NACIÓN
La desaparición forzada: el crimen que atormentó al pueblo nasa
SEMANA reproduce el texto de Lucy Fernández, ganadora del Premio Nacional de Periodismo 2020, donde ella, como indígena, narra una de las tragedias mas dolorosas que ha soportado su comunidad.
Lucy Fernández fue galardonada en la decimotercera edición del Premio Nacional de Periodismo, promovido por SEMANA, por su reportaje ‘El crimen que rompió la armonía en el norte de Cauca‘. En el texto narra cómo la desaparición forzada destrozó a una comunidad y sobretodo, dejó a familias enteras en una zozobra constante.
Aquí el texto completo, publicado originalmente por el medio Verdad Abierta.
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En diciembre de 1985, a Inés Campo de Cruz, indígena Nasa de la vereda Loma Larga, en el municipio y resguardo de Jambaló, la guerrilla de las Farc le desapareció a Tomás, el mayor de sus siete hijos. Han pasado casi 34 años de su desaparición y a sus 89 años de edad, aún espera noticias.
Las múltiples preguntas sobre la desaparición de Tomás le ocuparon los días y las noches; la preocupación invadió su hogar, y se convirtió en la causa de sus enfermedades, y en la responsable del infarto que le quitó la vida a su esposo, quien murió esperando el retorno de su primer hijo.
Como hermano mayor, Tomás se dedicaba a faenas agrícolas y velaba por el bienestar de sus padres y hermanos. “Era atento y de buen carácter”, recuerda Guillermo, uno de sus hermanos. “Cuando éramos pequeños, jugaba conmigo; en la comida lo hacíamos todos en familia, en el trabajo también. Sentía que era como mi papá”.
En su memoria aún está la imagen de aquel martes de diciembre de 1985 cuando Tomás salió de su casa a las dos de la mañana a esperar el bus que lo llevaría al casco urbano de Jambaló. Y no regresó. Pasados los días, iniciaron la búsqueda: “Preguntamos en la comunidad, a los vecinos, a la Junta de Acción Comunal, fuimos a la Policía; incluso, le preguntamos a los grupos armados, pero nadie nos dio razón”, rememora Guillermo y menciona que su mamá dejó de buscar a su hermano porque no sabía leer ni escribir, y tampoco entendía el idioma español.
Sobre lo sucedido, recuerda que, en esa época, “los grupos armados estaban cerca de nuestra casa, como todo era monte, se mantenían por la vereda. Ellos se estaban organizando y buscaban a mi hermano Tomás para que se uniera al grupo, pero él se negó y por eso lo amenazaron”.
Para aquellos años, la Columna Móvil Jacobo Arenas y el Frente 6 las Farc se enfrentaron en varias oportunidades con el Ejército Nacional, el M-19 y el grupo Ricardo Franco, según el registro de hechos victimizantes realizado en 2014 por las autoridades tradicionales del cabildo indígena de Jambaló, llamadas Nej’ Wesx en su lengua Nasa Yuwe. La situación era de constante zozobra para los pobladores.
La UBPD calcula que en Cauca habrían sido desaparecidas por lo menos 1.522 personas.
“Como madre quiero saber la razón de su desaparición, si está vivo o fallecido”, reitera Inés. En su mirada hay un vacío que refleja la perturbación que le genera no saber las causas de la desaparición de su hijo. Ahora, con su cuerpo debilitado por el paso de los años, sólo quiere saber qué pasó para ponerle fin a ese sufrimiento.
Guillermo acompaña a su madre. Sus cinco hermanos trabajan fuera del resguardo. Pese a que han pasado más de tres décadas, aún espera que la Fiscalía General de la Nación les dé alguna razón sobre su caso, aunque la respuesta que le han dado hasta ahora es la misma: “El proceso es lento”.
“Quiero encontrar a mi hermano para que mi mamá no siga sufriendo y pueda descansar”, insiste, a la vez que se queja de que la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas no los incluyó en sus registros debido a la falta de pruebas sobre la desaparición de Tomás.
El personero de Jambaló, Héctor Fabio Idrobo Cerón, cuestiona a la entidad estatal: “Es contradictorio que la Unidad exija pruebas en casos de desaparición forzada cuando la Corte Constitucional y algunas sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos han definido que para esos casos no se exigen estas pruebas porque la persona simplemente la desaparecen y la familia no tiene cómo demostrarlo”.
