Como se ha planteado públicamente la convocatoria de una Asamblea Constituyente como rúbrica del diálogo de La Habana, es oportuno hacer una reflexión ponderada sobre este tema.
En esencia, voy a sostener en estas líneas que ni es este el mecanismo óptimo, ni el más práctico, que es más gravoso que otras herramientas y que no produce los efectos que se le atribuyen.
No es un mecanismo de refrendación
El Acuerdo de La Habana prevé con gran acierto que lo que se suscriba entre las partes tiene que ser refrendado por los ciudadanos. Este es un elemento angular de todo el diseño de las conversaciones. Así, mientras las discusiones son reservadas, en su momento es la ciudadanía la que debe dar la última palabra, tras un periodo de amplia difusión y un debate abierto a todos.
Pero una Constituyente, más que un mecanismo de refrendación, es un escenario de nueva deliberación. No es el punto final del diálogo, es por el contrario un nuevo comienzo del mismo. En vez de aprobar lo convenido, abre las puertas a la revisión y hasta a la negación de lo pactado.
El proceso de La Habana se basa en una agenda muy concreta para la terminación del conflicto. Su diseño no incluye una especie de refundación de la patria, esto es, no es el nacimiento de una nueva república. En 1991 se dio una amplia discusión sobre apertura política. La Constitución de ese año conserva su vigor político. Aun si hay fallas en su ejecución práctica y ausencias en su formulación, en vez de repetir lo hecho, se debe trabajar sobre lo construido.
Perfeccionar es una buena palabra. Ejecutar aún mejor. Pero una Constituyente para recomenzar de cero, no solo es inconveniente para el país sino para la propia mesa de conversaciones. ¿Alguien puede garantizar que lo acordado en La Habana se preserve en la Asamblea? ¿Alguien puede amarrar y siquiera predecir su composición política? ¿Quién asegura que en vez de profundizar el espíritu tolerante de la Constitución estemos abriendo la puerta a una contrarreforma?
Lo que se hizo en 1991
Aun con sus defectos, lo cierto es que en 1991 se dieron pasos gigantescos en materia de apertura política: se puso fin al bipartidismo, se dio vida a movimientos ciudadanos, se abrieron espacios a las minorías, se optó por la elección de gobernadores, se creó un profuso esquema de financiación estatal de las campañas con amplio acceso a medios de comunicación, se liquidó el Estado de sitio permanente, se garantizaron las libertades civiles con la inclusión de la tutela –un mecanismo indiscutiblemente eficaz–, se crearon organismos independientes del Ejecutivo, se amplió el poder de los órganos de control, se crearon instituciones que luego vinieron a combatir la parapolítica.
¿Algo de esto no ha funcionado óptimamente en la práctica? Cierto. Pero eso demuestra que no se trata de reabrir discusiones normativas sino de lograr una mayor eficacia y precisar las herramientas, con énfasis en el ámbito local, para incorporar a la vida ciudadana a muchos desarraigados, particularmente en el campo.
Por otro lado, la Constitución es abundante en materia de participación: define la democracia como participativa hasta el punto de que la participación es un derecho fundamental, fijó el marco de la democracia directa a través de referendos, revocatoria del mandato e iniciativa popular, entre otros, y creó nuevas circunscripciones especiales.
En el terreno de la participación ciudadana impulsó la gestión ciudadana en la vigilancia de la gestión pública, en los planes de desarrollo, en la prestación de servicios, en las empresas por parte de los trabajadores, a través de los consumidores, en fin, un escenario enorme. No faltan normas. Debemos concretarnos en impulsar los desarrollos prácticos. Aquí hay un amplio espacio para un acuerdo que garantice a la guerrilla su ingreso a la vida política sin armas. Todo un mundo repleto de nuevos espacios.
