| Foto: Carlos Bernate

VERDAD HISTÓRICA

Informe Especial: 60.630 desaparecidos

SEMANA presenta en exclusiva la investigación más completa jamás hecha sobre la desaparición forzada en el país. En 45 años, la violencia borró del mapa a miles de personas ante la indiferencia de la sociedad y la desidia del Estado.

19 de noviembre de 2016

Cinco años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando el mundo comenzaba a comprender los crímenes de los nazis en Alemania, el filósofo Theodor Adorno escribió un ensayo titulado La crítica de la cultura y la sociedad, donde consignó una frase hasta hoy célebre sobre los efectos de la violencia extrema en una comunidad: “Después de Auschwitz escribir un poema es barbárico”.

Hoy en Colombia la guerra parece acercarse a su fin, pero la reflexión sobre los traumas que dejará medio siglo de conflicto armado apenas comienza. Solo ahora, tras décadas de odio, dolor y silencio, los colombianos empezarán a caer en cuenta de los horrores que tuvieron lugar en su territorio. Y una de las verdades apabullantes y vergonzosas que surgirán tendrá que ver con una infamia que la mayoría no ha querido ver: la desaparición forzada en el país.

En exclusiva, SEMANA obtuvo acceso a los resultados de la investigación más completa jamás hecha sobre este crimen de lesa humanidad en el país. Se trata de Hasta encontrarlos. El drama de la desaparición forzada en Colombia, un extenso estudio que el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) presentará el martes 22 de noviembre, con el cual el país podría dar un paso decisivo hacia la verdad sobre este delito. Un flagelo que, sin que la mayoría de los colombianos lo hubiera advertido, ha causado daños incalculables a las familias, a las comunidades y al Estado.

El resultado más llamativo del informe es que por primera vez ofrece una cifra consolidada de las personas que entre 1970 y 2015 desaparecieron forzosamente en el país: 60.630. El número es escandaloso y debería sacudir a las instituciones del Estado, a la sociedad y a la comunidad internacional, pues deja claro que, en la historia reciente, este crimen ha sido más fuerte en Colombia que en cualquier otra parte del hemisferio occidental. La cifra está por encima de la de la guerra de los Balcanes en los años noventa y de la de las dictaduras en América del Sur en las décadas de los setenta y ochenta.

La comparación con el Cono Sur sirve también para entender cuán desconocida y aberrante es la desaparición forzada en Colombia. En Argentina se habla de hasta 30.000 casos ocurridos durante la dictadura, pero apenas se han documentado 10.000; en Chile, el registro oficial abarca 3.500 desaparecidos durante el régimen de Pinochet; y en Uruguay la cantidad no supera las 300 víctimas. El caso de Colombia por lo menos duplica al argentino, y es casi 20 veces mayor al chileno y 200 veces superior al uruguayo. Sin embargo, al referirse a la desaparición forzada, una persona educada en cualquier parte del mundo señalaría primero a esos tres países que a Colombia. Y hay un agravante: a diferencia de aquellas naciones, aquí el fenómeno no se dio en medio de una dictadura, sino en plena democracia.

SEMANA recorrió las 423 páginas del informe, habló con expertos, acompañó a víctimas y logró un panorama completo de la desaparición forzada en el país. El trabajo del CNMH pone de presente, con asombro, que, a lo largo de 45 años, cada día tres personas desaparecieron forzosamente en Colombia. Pero el país no es consciente de las tragedias que vivió, muchas veces a la vuelta de la esquina. Como sostiene el director del CNMH, Gonzalo Sánchez, esto muestra que en Colombia quedó “anulada” la habilidad de “sentir empatía” y que esta se convirtió en “una sociedad que no reclama verdad y justicia” y que vive “indiferente frente a lo humano” y “convive con lo inhumano”.

¿Cómo se llegó a esto?

La desaparición forzada como la conoce el mundo nació durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el régimen de Adolf Hitler en Alemania, en un decreto de 1941 conocido hoy como ‘Noche y niebla’, incluyó dentro del repertorio de acciones legales del Estado “la desaparición del enemigo y la negación del conocimiento de su paradero”. La práctica pronto se regó por el planeta y encontró durante la Guerra Fría un caldo de cultivo perfecto en la Doctrina de Seguridad Nacional de Estados Unidos, que exportó a América Latina la lucha del Estado contra el comunismo. La desaparición forzada se convirtió así en un recurso para defender la seguridad nacional, especialmente en Chile donde la dictadura ya producía cientos de desaparecidos y encendía las alarmas en Naciones Unidas.

