SEGURIDAD
Delincuencia en Colombia: bandas desbandadas
El mapa de la delincuencia en Colombia está cambiando. La atomización de las grandes organizaciones criminales ha sumido en la violencia a muchas regiones de Colombia. Informe especial de SEMANA, con un análisis y la radiografía de las regiones más afectadas.
Una trágica paradoja tiene lugar en Colombia. Los grandes éxitos en la lucha contra los jefes del narcotráfico y de las llamadas 'bandas criminales', sucesoras de los paramilitares, han producido un efecto inesperado: la muerte, captura o entrega a Estados Unidos de todos los capos importantes ha resquebrado sus organizaciones y abierto espacio para que todo tipo de grupos y facciones se disputen el control a nivel local. El resultado son oleadas de violencia que se apoderan súbitamente de varias regiones del país, aterrorizando a su población. De Cúcuta al Vichada, de Buenaventura a La Guajira y hasta en Medellín y Bogotá, la gente asiste consternada a masacres, explosiones de granadas y balaceras urbanas con armas largas. SEMANA hace un análisis de lo que está pasando y una radiografía de los sitios que están en el ojo del huracán.
En los últimos meses, brutales estallidos de violencia han sacudido varias zonas de Colombia, no solo por su cruento resultado sino por las modalidades con que se cometen. La masacre en que murieron diez campesinos en Santa Rosa de Osos, en octubre, conmovió al país, que se preguntó si estaban de vuelta los tiempos del conflicto en que estos horrores eran cosa cotidiana. Pero no sabía que en Cúcuta hubo otras dos masacres, otras tantas en Vichada y seis más en el noreste de Antioquia. Buenaventura sufrió en octubre 40 asesinatos, la mitad de los que ha habido en el violento puerto en todo el año, y casi 1.300 familias fueron desplazadas. El país se sorprendió con la granada lanzada contra un supermercado en Santa Marta, en octubre, que mató a dos adultos y una niña, pero pocos sabían que Riohacha, Maicao y Dibulla han sufrido 20 explosiones de esos artefactos en estos meses. Medellín está atenazada por la extorsión y los asesinatos sonados que han sacudido algunas comunas. Y en Bogotá, la Policía está preocupada por un enfrentamiento sin precedente con armas largas en el Bronx, hace unos días.
Aunque no parezca, estos y otros hechos tienen un trasfondo común. "La transformación del crimen", lo llaman las autoridades. O, coloquialmente, "el efecto Rastrojo".
En los últimos años las autoridades no han dejado, literalmente, títere con cabeza en el mundo del narcotráfico. Entre la caída de don Diego, en septiembre de 2007, que marcó el fin del último de los grandes carteles, el del norte del Valle, y la de Daniel el 'Loco' Barrera, el último de los máximos capos, hace dos meses, 42 jefes paramilitares y de grandes bandas que los sucedieron y capos narcos prominentes murieron en operativos de las autoridades, fueron capturados o se sometieron a la Justicia. Las autoridades sostienen que, entre 2006 y 2012, su ofensiva redujo las llamadas bandas criminales o bacrim de 33 a seis. Hubo 2.000 operaciones que llevaron a casi 14.000 capturas y a la incautación de 8.000 armas de fuego y más de 100 toneladas de cocaína. Con excepción de Dairo Úsuga, alias Otoniel, el último líder en circulación de los Urabeños, hoy no queda un capo libre. Esto ha mermado la violencia en varios departamentos. Pero, paradójicamente, la ha disparado en algunas regiones.
