De la esquiva paz a la incierta guerra
La ruptura del proceso de paz con las Farc preparó al país para la guerra. ¿Qué tan lejos estamos de una nueva negociación?
El 20 de febrero de 2002 se rompió el proceso de paz con las Farc y murió la ilusión que había nacido en el corazón de millones de colombianos el 9 de julio de 1998 cuando el presidente Andrés Pastrana, aún sin tomar posesión, se reunió con 'Manuel Marulanda' en las montañas del sur del país. En el desengaño por el fracaso se produjo un gran viraje de la opinión nacional que empezó a pedir mano dura contra la insurgencia y se orientó a la elección del presidente Alvaro Uribe Vélez, crítico acérrimo de las conversaciones y defensor de un proyecto de autoridad y de una propuesta de contención militar a las guerrillas.
Las conversaciones de paz entre el gobierno y las Farc habían durado 1.316 días y habían resistido ocho grandes crisis. Fueron la principal apuesta del presidente Pastrana y el más importante reto político de las Farc en toda su historia. Concitaron el apoyo directo de 30 países, incluyendo a Estados Unidos, pusieron a trabajar a su favor a los más importantes organismos internacionales y llevaron al presidente de la bolsa de Nueva York al Caguán. En medio de
ellas se pactaron las audiencias públicas que reunieron a voceros de los distintos sectores de la sociedad a discutir los principales problemas del país, para estos eventos viajaron hasta la 'zona de distensión' 23.795 personas que escucharon a 1.069 expositores.
En el discurso con el cual el presidente Pastrana daba por canceladas las negociaciones, le atribuía toda la responsabilidad de la ruptura a la guerrilla. "Las Farc han logrado que ya nadie crea en su voluntad ni en su palabra. Ellos mismos se han negado un espacio político en el país", decía. Días después, el secretariado de las Farc hacía lo propio y descargaba toda la culpa en el gobierno, señalando que el Establecimiento no tenía disposición para cambiar ni decisión de hacer la paz.
La explicación dada por el Presidente para poner fin a los diálogos convenció al país, a tal punto, que en los días posteriores a la ruptura se hicieron sondeos de opinión en los cuales más del 80 por ciento de los encuestados decía respaldar el cierre del proceso de paz. Pero el secretariado de las Farc logró también persuadir a sus 18.000 guerrilleros que salieron otra vez unidos al combate.
Mesa quemada
En los meses siguientes y con la cabeza más fría muchos de los protagonistas han empezado a hilar más delgado sobre las causas del fracaso del proceso de paz. Luis Carlos Villegas, presidente de la Andi, quien acompañó el proceso desde un principio, reconoció después que "el Estado se había equivocado pensando que estaba negociando con las Farc de los años 80, que no había calculado el cambio tan grande de este grupo en los años 90, su vinculación al narcotráfico, su decisión de forjar un verdadero ejército y sus pretensiones de poder". La mayoría de los dirigentes políticos también señaló que había sido un error negociar en medio del conflicto.
No les falta razón en estas apreciaciones. El lento y tortuoso avance en la discusión de los contenidos de la agenda fue mostrando que ni el gobierno estaba preparado para hacer ofertas audaces de poder y de cambio a la guerrilla, ni la insurgencia había tomado la decisión de jugar a la política y abdicar su accionar armado a cambio de garantías democráticas. En los años 80, cuando las conversaciones encabezadas por Belisario Betancur, las Farc luchaban por una "apertura democrática" y hablaban de "la combinación de todas las formas de lucha" en una dinámica en la que les interesaban mucho los espacios para acceder al Congreso y a la gobernabilidad local.
Ahora, en el nuevo siglo, las Farc se la juegan por entero a la guerra y enarbolan la consigna de "gobierno de reconstrucción y reconciliación nacional". Obsesionadas por el poder, las Farc no valoraron las concesiones que el gobierno les hizo en la parte instrumental: la zona de distensión, las audiencias, la gran presencia de la comunidad internacional?
El escenario tacaño en contenidos de la mesa de negociaciones contrastaba abiertamente con la escalada militar de las partes en todo el país y con la azarosa degradación del conflicto que día a día afectaba más a los civiles. En los cuatro años el Estado duplicó el presupuesto de defensa, recibió una caudalosa ayuda financiera de Estados Unidos a través del Plan Colombia, echó a andar un proyecto de modernización de las Fuerzas Armadas y pudo contener el avance que había logrado la guerrilla hacia la guerra de movimientos.
