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Colombia en el laberinto de las drogas
Al récord histórico de cultivos de coca y exportaciones de droga, se suman la desesperación de alcaldes acorralados por el microtráfico y el drama del aumento en el consumo de drogas en menores y adolescentes. ¿Cómo se llegó a este punto? ¿Qué se puede hacer?
La noche del martes 4 de septiembre el presidente Iván Duque recibió una visita inusual. Cuando apenas ajustaba un mes en el poder, sacó tiempo de su apretada agenda para recibir en el salón Obregón de la Casa de Nariño a un desconsolado padre de familia. Durante más de una hora el hombre le contó al mandatario, y a algunos de los asesores que lo acompañaban, el infierno que él y su familia padecen desde hace algunos años debido a los problemas de adicción a las drogas de su hijo de 17 años de edad.
El hombre contó cómo desde temprana edad su hijo terminó metido en ese mundo. Duque lo escuchó con interés e incluso compartió anécdotas de sus épocas de adolescencia, cuando los vecinos del barrio donde vivía en el norte de Bogotá se unieron para expulsar de los parques a los expendedores de droga.
Además de escuchar de primera mano el testimonio de una de las miles de familias víctimas del microtráfico, la reunión le dio aún más argumentos al mandatario para insistir en una iniciativa que anunció pocos días antes con el fin de combatir el creciente fenómeno, que desató una gran polémica nacional. Se trata de un proyecto de decreto que permitiría a la Policía decomisar y destruir cualquier tipo de droga que porte una persona, la llamada dosis mínima o dosis personal, autorizada por la Corte Constitucional desde 2012.
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Casi simultáneamente, la Fiscalía General anunció los resultados de una de las más grandes operaciones realizadas recientemente contra el microtráfico. Esa investigación terminó con la captura de 162 personas entre estudiantes y expendedores, conocidos popularmente como jíbaros, que involucró a 25 colegios y cuatro universidades en 15 departamentos como Antioquia, Bolívar, Cundinamarca, Magdalena, Norte de Santander y San Andrés, entre otros, además de las ciudades de Cali y Bogotá.
Hay más de 200 hectáreas de coca cultivadas en el país. La producción de cocaína supera las 800 toneladas anuales.
Por medio de agentes encubiertos del CTI, la Fiscalía logró llegar hasta el círculo central de las redes de tráfico de estupefacientes de las universidades en la capital de la república. Durante seis meses se infiltraron y se relacionaron con los estudiantes, asistieron a sus fiestas e identificaron a los jefes de algunas de las organizaciones de narcomenudeo, conformadas por personas externas a los centros educativos y por estudiantes de diferentes facultades, algunos en etapa de pasantías.
Microtráfico, un problema mayor
Esa operación, más allá de coincidir con la propuesta presidencial, es un intento por responder al grito desesperado que desde hace meses vienen lanzando los alcaldes de todas las ciudades del país. Ellos han visto cómo se han elevado en forma alarmante los niveles de consumo de drogas en sus municipios, principalmente entre menores de edad a quienes los jíbaros acechan cerca a los colegios para regalarles dosis de droga con el fin de convertirlos en clientes.
A mediados de junio los ministerios de Justicia y Salud publicaron el último informe de consumo de sustancias psicoactivas en población escolar en Colombia, con unos resultados muy preocupantes. Revela que mientras que el consumo de alcohol y tabaco en niños y adolescentes bajó, el de sustancias ilegales, incluidos el éxtasis y la cocaína, va en aumento. De acuerdo con ese documento más de 500.000 estudiantes de colegio, entre los 12 y los 18 años, han consumido drogas por lo menos una vez.
El 37 por ciento de los 80.000 estudiantes entrevistados en esta investigación contaron que la marihuana encabeza la lista de las sustancias más fáciles de conseguir. Le siguen el bazuco con 13 por ciento, la cocaína con 12 por ciento, los inhalables con 8 por ciento y el éxtasis con 7 por ciento. No menos espeluznante resulta que la edad promedio de los niños al involucrarse con el mundo de las drogas ha disminuido incluso hasta los 10 años de edad (ver gráficos).
“A todos nos preocupa que el país hoy está literalmente inundado en droga. Y esa droga está llegando a todos los rincones y una sola persona adicta a las drogas es una gran tragedia para la sociedad”, dijo el presidente de Asocapitales, el alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, el 18 de junio en una reunión de la mayoría de los burgomaestres con el presidente recién electo. Las estadísticas son alarmantes. Planeación Nacional reveló un informe según el cual Colombia tenía 1.400.000 consumidores y drogas ilícitas en 2015. La DEA por su parte estima que para finales de 2018 esa cifra estará alrededor de los 2.200.000 consumidores.