El efecto inicial de esta ofensiva fue reducir el número de bandas, pero las que quedaron se fortalecieron. Un puñado de grandes organizaciones, con los Rastrojos y los Urabeños a la cabeza, se extendieron nacionalmente, absorbieron o desplazaron a sus rivales e impusieron un dominio indiscutido en las regiones que controlaban. Las dos llegaron a pactar, a fines de 2011, un reparto territorial. Otras, como la Oficina de Envigado en Medellín, o el Ejército Revolucionario Popular Anticomunista (Erpac) en los Llanos, subordinaban, a punta de alianzas, plata y miedo, a grupos y bandas de sus regiones
Pero la caída de los jefes de estas grandes organizaciones criminales las resquebrajó y debilitó el control que ejercían sobre sus 'franquicias' locales (ver diagrama). Un caso emblemático es el de los Rastrojos. Sus tres jefes eran los dos hermanos Comba, Luis y Javier Calle Serna, y Diego Pérez Henao o Diego Rastrojo. Los dos primeros se entregaron este año a la Justicia gringa y Diego Rastrojo fue capturado. La organización se dividió: los Comba han instruido a sus seguidores entregarse a las autoridades, como ocurrió hace poco en el Cañón de Garrapatas, en el Valle; los de Diego Rastrojo dirigidos por él desde prisión, siguen en el negocio. Muchos Rastrojos, al recibir la orden de los Comba de entregarse, se rebelaron. Unos se unieron a Diego; otros intentaron independizarse. Lo que era un grupo monolítico y en expansión, se dividió en bandas locales que actúan por su cuenta o mantienen una laxa subordinación con un jefe preso, lo que ha dado lugar a choques en las regiones, entre ellos mismos, y con grupos rivales, que aprovechan su debilidad.
Esto es lo que las autoridades llaman el "efecto Rastrojo". El resquebrajamiento de las grandes organizaciones criminales ha abierto espacio para que jefes de segunda y tercera fila e incluso pequeñas bandas intenten apoderarse de los negocios ilícitos a nivel local. La consecuencia ha sido un sinnúmero de brutales enfrentamientos entre estos grupos, que sumen en la violencia a las regiones donde tienen lugar y afectan también a civiles inocentes. "Estas nuevas organizaciones de sicarios que antes pertenecían a narcos, ahora creen que ejerciendo la violencia se pueden abrir campo. Muchos Rastrojos en las regiones están sin plata, listos a lo que salga", dijo a SEMANA un oficial de Policía, experto en estos grupos.
Los demás grupos no han sido ajenos a esta transformación. Un año después de la muerte del jefe del Erpac, Cuchillo, en una operación policial, su sucesor, José Eberto López, Caracho, se desmovilizó con casi 300 hombres. Ahora, ese grupo que controlaba buena parte de Meta, Guaviare y Vichada, está dividido en dos bandos enfrentados, el bloque Seguridad del Vichada, liderado por un antiguo paramilitar de tercera fila, Martín Farfán, Pijarbey, y el bloque Meta, con alias Barrios al frente. Su pelea ha trastornado no solo el mundo del tráfico de drogas (cada grupo intenta cobrar a los narcos por su cuenta o montar sus propios laboratorios) sino la vida de la gente con masacres y asesinatos.
En la Oficina de Envigado el proceso ha sido aún más dramático. Después de las capturas de Maximiliano Bonilla, Valenciano, y Erikson Vargas, Sebastián, sus dos jefes rivales, la guerra que venían protagonizando ha derivado en un enfrentamiento entre el centenar de combos de Medellín que ahora nadie controla y hacen de las suyas intentando controlar desde el tráfico a pequeña escala hasta la extorsión a tenderos. El violento paro que protagonizó el comercio en el centro de Medellín, en septiembre, tiene este trasfondo. Hasta la caída del Loco Barrera, que entregaba dinero a varios de estos grupos (en Meta, como él mismo lo dijo, pagaba a Cuchillo 2.000 millones de pesos mensuales para que la extorsión no le 'calentara' la zona), dejó un espacio que ahora llena el caos.
Esta anarquía es lo que está detrás de las explosiones de violencia que han sacudido este año a varias regiones del país (ver mapa). Un alto oficial que pidió no ser identificado dice: "Se viene una oleada de violencia que, al comienzo, va a ser muy difícil de controlar y va a afectar mucho a la ciudadanía porque hace mucho ruido. Las autoridades tienen que cambiar de chip: de perseguir capos destacados y grandes grupos organizados, hay que pasar a hacer inteligencia a cientos de pequeños grupos repartidos por todo el país. Un desafío gigantesco".