Se rompe la armonía
En la cosmogonía de los Nasa, la desaparición forzada es un hecho que destruye la armonía de las familias indígenas porque el paso a la vida espiritual de quien muere, tan importante para este pueblo nativo, se ve interrumpido y pierde todo arraigo con la tierra.
Esa conexión tan vital se da desde el mismo momento del alumbramiento del bebé, cuando su madre abre un hueco entre la ceniza de la tulpa (fogón de leña) y allí entierra la placenta y el ombligo que corta la partera.
“La siembra se hace con el fin de enraizar a esta persona con la madre tierra. Al enraizarlo, quiere decir que lo están uniendo, para que permanezca en el territorio porque la familia en el pueblo Nasa es muy unida”, explica Joel Antonio Guetio, sabedor ancestral (Médico Tradicional) del resguardo La Concepción, del municipio de Santander de Quilichao.
De ahí que con la desaparición forzada de un Nasa hay una doble pérdida: física y espiritual, que afecta a su familia y rompe su armonía, pues el espíritu de la víctima queda gravitando y se hace sentir a través del sueño de sus parientes.
“Las personas sueñan a su familiar y sienten que llega, debido a que el espíritu se mantiene allí donde fue sembrado su cordón umbilical”, detalla Guetio. “Existe todo un apego tanto físico como espiritual que es percibido por la familia Nasa. Hay personas que tienen el don de la visión y pueden ver a su familiar”.
Para los Nasa morir significa pasar a otro espacio espiritual donde estará acompañando y guiando a la familia y a su comunidad, pero “en el caso de la desaparición forzada el cuerpo no ha llegado a la madurez plena o ser sabio, y eso significa no dejar que tenga su cambio natural, sino que se acelera y genera un sucio que causa crisis o desarmonía en la familia”, comenta Marcos Yule, exgobernador del municipio de Toribio (2012-2013).
En ese sentido, “la limpieza del sucio”, o desarmonía como lo denomina la comunidad Nasa, se hace a través de la medicina tradicional. “Se abre el camino para que el espíritu de la persona que fue desaparecida forzadamente nos diga para dónde quiere ir porque para nosotros no existe un cielo ni infierno, existen las montañas, las lagunas, los nevados, el volcán”, precisa Guetio.
Cuando se hace este ritual, el espíritu de la persona se aposenta en alguno de esos lugares y de esa manera descansa la familia y las comunidades elaboran su duelo. Si bien la desaparición forzada afectó a los Nasa de manera dramática, hasta el momento no se tienen cifras concretas de cuántos indígenas siguen sin aparecer.
Acción recurrente
Testimonios como el de Inés Campo y su hijo dan cuenta de lo ocurrido en Jambaló, donde la desaparición forzada fue una práctica sistemática de los grupos armados ilegales que operaron en la región. Se sabe que muchas de las víctimas fueron arrojadas a las aguas del río Cauca y enterradas en fosas comunes en lugares montañosos que aún no han sido identificados.
Al igual que Tomás, otro de los espíritus que gravita sin destino alguno es el de Marco Tulio Medina Rivera, desaparecido el 20 de julio de 1991. Su hijo, José Gildardo Medina, integrante de la Mesa de Víctimas de Jambaló, evoca lo ocurrido a su padre: “Él salió para la ciudad de Santander de Quilichao a comprar insumos para la casa y no regresó”.
Pasados los días, sus familiares lo buscaron en los alrededores del municipio, en su sitio de destino y en poblaciones vecinas, pero no lo hallaron. En esas afugias se encontraron con un vecino, quien les comentó que había visto a una persona con las características de su padre cerca del río Cauca, pero no dieron con él.
La búsqueda los condujo a la sede de la Fiscalía en Santander de Quilichao. Allí les informaron que el cuerpo había sido enterrado en el cementerio del barrio Siloé, en la ciudad de Cali. Aunque la familia le reclamó a los funcionarios documentos que confirmaran esa versión, no se los entregaron. Por falta de recursos los Medina no lograron exhumar el supuesto cadáver de su padre y, por la misma razón, tampoco pudieron continuar con su búsqueda.