Esto último no impidió que proliferara, y en los años setenta la desaparición forzada llegó a Colombia por cuenta de los estados de sitio instaurados en esa época para enfrentar las turbaciones al orden público. Poco después, según el CNMH, el Estatuto de Seguridad Nacional del presidente Julio César Turbay “consolidó la autonomía de las Fuerzas Armadas en la lucha contra el ‘enemigo interno’ y la represión de expresiones políticas disidentes”. En ese contexto, “se abrió la modalidad de violencia de la desaparición forzada en el país”.

El CNMH fija a 1970 como el año en el que el fenómeno se inició en Colombia, pues en esa década se convirtió en una realidad, especialmente para los campesinos de Meta y Caquetá. Pero solo el 9 de septiembre de 1977 se presentó el primer caso denunciado oficialmente. Ese día, agentes del Estado detuvieron en Barranquilla a una militante de izquierda llamada Omaira Montoya, de quien nadie volvió a tener rastro. El caso resultó emblemático porque produjo la primera sanción contra funcionarios por desaparición forzada, pero también porque desató una ola que hasta hoy no se detiene. En cuatro décadas, el conflicto desapareció gente en 1.010 de los 1.115 municipios de Colombia.

La larga vida de la desaparición forzada en el país se debe a que esta tomó en Colombia formas no antes vistas. Hasta 1981 el crimen se dio, siguiendo el patrón del Cono Sur, como parte de una macabra estrategia contrainsurgente. Pero pronto empezó a transformarse. Dejó de ser un monopolio del Estado y se convirtió en una poderosa arma que usaron a su antojo y de las maneras más aberrantes todos los actores del conflicto armado, incluyendo a la propia guerrilla. No solo se desapareció para castigar a opositores políticos, sino también para propagar terror y ejercer control territorial, para ocultar la dimensión de un crimen, borrar evidencias, entorpecer investigaciones y manipular estadísticas.

A partir de 1981, los paramilitares marcaron la historia de la desaparición forzada en Colombia y se hicieron responsables de la mayor parte de los casos. A medida que se expandieron por el país, los grupos usaron ese delito, muchas veces de forma sistemática y masiva, para producir terror, hacer sufrir prolongadamente a las personas, alterar familias por generaciones y paralizar comunidades enteras. Entre 1996 y 2005, la época más crítica, la desaparición forzada llegó incluso a adquirir un carácter cotidiano: en esos años, cada dos horas y media una persona desapareció en Colombia.

Hubo desaparecidos en casi todo el territorio, pero la mayor cantidad se concentró en 130 municipios y 15 zonas (ver mapa). Algunas desapariciones, especialmente las colectivas, llegaron a la prensa. Pero la mayoría se dieron en silencio y bajo la perversa idea de que “a cuenta gota no se nota”. Así, en esos 19 años, paramilitares, agentes del Estado y guerrilleros desaparecieron, una por una, a docenas de miles de personas. En el 97 por ciento de los casos que registra el CNMH solo hubo una víctima: casi siempre hombres entre los 18 y 35 años.

Los paramilitares se desmovilizaron en 2005, lo que quebró la espiral de la desaparición forzada en el país, pero no acabó con el fenómeno. Entre 2006 y 2015, en especial los grupos armados paramilitares que han persistido después de desmovilizarse han seguido desapareciendo personas. Además de los falsos positivos.

¡Basta ya!

El saldo de 45 años de desapariciones forzadas es desastroso. Sin que el grueso de la población lo hubiera percibido, Colombia se convirtió en un cementerio clandestino. De un día para otro, campesinos, jornaleros, agricultores, obreros, líderes sindicales, estudiantes, militantes de partidos políticos, defensores de derechos humanos, abogados e investigadores judiciales dejaron de volver a sus casas. Y terminaron no en guarniciones militares y centros secretos de detención como en Argentina y Chile, sino dispersos por todo el territorio, muchas veces en fosas o cementerios anónimos o, incluso, arrastrados por los ríos Cauca, Magdalena, Sinú, Atrato, Caquetá, Guamúez, Táchira y Catatumbo.