Lo más preocupante, quizá, para el Estado y la sociedad, es la perspectiva. Estos no son bandidos de pistola y cuchillo. Todos estos grupos, incluso una banda menor como la que protagonizó la masacre de Santa Rosa, disponen de armas largas, granadas y a menudo armamento pesado como ametralladoras. El conflicto armado ha dejado en el mercado una inmensa cantidad de armamento, barato y fácil de conseguir. Uno de los datos más preocupantes en las estadísticas oficiales es el aumento en las incautaciones de grandes cantidades de fusiles. Entre la Policía y el Ejército, este año se han incautado más de 2.000. Y muchos de esos decomisos, hechos por todo el país, son de parques de más de 100 armas largas.
Esto tiende un nubarrón sobre el futuro. Aun si se pacta la paz con las guerrillas, el posconflicto colombiano puede ser tremendamente violento. La violencia delincuencial de hoy es un augurio siniestro de la que puede marcar la fase en la que ya no haya conflicto armado. Muchos de los integrantes de estos grupos vienen de la guerra. Conocen sus métodos y su degradación. Disponen de sus armas. Y no tienen escrúpulos en usar todo ese arsenal técnico y de terror al servicio de las actividades criminales. La actual desbandada de las bandas es quizás el principal desafío que enfrentan a futuro el Estado y la sociedad colombianos.
Arde el puerto
Los 40 muertos que hubo en Buenaventura en octubre dispararon todas las alarmas.
El pasado 6 de noviembre el defensor del Pueblo, Jorge Armando Otálora, publicó un comunicado que a pesar de su gravedad pasó prácticamente inadvertido. El documento fue expedido a raíz de la amenaza de muerte contra un funcionario del sistema de alertas tempranas de esa institución, quien a final de agosto redactó un informe en el que advertía a las autoridades sobre la inminencia de graves hechos de violencia en el puerto de Buenaventura.
“En la zona urbana, los integrantes de los Rastrojos, las Farc, y los Urabeños, profieren amenazas contra líderes y organizaciones sociales, perpetran homicidios y atentados, establecen normas de convivencia, restringen la movilidad de los pobladores en los barrios, controlan los precios e imponen tributos al comercio legal, cobran extorsiones, controlan el microtráfico y la prostitución, administran las empresas de sicariato y practican la tortura y el degollamiento”, decía el informe, fechado el 23 de agosto, que motivó la amenaza y la protesta de Otálora. La advertencia no estaba equivocada.
Solo en octubre, el puerto registró 40 homicidios, casi la mitad del total del año. En ese mes hubo 35 balaceras, muchas a plena luz del día; aparecieron tres cuerpos de jóvenes desmembrados y 1.287 familias, de los 362.000 habitantes del puerto abandonaron la ciudad. La Diócesis de Buenaventura envió una desesperada carta al presidente Juan Manuel Santos: “El miedo se ha inoculado en cada célula de la población”, decía, denunciando que todo era producto de un enfrentamiento entre dos grupos, la Empresa y los Urabeños, por el dominio de zonas de desarrollo portuario, rutas de narcotráfico y recursos minerales.
Lo que ocurre en el puerto es el más reciente capítulo de una confrontación que comenzó hace meses en Cali y se extendió a todo el Pacífico. Hasta hace un año esa zona era dominada por un ejército de 1.500 sicarios de la banda los Rastrojos. Con la entrega de sus máximos jefes a Estados Unidos, los Rastrojos se trenzaron en una guerra interna durante meses que se caracterizó por masacres y deserciones de integrantes que crearon sus propios grupos en municipios que iban del norte del Valle a Tumaco. En Buenaventura, estaban aliados con el tradicional grupo de delincuencia local conocido como la Empresa.