“Mis abuelos, como no conocían de normas, no pudieron hacer nada”, se lamenta José Gildardo, pero no pierde la esperanza y desde su representación de la Mesa de Víctimas de Jambaló realiza acercamientos que le permiten conocer las rutas para encontrar los restos de su padre, al igual que ayudar con la búsqueda de las demás víctimas que hay en el resguardo.
“En mi condición de representante de la Mesa de Víctimas solo hago incidencia, y a mí han venido otras personas a preguntarme para que los ayude. Por ello hemos realizado acercamientos con la Unidad de Búsqueda de Persona Dadas por Desaparecidas para poder empezar este trabajo de buscar a los desaparecidos”, explica José Gildardo.
Esa Unidad fue creada en abril de 2017 y es uno de los componentes del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición pactado con la extinta guerrilla de las Farc que se plasmó en el Acuerdo de Paz firmado en Bogotá el 24 de noviembre de 2016. Bajo su responsabilidad está la búsqueda de por lo menos 82 mil personas desaparecidas en razón del conflicto armado de las últimas décadas en el país.
Con la agudización de la confrontación armada, la desaparición forzada se tornó cada vez más recurrente en los municipios del norte de Cauca, más allá del resguardo de Jambaló. Uno de los casos que afectó a la comunidad del resguardo de Tacueyó, en el municipio de Toribío, fue el de Israel Vitonás Noscué, secuestrado por desconocidos en la tarde del 30 de octubre de 1999 en una vía de la vereda El Pajarito, del municipio de Caloto, mientras conducía un camión.
Un informe de Amnistía Internacional, fechado el 19 de noviembre de ese año, registró que “según varios testigos, cuatro hombres armados que se identificaron como miembros del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), un órgano oficial de seguridad del Estado, obligaron a Israel Vitonás Noscué a salir de su carro y a entrar en otro vehículo; a continuación, se lo llevaron en dirección a la comunidad vecina de Palo”. (Descargar informe AI)
Esa versión concuerda con la de sus familiares. “A mi hermano lo subieron a una camioneta y lo sacaron de la vía Pajarito al Palo”, recuerda Arquímedes Vitonás, un connotado líder de la resistencia Nasa, exalcalde de Toribío (2004-2007) y considerado Maestro en Sabiduría por la Unesco. Luego del plagio, lo buscó durante tres meses por ríos, montañas y guaduales. En su afán de encontrarlo, contactó al comandante del Frente 6 de las Farc y su respuesta fue: “Búsquelo en los cañaduzales o por el río Cauca”.
No obstante, desistió de la búsqueda, entre otras razones por su calidad de líder y porque pesaban amenazas en su contra. “Como Nasa uno asume el hecho como una cuestión propia, porque uno sabe que está trabajando en la construcción de alternativas y esas son las consecuencias del conflicto”.
Esa pérdida fortaleció a Arquímedes y organizó a la comunidad frente a los padecimientos que les generaba el conflicto armado en aquella época. Sin embargo, Yanile Vitonás, su hermana, espera encontrar los restos de Israel: “Siempre me pregunto la razón de su desaparición, porque mi hermano no era malo. Hasta ahora no me he olvidado de él y mi anhelo es encontrarlo y enterrarlo”.
Los Nasas toman el control
Ante la compleja situación que venían padeciendo las comunidades en el norte de Cauca, las autoridades tradicionales de Jambaló, en aplicación de la Legislación de Autonomía Territorial, expidieron el 10 de febrero de 2000 una resolución mediante la cual reglamentaron las faltas cometidas por los indígenas y, de paso, ratificaron el control de su territorio de manera concertada con autoridades nativas vecinas. (Descargar resolución).
Esta resolución dejó clara su posición frente a los grupos armados: “Las comunidades no permiten el ingreso de menores de edad a ningún grupo armado y además el control de los territorios indígenas será exclusivamente de nuestras autoridades de acuerdo a las leyes de la naturaleza y normas constitucionales y la comunidad. Ningún grupo armado tiene el derecho de solucionar problemas dentro de la comunidad”.
Esas medidas y su puesta en práctica ayudaron a posicionar políticamente a las autoridades indígenas frente a los grupos armados y fue la base para que los demás resguardos asumieran decisiones similares. “Esa resolución fue un instrumento importante porque era asumir el control territorial frente a los actores armados y también en el narcotráfico, que era una de las ramas del conflicto en la zona”, recuerda Arquímedes Vitonás.