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Ese grave problema no es el único. No menos grave resulta que los índices de violencia y homicidios también se han disparado en ciudades como Medellín o Cali por cuenta de las disputas y vendettas entre las organizaciones dedicadas a traficar drogas.
Duque escuchó los llamados de los alcaldes, que reclamaron medidas urgentes. Justamente el presidente propuso la semana pasada decomisar la dosis personal, una de las medidas de choque planteadas en esa reunión. (Ver artículo siguiente).
¿Cómo llegó el país a esto?
El tema del microtráfico es tan solo una de las aristas del complejo panorama que enfrenta con una ironía de fondo: cuando Colombia logró la paz con las Farc, el crimen organizado entró a copar y capitalizar los espacios del posconflicto. Casi de inmediato se dispararon tanto el número de hectáreas cultivadas de hoja de coca como la cantidad de toneladas de cocaína, que llegó a niveles nunca vistos, lo que demostró nuevamente la dificultad en la lucha contra las drogas (ver gráficos).
Hace tres meses el entonces ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, anunció que Colombia había llegado a las 180.000 hectáreas de coca sembrada. Esa cifra oficial resultaba escandalosa, pero la realidad era mucho peor. Pocas semanas después la Casa Blanca reveló que, según la medición del gobierno estadounidense, el total alcanzaba 209.000 hectáreas con hoja de coca. Y aunque aún no se conocen las cifras del Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (Simci) de las Naciones Unidas, los números estarán por encima de las 200.000 hectáreas. Cualquiera de estas cifras refleja un profundo caos. Un preocupante panorama, social, económico y de nuevas violencias.
Desde hace varios meses el embajador de Estados Unidos en Colombia, Kevin Whitaker, así como los más importantes funcionarios del gobierno de Donald Trump venían manifestando su preocupación por el crecimiento de los cultivos y por la cantidad de cocaína que estaba saliendo de Colombia.
Desde el año pasado ya habían encendido varias alarmas. El Departamento de Estado ubicó a Colombia en un informe como el primer productor mundial de cocaína, responsable del 90 por ciento de la droga que llegaba a Estados Unidos. “Los cultivos de coca en Colombia aumentaron un 39 por ciento en 2014 y 42 por ciento en 2015. Pasó a 159.000 hectáreas, uno de los máximos récords. Un aumento de casi un 100 por ciento desde 2013. (...) El número de muertes por sobredosis en Estados Unidos por cocaína en 2015 fue el más alto desde 2007”, se lee en uno de los apartados del documento.
En ese momento el secretario de Estado adjunto para Narcóticos y Asuntos de Seguridad, William Brownfield, exembajador de ese país en Colombia, dijo durante la presentación de ese informe que “estamos trabajando en ese problema, y es serio. Si no llegamos a una solución aceptable para ambos países, vamos a ver problemas políticos y bilaterales”. Las advertencias y las alarmas continuaron.
En febrero de este año la Casa Blanca anunció que ante los incrementos estaba considerando recortar en un 35 por ciento la ayuda económica que ese país brinda a Colombia. Poco tiempo después el secretario de Estado, Rex Tillerson, aprovechó su visita a Bogotá para manifestar personalmente su preocupación frente al tema. En pocas palabras y en cuestión de meses la agenda bilateral se narcotizó al mejor estilo de los años noventa.
Para encarar estas críticas el gobierno colombiano se defendió con los resultados de las incautaciones de cargamentos de cocaína, que han venido aumentando año tras año. En 2017 cayeron en manos de las autoridades más de 400 toneladas. Si bien resulta meritoria la acción de la fuerza pública en cuanto a decomisos, para las agencias antidrogas estadounidenses y los expertos en temas de drogas esa cifra simplemente corrobora las preocupaciones. La razón es simple. Las estadísticas y la historia de la lucha contra el narcotráfico demuestran que lo incautado solo alcanza a cerca del 10 por ciento del total de la droga que se exporta y llega a su destino.
Con la cifra de hectáreas cultivadas ocurre algo similar. “Si el ministro de Defensa afirmó que superamos las 180.000 hectáreas de coca, es porque en realidad estamos bordeando las 300.000. Aunque sea fiable la estimación de un aumento del 23 por ciento en 2017, es necesario recordar que el monitoreo oficial tiene sesgos hacia la subestimación”, afirmó Daniel Rico, uno de los más reconocidos expertos en temas de drogas en el país.
La tormenta perfecta
Las evidencias satelitales no dejan duda sobre un crecimiento significativo de los cultivos. Los sitios más críticos están en Tumaco, Nariño, y Catatumbo, Norte de Santander. Le siguen Guaviare, Bajo Cauca, Caquetá, Cauca y Putumayo. En la mayoría de estas regiones hay actores ilegales como las bacrim y el ELN que se disputan a sangre y fuego el mercado, ahora que las Farc se reincorporaron a la vida civil.