La facción de los Rastrojos que lidera desde la cárcel Diego Rastrojo, se unió a conocidos capos del Valle como Martín Bala, el Negro Orlando y Chicho Urdinola, para enfrentar en el puerto, entre otros, a César, quien ahora dirige la Empresa (esta alianza ha asolado, además, varias ciudades del norte del Valle, lo que ha dejado rastros sangrientos como los decapitados de Tuluá). Para completar el caos, la banda rival de los Urabeños ha aprovechado para meterse a Buenaventura, hasta ahora sin éxito, pues muchos de sus hombres han sido asesinados.
Entre todos estos grupos y las Farc, hace tiempo asentadas con sus milicias en Buenaventura, han convertido el principal puerto del Pacífico en un infierno de muertes y extorsiones, que se extiende hasta Tumaco y el Medio Baudó, en el Chocó.
La explosión de la costa
A punta de granadas que siembran el terror entre la población, los Urabeños se expanden por el litoral Caribe, desafiando múltiples bandas locales.
Poco antes de las nueve de la mañana del pasado 24 de octubre un joven de 16 años de edad lanzó una granada contra un supermercado en Santa Marta. Tres personas murieron, entre ellas una niña, y media docena terminó herida. El ataque, atribuido al no pago de una extorsión a los Urabeños, fue un sangriento recordatorio a los habitantes de la capital del Magdalena que han sentido con particular rigor este año la disputa entre bandas. En los primeros días de enero el país vio asombrado cómo una serie de amenazas obligó al comercio de Santa Marta a cerrar sus puertas durante dos días. Esa acción marcó la turbulenta llegada de los Urabeños a una zona en donde ya había otras dos bandas enfrentadas.
El hombre encargado para esa misión se llama Melquisedec Henao, alias Belisario. Es primo de don Mario. Estuvo con él en el bloque Centauros de los paramilitares y, tras la desmovilización, en 2004, escapó a Urabá, donde fue uno de los fundadores de los Urabeños. Belisario, que tenía bajo su mando a 150 hombres, fue capturado en octubre. Pero durante todo el año se había enfrentado en Santa Marta con otros dos grupos más pequeños por el control de la Sierra Nevada, clave para los embarques de droga: los Giraldo, conformados por familiares y personas cercanas al extraditado jefe paramilitar Hernán Giraldo, y los Paisas. Este último grupo, fragmentado tras la captura de Valenciano, en Venezuela, terminó absorbido por los Urabeños.
Con la caída de jefes nacionales y locales de todos estos grupos, la guerra entre ellos en Santa Marta no ha hecho sino arreciar, con devastadoras consecuencias para la seguridad local. Pero los Urabeños no se limitan a la capital del Magdalena. Han emprendido una sangrienta expansión por el litoral caribe.
En Barranquilla persistía una disidencia de los Paisas, conformada por la unión de varias bandas barriales, que los Urabeños terminaron por aniquilar o absorber. Luego se enfrentaron a una facción de los Rastrojos, también formada por pandillas locales, como los 40 negritos y los Grasas, dedicados al microtráfico y la extorsión en varios barrios de la capital del Atlántico y municipios vecinos. Las disputas en Barranquilla entre todas estas facciones dejan una cifra de 300 asesinatos hasta noviembre y tienen a la población aterrada por la inseguridad.
Pero si lo ocurrido en Santa Marta y Barranquilla es grave y ha ocupado los titulares de los medios, no menos inquietante es lo que ha pasado en La Guajira. Entre enero y septiembre de este año en Riohacha, Maicao y Dibulla se han registrado 20 ataques con granadas de fragmentación. La más reciente estalló en una casa en la capital guajira, dos días después de que otra fue lanzada contra una tienda en la misma ciudad, que dejó dos personas heridas. Tras estas explosiones están también los Urabeños, comandados por Rigo, que se han enfrentado a la llamada bacrim de la Alta Guajira, en realidad un grupo local de delincuentes que lleva varios años en esta región, clave para la salida de drogas. Como en Santa Marta y en otros lugares del país, los Urabeños han impuesto su modus operandi: aterrorizar a sus enemigos –y, de paso, a la población local– a punta de granadas.
La pelea por la frontera
Masacres, asesinatos y extorsiones son la punta del ‘iceberg’ de la guerra que varios grupos y facciones criminales libran desde hace un año en Cúcuta y sus alrededores.