De qué Constituyente hablamos
Como intento de respuesta a algunos de esos interrogantes, hay quienes hablan de una Constituyente estamental. Esto es, una Asamblea con cuotas prefijadas, garantizando de ese modo su composición y su resultado. No obstante, esa visión adolece de serias dificultades históricas, jurídicas y prácticas.
Para sustentar esta idea se acude a lo ocurrido en 1990. Se dice que así como se utilizó un decreto de Estado de sitio, ahora se puede convocar una Constituyente por virtud del propio acuerdo que se logre.
Pero en esta oportunidad el gobierno tiene que guiarse por la norma constitucional vigente. Para instaurar una Constituyente estamental ad hoc tendría primero que reformar la Constitución, con todo lo que ello implica. La situación en 1990 era muy distinta. Se había presentado un bloqueo del sistema reconocido por todos, incluida la rama judicial, que permitió lograr consenso en torno a una vía extraordinaria.
Ni política ni jurídicamente es actualmente viable disponer de cupos ad hoc para las Farc. Estas tendrían que someterse al resultado del voto popular sin que nadie pueda garantizar una cuota fija de miembros de la Asamblea.
Por otro lado, hay una lectura equivocada de la historia: se arguye que al M-19 se le abrió esta oportunidad. Pero la verdad es que cuando se cristalizó el proceso para la Constituyente en 1990, el M-19 había dejado las armas y los escaños que obtuvo fueron consecuencia de sus propios votos, no de un tratamiento especial.
La Constituyente limitada
Juristas importantes han mencionado la opción de una Constituyente con temario limitado. Si bien esta posibilidad existe en la Carta, habría que examinar al menos dos riesgos bastante verosímiles. Por un lado, como ya ocurrió en 1991, la posibilidad de que la propia Asamblea se declare soberana es muy alta. Recordemos que la propia Corte Suprema, en ese entonces, abrió esa puerta. Las decisiones quedarían referidas exclusivamente a los mecanismos de control constitucional, algo que no es sano. En segundo lugar, como la Constitución es un sistema integrado, la separación temática es difícil. Como ejemplo hipotético, la discusión sobre participación tiende a tocar, por ejemplo, la cuestión territorial. En consecuencia, se traslada a elementos institucionales los cuales no pueden definirse sin abordar la hacienda pública, y así en una cadena sin fin.
Procedimiento complejo
Ahora bien, para poner en marcha una Constituyente se requiere una ley aprobada por la mayoría del Congreso, una votación popular para convocarla, el voto favorable de al menos la tercera parte del cuerpo ciudadano y otra elección para escoger a los constituyentes, la cual no puede coincidir con un evento electoral distinto.
Hay otros mecanismos, estos sí de verdadera refrendación, mucho menos engorrosos.
Soberanía y grandes crímenes
Hay la creencia de que un acto ‘soberano’ de ese cuerpo permite eludir los límites que impone el derecho penal internacional. Es una visión incorrecta. La CIDH ha decidido que ni siquiera la votación popular permite burlar ciertas fronteras respecto de los delitos nodales de carácter internacional.
Aún más: si una posible idea es dejar de lado el Marco Jurídico para la Paz, que ya es una norma constitucional destinada a abrir la puerta de la justicia transicional, para lograr que las decisiones en este terreno provengan con total libertad del ‘cuerpo soberano’, el resultado puede ser contraproducente. No sería imposible que una corte internacional estime que una Constituyente ad hoc, mediante cuotas pactadas en número fijo de escaños, corresponda en verdad a una forma de autoamnistía usualmente reprobada en esas instancias supranacionales.
En realidad, las únicas salidas que brindan seguridad jurídica a los guerrilleros desmovilizados son las que se ubican en los propios espacios que ha reconocido la Justicia transicional para estos casos.
En conclusión, el camino no es la Constituyente. Hay mecanismos más fluidos, más acordes a la realidad actual, más innovadores para las posibilidades políticas de la guerrilla y más constructivos en la búsqueda de la solución del conflicto armado en Colombia.