan perdón a sus víctimas y se consoliden como una fuerza política que, poco a poco, vaya borrando las heridas causadas y se gane el afecto y la adhesión de una parte de los colombianos. En la próxima contienda electoral, volverán a medirse en las urnas y se sabrá qué tan avanzados van en ese difícil propósito.