Desde que dos episodios de violencia extrema marcaron la llegada de los Urabeños a Norte de Santander, la situación en Cúcuta y los municipios cercanos es tan complicada como explosiva.
El 29 de mayo y el 7 junio, los Urabeños, comandados por Carlos Palencia, alias Visaje, asesinaron en el municipio de Villa del Rosario a diez de sus antiguos compañeros que no quisieron seguir con ellos. Ahora, están enfrentados con los Rastrojos de alias Palustre (parte de la facción que comanda Diego Rastrojo desde la cárcel), que mantienen una alianza con un grupo delincuencial muy antiguo y conocido en Cúcuta llamado los Pepes. Estas bandas disputan las actividades criminales con pequeños grupos emergentes como el Bloque Fronteras y las autodefensas nortesantandereanas Nueva Generación. El debilitamiento de los Rastrojos, que hasta hace poco tuvieron el control de la región, ha abierto el espacio no solo a la ambición de los Urabeños, sino a la de bandas locales que han disparado la extorsión y no vacilan en recurrir a la violencia para abrirse campo. Entre enero y noviembre van 383 homicidios, 72 más que en el mismo período del año pasado. Muchos familiares de los muertos dicen que las víctimas no tenían relación con las bandas.
Las capturas de miembros de estos grupos se han disparado. El lunes de la semana pasada 35 integrantes de Nueva Generación fueron capturados. De ellos, 25 eran antiguos Urabeños, liderados por dos expolicías, un soldado y una abogada. Una muestra de hasta dónde está llegando la descomposición de las otrora todopoderosas bandas.
Oro y sangre en Antioquia
Tras la ola de violencia en el Nordeste hay una disputa entre los Urabeños y una disidencia de los Rastrojos. Otros grupos pescan en río revuelto.
Desde junio siete masacres ocurrieron en el norte, el nordeste y el Bajo Cauca antioqueño, sin que casi nadie les prestara atención, hasta que se dio la matanza de diez personas en Santa Rosa de Osos, cerca de Medellín, este mes. El nordeste ha tenido una larga historia de violencia, sin embargo, tuvo varios meses de relativa calma debido a una tregua entre los Rastrojos y los Urabeños. Con los reacomodos en esos grupos, el statu quo se rompió y los homicidios se han disparado.
En diciembre de 2011 Urabeños y Rastrojos acordaron repartirse el país. Antioquia, con el bajo Cauca y el nordeste, en particular, quedarían bajo control de los primeros. Sin embargo, con el debilitamiento de la cúpula de los Rastrojos, a comienzos de este año una facción de este grupo, comandada por el Patrón, se negó a cumplir el acuerdo y abandonar el nordeste y se rebautizó como ‘Seguridad Héroes del Nordeste’. Allí están Segovia y Remedios, dos municipios ricos en oro. Los Urabeños emprendieron una ofensiva desde el Bajo Cauca y en la confrontación se produjeron cuatro masacres que sumaron 12 muertes. El 11 de agosto, tres personas fueron asesinadas en un bar en el Bagre, en lo que al parecer fue un ajuste de cuentas entre los mismos Urabeños. En total, en la zona, los homicidios se han casi duplicado este año.
En el territorio, disputado por su estratégica ubicación para el cultivo y tráfico de coca, ahora el mayor interés es la extorsión a la minería. Esta lógica se da, en parte, porque la fuerza pública ha golpeado duramente el narcotráfico en la zona. En los últimos tres meses se han incautado 1.500 kilos de coca, 20.000 galones de insumos líquidos, 6.000 galones de insumos sólidos y se han asperjado 10.000 hectáreas de coca. Paralelamente, el precio del oro, según una reciente investigación de la Universidad Eafit, se ha multiplicado casi por cuatro en una década. “Con la extorsión a la minería legal e ilegal, estos grupos obtienen rentas de 8 millones de pesos por el ingreso de una retroexcavadora y, mes a mes, 4 millones más como cuota. Si se tiene en cuenta que puede haber hasta 15 máquinas por minero, este ‘modus’ delictivo sería más lucrativo que la misma coca y los secuestros”, dice un reporte del Ejército.