En su investigación, el CNMH encontró rastros de la desaparición forzada en hoteles, escuelas, cuarteles, fincas, haciendas, casas, parques, plazas, vehículos e iglesias. También reconoció sus “símbolos abyectos” en lugares como el corregimiento de Puerto Torres, Caquetá; la hacienda El Palmar, en los Montes de María; la finca Pacolandia, en Norte de Santander; y las haciendas Villa Paola y Las Violetas, en Trujillo. Algunos sitios, incluso, adquirieron nombres ignominiosos como la Casita del Terror de San Carlos, Antioquia; las ‘casas de pique’ de Buenaventura; el Chalet de la Muerte en Palmira, Valle, y los hornos crematorios o ‘mataderos’ de Juan Frío, en Norte de Santander.

Hasta hoy, el país ha reaccionado de manera insuficiente a las dimensiones de este horror. Durante décadas, la desaparición forzada no estuvo tipificada en el Código Penal, y por ello investigadores y jueces debieron tratarla bajo la figura del secuestro. Cuando por fin hubo una ley en 2000, el país tardó varios años en crear entidades y mecanismos para reducir el fenómeno. Hoy, como resalta el CNMH, el Estado está ocupado con la desaparición forzada, pero en forma poco articulada. Así, la falta de acción y la ineficiencia han tenido un efecto fatal. Según la investigación, han permitido “consumar la desaparición y garantizar el triunfo del propósito criminal: desaparecer a la persona, eliminar su rastro e impedir su hallazgo; causar daño intenso y duradero a las familias, allegados y comunidades; invisibilizar el hecho y así lograr la impunidad”. A esto debe sumarse, la “cuestionable ausencia de movilización y solidaridad ciudadana”.

Como consecuencia de todo esto, las propias víctimas han debido asumir desde el principio la lucha por sus derechos. Las principales asociaciones que las reúnen han surgido para reaccionar contra una desaparición forzada y, aunque hoy son ampliamente respetadas, han debido soportar durante años la indiferencia de la ciudadanía y el rechazo de las autoridades, pero también la violencia de quienes no quieren que se conozca la verdad.

En medio de las dificultades, las víctimas tienen logros admirables. En la mayoría de los casos, el dolor les ha hecho suspender su cotidianidad y sus proyectos de vida en lo que los expertos denominan “una forma de tortura”: un crimen “pluriofensivo”, de ejecución continua, que causa daños morales, emocionales, psíquicos, físicos y materiales. A esto se añade la violencia que tienen que vivir una y otra vez. En muchos casos, incluso, los allegados de los desaparecidos han sido víctimas de nuevas desapariciones. Pero gracias a su lucha, las autoridades han podido resolver docenas de incidentes y conocer el paradero de cientos de

desaparecidos. Sin ellos, hoy quizá no habría una ley para la desaparición forzada, ni existiría la atención que el Estado actualmente le dedica o el grado de especialización que hoy tienen los funcionarios técnicos para exhumar y tratar los restos y así devolverles un poco de dignidad a los desaparecidos. A la tenacidad de las víctimas, la sociedad también debe agradecer un logro reciente: haber podido llevar el tema a La Habana e incluirlo en el acuerdo de paz con las Farc. Este obliga a ambas partes a tomar medidas inmediatas para buscar a las personas dadas por desaparecidas en el conflicto armado, y al Estado, a crear una Unidad de Búsqueda que de veras permita comenzar a ponerle fin a este drama.

Tras la terminación de un conflicto armado, toda sociedad termina tarde o temprano mirándose a un espejo. Y una de las primeras cosas que los colombianos advertirán cuando lo hagan es la profunda herida que les ha dejado la desaparición forzada, quizás el crimen más impune de todos los que la guerra produjo en este país. Cerrarla dependerá de que lo que suceda con el acuerdo de paz con las Farc, pero también de si el país entero decide salir de su deuda con sus 60.630 desaparecidos y hacerlos una prioridad del posconflicto.