También es significativo el crecimiento en parques nacionales y en territorios étnicos. En los primeros porque las leyes ambientales prohíben fumigar o hacer programas de sustitución. Y en los segundos se requiere hacer una consulta previa con las comunidades para entrar con cualquier tipo de programa sea de erradicación forzada o voluntaria. En los últimos dos años los cultivos aumentaron en estas regiones y se extendieron sin control a otras.
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El país llegó a este punto por varios motivos. Desde 2015 la Corte Constitucional prohibió la aspersión aérea con glifosato, a la que la DEA y las agencias antidrogas consideran la herramienta más efectiva contra los cultivos ilícitos. El nuevo gobierno del presidente Iván Duque ha mostrado en las últimas semanas su interés por reevaluar esa política y regresar a las fumigaciones (ver artículo en la página 28).Pero en realidad no solo la eliminación de esa medida, más allá de las razonables críticas al efecto del glifosato, contribuyó al auge de coca.
No pocos sectores, comenzando por Estados Unidos, relacionan directamente el aumento de los cultivos ilícitos con el proceso de paz. Porque una vez se anunció el punto cuatro de La Habana, muchos campesinos empezaron a sembrar coca para recibir subsidios que el Estado propuso para quienes erradicaran sus cultivos. Esto ocurrió en 2014 y desde esa época se dispararon las hectáreas. En varias regiones algunos denunciaron a las propias Farc por incitar a la gente a sembrar con ese fin.
El consumo interno se ha disparado y se manifiesta por medio del microtráfico que tiene entre sus principales víctimas a menores de edad.
El año pasado la fuerza pública destruyó más de 300 laboratorios de cocaína en todo el país. En esas operaciones las autoridades encontraron otra variable que también ha contribuido al aumento de cultivos y producción: la presencia de carteles de la droga mexicanos que pagan por cultivar. Lo ha denunciado en varias oportunidades el fiscal general, Néstor Humberto Martínez, quien ha señalado que los narcos centroamericanos se han convertido en promotores de cultivos y laboratorios.
Los disidentes de la guerrilla, así como bandas del crimen organizado, como el llamado Clan del Golfo, también han contribuido a la expansión de cultivos por todo el país. Esto ha puesto en riesgo la reincorporación de los combatientes, que terminan seducidos por el dinero de la droga. Un claro ejemplo es el caso de alias Guacho que abandonó las filas de las Farc con un centenar de hombres y controla los cultivos en Nariño, el departamento que hoy tiene la mayor cantidad de hectáreas sembradas. Para no hablar de los asesinatos de líderes sociales que son unas de las principales víctimas de el fuego cruzado en esta economía ilegal, cuya cifra asciende a más de 343 desde 2016, según la Defensoría del Pueblo. Los principales objetivos militares de esta nueva violencia de la droga han sido los líderes de sustitución de tierras y ambientales.
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Como parte de los acuerdos de La Habana el gobierno lanzó un plan llamado Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (Pnis), básicamente, para que los campesinos cambiaran la coca por cultivos lícitos. Esta estrategia no ha dado los resultados esperados. La erradicación forzada que adelantan el Ejército y la Policía tampoco avanzó a la velocidad esperada y los narcos siembran más rápido de lo que los soldados arrancan las matas. Además, la erradicación manual ha tenido la oposición de comunidades que en varias oportunidades se han enfrentado a la fuerza pública para evitar la erradicación a las malas, lo que en cualquier momento podría terminar en una tragedia de grandes proporciones.
Todo lo anterior desencadenó un auge de cocaína impresionante que ha llevado a los narcotraficantes a acudir a todo tipo de métodos para sacar las grandes cantidades de droga que tienen almacenada. El caso más reciente terminó en una tragedia cuando más de 20 personas murieron en un bus accidentado en Ecuador y cargado con 300 kilos de marihuana. Poco antes se conoció el escándalo del narcojet en el cual un grupo de hombres posando de ejecutivos llevó al Reino Unido varias toneladas de droga en lujosas maletas.
La solución a todo esto no es fácil y sin duda es uno de los grandes desafíos para el gobierno de Duque. Colombia está en una encrucijada. Mientras que en muchos países avanza una actitud más liberal frente al tema de las drogas, en especial sobre la marihuana, en el país se habla nuevamente de aplicar medidas contra la dosis personal. Tampoco es fácil determinar cómo castigar a quienes acuden a cultivos ilegales cuando, por ausencia del Estado, solo tienen esa opción para sobrevivir. La solución de legalizar es una alternativa demasiado lejana y poco viable. Por eso, surgen muchas preguntas y muy pocas respuestas en un panorama que, por donde se le mire, no se ve fácil. Pero Colombia tendrá que encontrar un camino.