ENTREVISTA

“El 70 % de las facultades de derecho son de baja calidad”: Mauricio Villegas

Mauricio García Villegas y María Adelaida Ceballos Bedoya escribieron Abogados sin reglas, un libro que muestra la preocupante realidad de la profesión jurídica en el país. Las conclusiones son sorprendentes.

23 de junio de 2019
Mauricio García Villegas. | Foto: foto: juan carlos sierra - semana

SEMANA: Se dice que Colombia es un país de abogados. Ustedes, en su libro, revelan las cifras de esa afirmación: 568 por cada cien mil habitantes. ¿Eso es mucho?

Mauricio García: Algunos sostienen que Colombia es el tercer país con más abogados en el mundo, pero ese ranking tiene problemas porque cuenta como abogado a todos los egresados de una facultad de derecho. En Europa o los Estados Unidos, en cambio, el término abogado se utiliza solo para referirse al litigante. Quizás una mejor forma de apreciar este asunto es comparando el número de graduados de cada profesión. En 2015 se graduaron en Colombia cerca de 14.000 abogados. Entre tanto, ese mismo año egresaron 3.947 ingenieros civiles, 2.354 economistas, 525 zootecnistas y 504 sociólogos.

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SEMANA: En el libro cuentan una anécdota histórica: Simón Bolívar decía que Venezuela era un país de militares y Colombia de juristas. ¿Somos así desde entonces?

M.G.: Sí, desde finales del siglo XVIII el derecho y sus profesionales tienen un peso muy importante en el país. El protagonismo de los abogados es un rasgo de nuestra nacionalidad. Ahora bien, este hecho tiene cosas positivas y cosas negativas. Ha sido la causa de múltiples enredos institucionales que han trastornado el orden de prioridades, impidiendo ver lo social, que es lo que realmente importa; pero también ha permitido un cierto control del poder a través de las formas legales y la división de los poderes. Ha causado abusos y corrupción, pero también ha permitido el florecimiento de la cultura de los derechos y de su protección judicial. Ha alimentado el fetichismo jurídico y la eficacia simbólica, pero también ha empoderado a las comunidades y le ha dado fuerza a la Constitución.

En 2015 se graduaron cerca de 14.000 abogados, 3.947 ingenieros civiles, 2.354 economistas, 525 zootecnistas y 504 sociólogos.

SEMANA: Tal vez la hipótesis central de este libro es que la añorada reforma a la justicia, que tantas frustraciones ha traído, incluso si se hace bien, no servirá de mucho mientras no se resuelvan los problemas de la profesión jurídica...

M.G.: Los recientes escándalos en las altas cúpulas del sistema judicial (cartel de la toga, conflictos de interés del fiscal general, clientelización del Consejo Superior de la Judicatura, etc.) sumados a los problemas tradicionales de ineficiencia y falta de rendición de cuentas, han puesto en evidencia la necesidad urgente de una reforma a la justicia. Nosotros creemos que esta reforma es necesaria, pero insuficiente. Tenemos una profesión con pocas reglas, mercantilizada, sesgada por las clases sociales y con controles estatales muy precarios. Todo esto ha ido en detrimento del valor ético del ejercicio profesional, ha menoscabado su sentido público y ha derivado en la falta de compromiso de los juristas con la justicia y con el Estado de derecho. Lo que sostenemos en este libro, producto de una larga investigación hecha en Dejusticia, es que mientras no se mejore la calidad profesional y moral de la profesión, la justicia seguirá postrada.

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SEMANA: ¿Dónde hay falta de controles?

M.G.: Los controles deben empezar por las facultades de derecho y cubrir todo el ejercicio profesional. Pero en Colombia (y en la mayoría de América Latina) esos controles son casi inexistentes. En todos los países desarrollados los controles son fuertes y las malas facultades no prosperan debido a que sus alumnos no superan los exámenes de Estado después de egresar. Aquí todos los estudiantes que entran salen graduados y todos los que salen entran, casi sin filtros, en el ejercicio profesional. No hay filtros que eliminen a los mediocres. Nuestras facultades de derecho son como feudos que se resisten a la regulación invocando la autonomía universitaria. Este es un problema muy difícil de resolver porque las facultades de élite temen que las facultades de baja calidad les impongan su mediocridad, mientras que las facultades de baja calidad temen que las de élite les impongan estándares de calidad que no pueden cumplir. Los unos le temen a la democracia, y los otros, a la aristocracia.

SEMANA: ¿Y quién controla a los abogados?

M.G.: Luego de la facultad de derecho viene el ingreso a una de cinco subprofesiones posibles (judicatura, litigio/arbitraje, notariado, docencia y función pública), y aquí también carecemos de controles efectivos. En los países desarrollados cada una de estas profesiones tiene requisitos propios y muy exigentes. Para ser litigante en Francia o Alemania, por ejemplo, se necesita pasar por la facultad de derecho y después estudiar por casi dos años para poder aprobar los exámenes de Estado, que son muy difíciles. Para ser juez, los requisitos son aún más exigentes. Por eso, quienes entran a cada subprofesión se quedan ahí para siempre: el juez siempre será juez, el profesor será profesor y el litigante será litigante.

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SEMANA: ¿Es, acaso, esa falta de control lo que explica que los abogados se vean involucrados en tantos escándalos y que por eso mismo tengan tan mala fama?

M.G.: Nosotros creemos que sí, al menos en buena parte. El hecho de que muchos abogados salgan mal preparados es ya un problema grave. El 70 por ciento de las facultades de derecho son de baja calidad.  Lo más preocupante es que muchos de esos profesionales, por falta de controles, estén llegando a los altos cargos del Estado. Pero el problema no termina ahí, porque muchos de los escándalos de corrupción han sido protagonizados por juristas de las mejores universidades del país. Hay deficiencias estructurales. No solo de falta de calidad, sino también de falta de ética.

SEMANA: ¿Cuál es el origen de ese problema? 

M.G.: En buena parte está en el Estado mismo. Primero, por no ser capaz de regular la profesión (desde la educación hasta el ejercicio) ni de exigir que los juristas se autorregulen. Y segundo, por no crear las condiciones para una profesión más igualitaria a través, por ejemplo, de la ampliación de la oferta pública de educación.

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SEMANA: Ser abogado en todo caso es una mejor profesión para conseguir trabajo que muchas otras. ¿Por qué?

M.G.: Justamente porque el derecho es muy flexible. Tiene muchos mercados a su disposición. Quien sale de una facultad de derecho puede, con solo obtener el título, ser litigante o profesor. Muchos hacen eso mientras buscan un cargo público, en la administración o en la justicia. Esto hace que los abogados se muevan con facilidad entre el ámbito de la política, la docencia, los negocios y la administración pública, lo cual ha fomentado el clientelismo, la mediocridad y la llamada “puerta giratoria”. Hoy en día sabemos que un porcentaje importante de los magistrados de las altas Cortes no llegan allí por sus méritos, sino por su capacidad para valerse de las redes clientelistas que se mueven en esas aguas intermedias entre la universidad, la justicia y la política.

"Tenemos una profesión con pocas reglas, mercantilizada, sesgada por las clases sociales y con controles estatales muy precarios".

SEMANA: ¿Usted le recomendaría a un hijo estudiar derecho?

M.G.: Yo no les recomiendo a mis hijos qué deben estudiar. Cada cual escoge lo que quiere y, si deciden estudiar derecho, los apoyo, por supuesto. Tal vez valga la pena aclarar que nuestra crítica no es al derecho, sino a la manera como se organiza la profesión. La solución al mal derecho no es el no derecho, sino el mejor derecho.