NACIÓN

Don Gu: la huida de un músico que le arrebataba niños al narcotráfico

La vida de Gustavo Colorado es la de cientos de líderes sociales que tienen que dejar su tierra por amenazas y comenzar de cero en la gran ciudad, allí mismo donde no conocen a nadie. Esta es su impresionante historia.

Isabela Puyana*
6 de octubre de 2018
Los ritmos del pacífico le han dado la fuerza a don Gu para levantarse. | Foto: José Guarnizo / SEMANA

Dieciocho horas duró el viaje sin rumbo en el que Gustavo Colorado, más conocido como Don Gu, sintió que una mala sombra lo perseguía. Este músico de 44 años viajaba en la parte delantera de un bus y allí seguía percibiendo el olor a pólvora que quedó impregnado en el ambiente después de que dos tiros provenientes de una pistola nueve milímetros estallaran a la madrugada en la puerta de su casa. Dos hombres lo amenazaron y anunciaron el peligro que corría si permanecía en Tumaco. “Don Gu, de usted depende seguir viviendo”.

Sus manos sudaban, las lágrimas se le escurrían sin intermedios de calma, y un profundo ahogo sobrecogía su pecho. Su familia lo vio alejarse de la casa con nada más que una marimba y sus manos raídas por una vida de percusión. 

Le puede interesar: En Tumaco, el arte le arrebata los jóvenes a la guerra

Mientras perdía su mirada en el amanecer, se preguntaba qué había hecho mal, por qué lo amenazaban si lo único que hacía era enseñarle a los niños las historias de los antepasados con el sonido del bombo y la marimba. No entendía por qué se fijaron en un músico que solo cargaba como armas su instrumento, la pasión por los cueros y el sonido del río.

Don Gu tuvo fiebre tifoidea a los cinco años, lo que le impidió desarrollar su pie derecho. Desde entonces se le dificultó caminar, pero esto en lugar de opacar su espíritu, engrandeció sus habilidades como músico. Solo pudo andar hasta los 16 años, y su único consuelo durante la infancia fue la música. Con solo ocho años, Gustavo Colorado se arrastraba por el suelo de la terraza de la casa de su abuela, lugar donde se crio. Desde allí observaba a sus amigos jugar futbol en la playa. Mientras los niños golpeaban la pelota de lado a lado, él escuchaba el sonido de cada pase y lo imitaba dando golpes en el suelo de madera; estos compases distrajeron sus tardes y afinaron su oído.  

Foto: José Guarnizo.

Esos ritmos fueron los que le dieron fuerza para levantarse. Fortalecieron sus piernas y desarrollaron movimientos que permanecían dormidos. La música lo acercó a los jóvenes del sector, y así dejó de ser el ‘cojo’ del lugar, como cuenta con dolor que lo llamaban: “uno, dos, tres, cojito ven, tomá la pata y tomá café”. Con el tiempo, comenzó a ser un líder que arrastraba a la juventud de Tumaco por el camino de la música. Con la misma fortaleza con la que Don Gu empezó a caminar y a enseñar, un día también rompió el silencio y habló sobre la problemática de su barrio.

El precio más alto que ha tenido que pagar por luchar por su tierra llegó el 15 de marzo luego de aconsejar a su vecino para que dejara de vender droga y regresara al oficio de ‘conchar’. Más de 5.000 tumaqueños viven de este trabajo; es una de las principales fuentes de empleo de la zona. Por limpiar conchas durante jornadas extensas, a los trabajadores les queda entre 1.200 y 2.000 pesos por hora. La remuneración por este esfuerzo no se compara con el dinero que deja el negocio del micro tráfico y la coca en Tumaco.

Tumaco produce actualmente 27 toneladas métricas de cocaína. Solamente teniendo en cuenta lo que se paga por cocaína en Colombia, el negocio vale unos 180 millones de dólares al año. Esta suma es más de dos veces el presupuesto público de la ciudad.

Pero Don Gu siempre ha creído que la riqueza no está en unos billetes de más, sino en las tradiciones de su tierra y en la familia y eso no lo detuvo cuando vio la situación de su vecino, quien desesperado por dinero, comenzó a traficar. “Vecino, como es de lindo estar en familia, compadre, mire cómo se ve de feliz, tranquilo, lo que usted está haciendo lo hace sin pensar en sus hijos”, cuenta Don Gu que fue el consejo que le dio a este hombre, padre de una niña de tres años y otro de once.  El vecino arrepentido y temeroso habló con los distribuidores que le hacían llegar la droga y quiso detener el negocio. Al otro día, Don Gu preguntó por él, pero había huido al Ecuador. 