La guerrilla no se quedó atrás. Utilizó la zona de distensión de 42.000 kilómetros concedida por el Estado y fortaleció su capacidad financiera a través del narcotráfico y el secuestro, amplió el reclutamiento y mejoró su entrenamiento. Aun en los tiempos de la negociación mantuvo un accionar permanente. Y después de la ruptura, pasó de dos a siete acciones por día, como lo señaló el ministro del Interior Armando Estrada Villa en el mes de mayo, desatando una ofensiva sobre los alcaldes y concejales, sobre la economía del país y sobre las zonas de mayor presencia paramilitar.
Los paramilitares respondieron a las negociaciones de paz con las Farc con un gran crecimiento que los llevó a duplicar la fuerza, al pasar de 6.000 a 12.000 combatientes, y con un gran esfuerzo de expansión que los condujo al control de importantes zonas de la Costa Atlántica, al predominio en áreas urbanas como Medellín y Barrancabermeja y a una inquietante presencia en la frontera con Venezuela.
Fue tanta la concentración del gobierno en la negociación con las Farc que relegó a un segundo plano el acercamiento con la otra guerrilla, la del ELN, que al decir de todos los analistas, tenía una mayor disponibilidad para acceder a un tratado de paz. El comisionado Víctor G. Ricardo abrigaba grandes esperanzas de lograr, a corto plazo, un acuerdo definitivo con las Farc y pensaba que este convenio arrastraría al ELN. Pero esta guerrilla quería su propio escenario, y en la pugna por conseguirlo, llevó a cabo grandes acciones como el secuestro del avión de Avianca, o el de más de un centenar de personas en la iglesia La María de Cali, o la ofensiva sobre las torres eléctricas y el oleoducto.
La balacera de todos los actores se fue tragando una mesa de negociaciones que, con excepción del intercambio de prisioneros que en junio de 2001 produjo la liberación de 350 miembros de la Fuerza Pública y de 14 combatientes de las Farc, no lograba acuerdos que mostraran en el horizonte la posibilidad de la terminación de la guerra. La opinión pública se fue cansando y las expectativas del país y de la comunidad internacional se marchitaron poco a poco.
En ese ambiente, al final de 2001 y principios de 2002, ocurrieron hechos como el ataque terrorista del 11 de septiembre al propio corazón de Estados Unidos que cambió de modo brusco el panorama internacional, el asesinato de la Cacica Consuelo Araújo Noguera, la violenta obstaculización de la marcha del candidato presidencial Horacio Serpa al Caguán, la presión de las Fuerzas Militares para que se reglamentara y controlara la zona de distensión y el desvío del avión de la compañía Aires con el propósito de secuestrar al parlamentario Gechem Turbay, acontecimientos estos que cerraron todas las posibilidades de continuar el proceso de paz.
El nuevo poder
Fue en esa coyuntura donde la figura del candidato Alvaro Uribe Vélez se creció y su aceptación en las encuestas pasó de un 20 a un 63 por ciento para obtener luego un espectacular triunfo en primera vuelta. Las nuevas cartas quedaron sobre la mesa. En los próximos años, y tal como lo planteó en la campaña el Presidente electo, se buscará mediante la autoridad y la confrontación militar la contención de la guerrilla hasta obligarla a negociar por garantías para reincorporarse a la vida civil, no habrá más zonas de distensión, se exigirá para empezar un proceso de paz el cese al fuego y a las hostilidades y el abandono del terrorismo. Se le dirá a la guerrilla que abandone la ilusión de conquistar un gobierno compartido y unas reformas en la mesa de negociaciones porque esto sólo es posible en el libre juego democrático. El filo de esta política está claramente dirigido a las Farc para tratar de buscar, a manera de complemento, acercamientos con los paramilitares y con el ELN en la perspectiva de un acuerdo parcial de paz.
En medio de estas acciones las Farc han proclamado también sus condiciones para una nueva negociación. Exigen ahora que para empezar se despejen dos departamentos, señalan que es obligatoria una política de confrontación del Estado a los paramilitares y llaman a retomar la agenda pactada en el Caguán. Es claro que confían en ganar el pulso militar para volver a colocar en la mesa la propuesta de gobierno de 'Reconstrucción y Reconciliación Nacional' que en otras palabras quiere decir gobierno de transición o cogobierno.
Las negociaciones de paz que se realicen en un futuro tendrán el sabor que resulte de estas confrontaciones. Si las Farc mantienen la iniciativa militar y continúan en su expansión territorial, el país tendrá que pensar en una salida negociada en la cual el poder y los cambios en las estructuras económicas y sociales serán parte sustancial de la agenda. Si es el gobierno el que subordina claramente a la guerrilla, surgirá el escenario pintado con un crudo realismo por el propio Jorge Briceño en los días precedentes a la ruptura del proceso: "Si nos derrotan estaremos negociando lo que quede de nosotros en un pueblito de Alemania".