El nuevo botín y el resquebrajamiento del control que sobre sus agentes locales ejercían grupos como los Rastrojos y los Urabeños es la mezcla explosiva que ha llevado a los choques entre facciones y a la violencia de los últimos meses en Remedios y Segovia. En otras zonas, pequeños grupos compiten por nuevos nichos ilegales y se atreven a incursionar en terrenos donde antes el control de las grandes bandas era indiscutido.
Esto es lo que parece estar tras la masacre de Santa Rosa de Osos. Las autoridades creen que la cometió un pequeño grupo independiente que se hace llamar Renacentistas, que habría llegado al municipio para extorsionar a finqueros y mineros. El dueño de una finca se demoró en pagar la vacuna y, por esos días fue capturado alias Dieciocho, jefe de este grupo. Como retaliación, él mismo habría ordenado desde la cárcel la masacre. Similar es la explicación que dan las autoridades por otra matanza, en San Roque, el 16 de noviembre, en la que murieron cinco personas, al parecer acusadas por una facción de los Urabeños de pertenecer a una pandilla, los Pechilisos, que robaba madera de la vía férrea.
Medellín en la mira
El fin del poderío indisputado de la Oficina de Envigado ha dado lugar a una racha de extorsiones por parte de combos y pandillas.
La capital de Antioquia es víctima, paradójicamente, de que ya no queda ningún jefe de peso en la célebre Oficina de Envigado. Combos y pandillas sin control se disputan todos los negocios ilegales, lo que ha llevado a una escalada de extorsión generalizada y a sonados asesinatos.
Medellín pasa por un momento crítico. En septiembre, una violenta protesta de comerciantes del centro, en la que al parecer se infiltraron miembros de pandillas, puso al descubierto que la extorsión se ha apoderado de la ciudad. Pagan desde los buses por cruzar de un barrio a otro hasta las tiendas por vender productos básicos. Y, aunque los homicidios han disminuido significativamente en la ciudad desde 2009, la violencia se ha apoderado de nuevo de las comunas 8 y 13 y sus víctimas han sido desde raperos de barrio como el Duke hasta jóvenes desprevenidos que acaban desmembrados por cruzar las líneas invisibles de control territorial que las dividen.
Este ‘desorden’ es producto de los cambios en el mundo del crimen organizado. El último en tener un control completo del bajo mundo fue el narcotraficante y paramilitar de las AUC, don Berna, quien, con una mano de hierro sobre la Oficina de Envigado, mantuvo bajo su órbita a los combos y pandillas. La tasa de homicidios llegó a su nivel más bajo. Con su extradición en 2008, se abrió una lucha por el poder en la Oficina, que culminó en una guerra entre dos grupos rivales, liderados por Maximiliano Bonilla, Valenciano, y Erikson Vargas, Sebastián. La captura de ambos, este año, ha devuelto a Medellín a los tiempos en que, sin control, combos y pandillas hacían de las suyas. Hoy, se disputan zonas de la urbe para extorsión y tráfico a pequeña escala.
Llano en llamas
El oriente del país es escenario de una brutal guerra entre facciones sucesoras de los paramilitares que luchan por una de las más importantes zonas de producción y exportación de cocaína.
El 17 de enero de este año un juez de Tunja le otorgó la libertad a Martín Farfán. Conocido con el alias de Pijarbey, su salida del penal de máxima seguridad de Cómbita sorprendió a muchos. Pese a ser considerado uno de los criminales más peligrosos del país, por el que el gobierno ofreció una recompensa de 1.500 millones de pesos, apenas estuvo tres años preso. En los Llanos Orientales su nombre era tristemente célebre. Pijarbey había sido la mano derecha de Cuchillo, jefe del Erpac, y, no bien salió libre, volvió a reclamar lo suyo.