Puede leer: La paz incompleta: el regreso de la violencia a las zonas que dejaron las Farc

Fue en ese momento que Don Gu, músico y líder social del puerto, reconoció que corría peligro. Fue a su casa con el paso más acelerado que sus piernas le dieron, y cuando cruzó la puerta, se fijó que un panfleto que decía: “Don Gu, los sapos se mueren”. 

Gustavo Colorado nunca pensó que debía partir y dejar a sus hijos Queiner y Adriana Lucía, y a su esposa Maryuri, la mujer que se enamoró de su talento, carisma. Juntos habían invadido un terreno, cargaron bultos, carretillas pesadas, levantaron muros y construyeron ese hogar que Don Gu terminaría abandonando. 

Dos días después de que el panfleto fuera lanzado por la puerta de su casa, de ver el llanto de sus hijos, tuvo el coraje de salir para sobrevivir. Un hombre de su barrio conmovido por la situación le entregó 50 mil pesos y lo llevó en su moto por la vía Panamericana, que va de Tumaco a Pasto.  A la madrugada, se montó en el primer bus que pasó, y de ahí en adelante se repetía así mismo: “estoy vivo de milagro”.

Cuando llegó a la terminal de Pasto, sin dinero y pocas fuerzas, se acercó a un hombre que describe como un ángel a su paso: “Le hablé, era un señor costeño que iba para Barranquilla. Él vio la preocupación en mi cara y escuchó lo que me había pasado, yo no sabía a dónde ir, no sabía qué hacer, pero él me llevó a comprar un pasaje para irnos juntos y me ubicó. Me acercó a la taquilla mientras intentaba tranquilizarme”.

Don Gu preguntó en el mostrador por el precio del pasaje, un viaje que se detiene en otros destinos y que cuesta 145 mil pesos. Sorprendido por el precio, comenzó a llorar por primera vez después de su huida. La cajera lo vio desesperado, llorando. “Ella se sintió impotente y me dejó el pasaje en 95 mil pesos; pero yo no tenía ese dinero, entonces el mismo ángel, ese hombre costeño que me acercó a la taquilla, vino y pagó por mi pasaje”.

Al llegar a su destino en el bus, lo primero que llamó la atención del músico fue el color gris y el cemento que dominaban el paisaje. Las formas onduladas de los puentes, y los grandes edificios le indicaron que no se encontraba en la costa, a donde creía que llegaría. El frío que paralizó sus piernas y brazos lo despertó, sabía que estaba en Bogotá. Los pasajeros que lo vieron un poco desorientado le recomendaron que se bajara en la capital, porque ahí encontraría más oportunidades. Desesperado por hallar algún lugar y un asomo de tranquilidad, ahí se bajo.

El tamaño del terminal lo aterró. Nervioso y sin abrigo, durante más de una hora, se quedó parado mirando cómo las personas iban y venían. Sentía que la multitud era fría, que no cruzaban la mirada, que ni sonreían. Recordó a sus amigos de Tumaco y cómo era la gente antes de que el narcotráfico deformara la cultura que preservaban los ancestros tumaqueños: “La gente era generosa, las puertas estaban abiertas para todo el que llegaba de lejos, siempre querían mostrar lo mejor de nuestra raza, los vecinos eran hermanos, se apoyaban, se abrazaban, todos trabajaban por conseguir lo mínimo, se vivía de la concha, del pescado y de la tierra, pero éramos ricos”.

A principios de los 90, con el crecimiento de la producción y tráfico de coca, se transformaron las costumbres en Tumaco. Los campesinos, acostumbrados al trabajo duro, cayeron en la cultura del dinero fácil. Vendieron sus terrenos, y en donde estaban sus cultivos tradicionales -el coco, el plátano, y en especial la palma africana-, comenzaron a sembrar coca. 

El abandono del estado, la falta de comunicación y de vías, las condiciones imposibles de salubridad por la ausencia de hospitales y de agua potable, desataron escenarios de vida tan complicados que las personas no tenían más opción que trabajar en el cultivo y la distribución de coca. Los delincuentes se aprovecharon de ellos. Y donde antes todos se conocían, todo lo compartían, donde curaban el hambre del vecino y bailaban los arrullos de sus muertos; ahora no había nadie en quién confiar.

Don Gu seguía ausente entre la multitud y el frío de la capital hasta que un hombre joven que llevaba un tiempo viéndolo y que se dio cuenta que podría estar perdido se le acercó. Tomó su brazo para hacerlo reaccionar y le ofreció ayuda. “Estoy huyendo, mi hermano, no tengo a nadie”, fueron las primeras palabras que salieron del músico en el terminal de Bogotá.  Ese joven le mostró la oficina para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas, donde finalmente pudo descargar su historia. 