Con 150 miembros de ese grupo que se habían entregado a la justicia y no pudieron ser judicializados, Pijarvey organizó un nuevo grupo llamado Libertadores del Vichada, y se desató una guerra con otras facciones, entre ellas el Bloque Meta, formado por antiguos aliados suyos, y los Urabeños, que también han llegado a esta región.
Unos 100 hombres del Bloque Meta liderados por Barrios, Tigre y Cumbamba están asentados en Mapiripán la Cooperativa, la Jungla y el Águila, zonas claves para el procesamiento de cocaína. Para quitarles la zona, Pijarbey hizo hace seis meses una alianza con Dairo Úsuga, alias Otoniel, jefe del grupo de los Urabeños, quien envió desde Casanare 150 hombres al mando de Z-5 para unirse a las fuerzas de Pijarbey.
El 18 de junio, en la inspección Chaparral, de Cumaribo, Vichada, cinco personas fueron asesinadas a plena luz del día y otras cuatro quedaron heridas. Se cree que fueron señalados como colaboradores de Pijarbey y que su muerte fue una retaliación por el asesinato de 11 hombres el 15 de febrero en la vereda Murujuy, de Puerto Gaitán, Meta, que marcó la llegada de Pijarbey a los Llanos tras su liberación.
El 20 de octubre, uno de sus hombres lanzó tres granadas en un bar en Villavicencio, y le disparó a un hombre en la cabeza. El ataque dejó 11 heridos y dos muertos, entre ellos un menor de edad. En los primeros 11 días de noviembre, nueve personas fueron asesinadas en Granada. Algunas de las víctimas eran hombres del bloque Meta, como alias Zarco, acribillado el 6 de noviembre. Según datos del comité interinstitucional de alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo, en Granada, Acacías, San Martín y Villavicencio todas las semanas se registran asesinatos producto del reacomodo de estas facciones.
“La situación tiende a empeorar después de la captura de Daniel el ‘Loco’ Barrera. En toda esta zona del Oriente, principalmente Vichada, que es la salida de droga a Venezuela, había laboratorios muy grandes con un solo jefe. Ahora todas las bandas quieren tener su propio laboratorio”, explicó a SEMANA un oficial de la policía antinarcóticos.
De Dosquebradas al Bronx
Por años, las autoridades subestimaron la banda la Cordillera. Hoy se erige como el grupo criminal que domina el Eje Cafetero y se expande incluso hasta Bogotá.
El martes 27 de noviembre, por primera vez en la historia del Bronx, en Bogotá, hubo un enfrentamiento con fusiles, que tiene muy preocupada a la Policía. Para entenderlo hay que mirar al Viejo Caldas.
Durante el auge de Carlos Mario Jiménez, alias Macaco, como jefe del Bloque Central Bolívar (BCB) surgió en el municipio de Dosquebradas, Risaralda, una estructura llamada la Cordillera. Un grupo de delincuentes comunes que controlaban el microtráfico, la prostitución, las extorsiones y el sicariato en Risaralda, Quindío y parte del norte del Valle.
Tras la extradición de Macaco la Cordillera pasó por vendettas, hasta que, a fines del año pasado, alias Tres Caras y Garra ganaron el manejo de una estructura que hoy agrupa 13 bandas barriales de Pereira y 53 en Dosquebradas con 350 integrantes. El tránsito de estos dos hombres es elocuente de la evolución de los grupos criminales en Colombia: hicieron parte del BCB; de allí salieron para los Rastrojos y, desde 2011, se ‘independizaron’. Se extendieron al Norte del Valle y lograron alianzas con los grupos que manejan la zona del Bronx en Bogotá..
Hace seis meses Don Leo, jefe de los Urabeños en el bajo Cauca, fue enviado a tomarse el Eje Cafetero. La lucha entre sus hombres y los de la Cordillera se ha extendido a la capital del país. Los dos grupos que se enfrentaron en el Bronx con armas largas eran, uno, aliado de la Cordillera, y el otro, de los Urabeños. Ni la capital del país se salva de las nuevas modalidades de violencia que está trayendo consigo la reconfiguración de las bandas del narcotráfico.