Inició su relato hablando de su infancia, de su enfermedad y, en medio del llanto, recordó el momento exacto en que reconoció la violencia en Tumaco. Una tarde, mientras ensayaba y tocaba el bombo en el parque de su barrio, atrayendo a los niños que bailaban y cantaban al ritmo de la percusión, se escucharon tiros. Don Gu alcanzó a tomar la mano de dos de ellos y, arrastrándolos, caminó con dificultad hasta encontrar un refugio. Una madre y un hijo fueron asesinados. Después de ese día la gente se silenció. 

“La tecnología, los televisores, las reformas de las casas, las motos y la droga que llegaron con los delincuentes comenzaron a atropellar la mente de la gente. Se volvieron ambiciosos, se olvidaron de las familias, de la juventud, de los amigos. En Tumaco se repitió lo que los españoles nos hicieron cuando nos colonizaron, le dieron espejos a los indígenas para confundirlos y robarles sus riquezas, a nosotros nos hicieron lo mismo, nos quitaron nuestra riqueza a punta de celulares”, dice Don Gu.

En el registro de la Personería de Bogotá en la terminal de buses quedó el testimonio de Gustavo Colorado ese 16 de marzo: “El señor manifiesta que desde hace catorce años realizaba una labor social en los barrios La Ciudadela, Esfuerzo 1 y Esfuerzo 2, con jóvenes y niños, con muchachos drogadictos, haciendo danza, música y artesanías. Él les enseñaba a tocar los instrumentos tradicionales como el cununo, la marimba, el bombo y la waza. Don Gu, como lo conocen en Tumaco, guardaba en su casa los instrumentos, los trajes y herramientas para que los jóvenes las utilizaran siempre de manera gratuita y sin ánimo de lucro. Además lo contrataban para hacer trabajos de carpintería, y dictaba clase en el polideportivo donde tenían contratadas directa e indirectamente a trecientas personas (el señor relata los sucesos y llora)”.

Don Gu terminó su historia hablando sobre su mayor preocupación en Tumaco: los jóvenes y la falta de oportunidades que tienen para acceder a la educación. Los grupos al margen de la ley encontraron atractiva la zona por la cantidad de muchachos sin oficio y los comenzaron a reclutar para manejar el negocio del microtráfico, las extorsiones, robos y homicidios. Así, sin metralletas ni nueve milímetros bajo la manga, sino con música e iniciativas culturales, Don Gu se volvió el mayor enemigo de las bandas criminales en Tumaco. 

Los niños participaban en las actividades que Gustavo proponía en el patio de su casa. “En muchos casos, yo invitaba a los jóvenes que sentían débiles de mente y desviados del camino a mi propia casa, a que sintieran calor de hogar y a compartir un pargo encocado para que reconocieran que sin lujos también podían ser felices”. En más de trece años de labor social, este músico salvó la vida de más de trecientos jóvenes.

Angustiado, después de su declaración en la Personería en la terminal, Gustavo pensó que dejar a su familia había sido un error: “El cazador va detrás de la presa grande, pero si no la alcanza, va por la manada indefensa, y no se queda sin cazar”. Pensar así lo motivó a pedir medidas de seguridad para él, su esposa y sus hijos, pero Bogotá no le ofreció esa protección. Solo podían darle unos días en un albergue mientras se adaptaba a la ciudad.

Don Gu llegó a dormir a un refugio de la Cruz Roja, en un diminuto cuarto que debió compartir con tres desplazados más de otros rincones del país. Tenía derecho a un chequeo básico de salud y a tres comidas, pero carecía de abrigo y ropa limpia. Algunas veces al día hablaba por teléfono con Maryuri y ella siempre le anunciaba alguna tragedia: que habían matado a alguien del barrio, que habían amenazado a algún joven amigo de sus hijos. Se sentían en peligro. Y en el albergue solo se pudo quedar durante de dos semanas, a pesar de que le prometieron tres meses de estadía. Muy pronto llegaría el momento de salir sin tener un rumbo fijo. 

Al tiempo, Don Gu se enteró de un taller musical que dictaban en algún lado de Bogotá. Y entonces se presentó en el lugar sin saber exactamente qué podría salir de ahí. Cuando pudo tocar el bombo, fue el centro de atención. El rebote de sus manos sobre los cueros hizo estremecer a los asistentes y ese mismo día lo contrataron para que cada martes le enseñara a jóvenes y niños. Fue así como logró reunir unos pesos para traer a su familia y conocer más la enorme ciudad en la que terminaría viviendo. 

Ahora Don Gu está parado en el centro de la plaza de Bolívar. Lleva puesta una camiseta blanca, un buzo gris a cuadros, un jean y zapatos negros desgastados. Su cara es de terror y asombro al mismo tiempo. Parece que lo abruma el tamaño de los edificios, la imponencia del poder representado en las moles de concreto. Don Gu se queda en silencio, con la mirada perdida y es entonces cuando dice, “Bogotá lo tiene todo, pero le falta el mar”.

*Especial para Semana.com.