Además, fue un mecanismo de control interno para establecer una convivencia armónica en sus territorios, en los que prevalecían los valores de solidaridad, unidad, dominio y autonomía, con el fin de proteger los derechos esenciales de todos sus habitantes y de quienes debían laborar allí. A pesar de esas medidas, el siglo XXI despuntó de manera trágica para las comunidades indígenas caucanas.
Arrecian las desapariciones
La reconstrucción realizada por la Fiscalía de Justicia y Paz estableció que en mayo de 2000 se asentó en el norte del Cauca un nutrido grupo de paramilitares del Bloque Calima de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) que supuestamente pretendía combatir a la insurgencia de las Farc y el Eln con el apoyo de sectores agroindustriales, narcotraficantes de Valle del Cauca y de la Fuerza Pública.
En un extenso informe del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), titulado Bloque Calima de las AUC: depredación paramilitar y narcotráfico en el suroccidente colombiano y publicado en junio de 2018, se detalló que esta estructura armada de las Auc instaló un centro de operaciones “en la zona rural del municipio de Buenos Aires, en especial en la vereda San Miguel, donde existió una base permanente, un centro de mando y un perímetro para entrenamiento”.
Desde esa zona, irradió sus mecanismos de terror a otros municipios de la región y se apoyaron en otra base asentada en la vereda Lomitas, a cuatro kilómetros del casco urbano de Santander de Quilichao, desde donde controlaban la vida cotidiana de sus pobladores.
Parte de las acciones criminales del Bloque Calima se enfocó en los comerciantes indígenas que bajaban a este municipio a comprar víveres y mercancías. Las retenciones ocurrían en los alrededores de una estación de gasolina cerca de la terminal de transporte, donde los paramilitares se camuflaban para identificar a los nativos poseedores de pequeñas tiendas, a quienes acusaban de apoyar a la guerrilla.
Una de sus víctimas fue Saulo Mosquera Fiscué. El 2 de marzo de 2001 salió de la vereda La Fonda, del resguardo de Tacueyó, municipio de Toribío, hacía Santander de Quilichao a comprar la remesa para surtir su pequeña tienda con la que sostenía a la familia. Estando en la estación de gasolina fue interceptado por varios hombres del Bloque Calima quienes le quitaron el dinero y lo subieron a una camioneta. Jamás se volvió a saber de él.
“Al notar que Saulo no llegó a la hora acostumbrada, sus familiares iniciaron su búsqueda. Con el paso de los días se tornaba cada vez más difícil, por lo que le pidieron a Carlos Osvaldo Cuchillo, su cuñado, que continuara esa tarea. “Nosotros recurrimos a la autoridad del cabildo, en ese tiempo estaba Uriel Solarte, y el alcalde Gabriel Paví nos facilitó una camioneta para buscarlo”, recuerda.
La familia también buscó ayuda de la medicina tradicional, según sus costumbres. “Un mayor espiritual realizó varios trabajos y nos dijo: parece que él no está aquí en este mundo, ha pasado a otro espacio, pero su espíritu anda buscando cómo llegar al territorio para que lo entierren en la tierra”, evoca Osvaldo. Pese a ello, guardaban la esperanza de encontrarlo con vida y continuaron la búsqueda.
En ese proceso, Julio Mosquera, padre de Saulo, enfermó de depresión y sufrió un preinfarto. “Él siempre me decía, ‘yerno espero que usted me traiga el hijo’”, rememora Osvaldo y agrega que amplió la búsqueda a los municipios de Buenos Aires, en Cauca, y a Jamundí, Valle del Cauca, pero dejaron de hacerlo debido a amenazas.
La desaparición del comerciante fue denunciada ante la Fiscalía de Santander de Quilichao, pero según sus familiares el proceso no avanzaba. Posteriormente el expediente fue enviado a la Fiscalía 7 Especializada de Popayán que adelantó la investigación por los delitos de homicidio y desaparición forzada.
Aclarar parte de lo sucedido tomó poco más de siete años. En 2009, por declaraciones de postulados del Bloque Calima ante fiscales y jueces de Justicia y Paz, un mecanismo transicional reglado por la Ley 975 de 2005 mediante el cual se juzgó a cientos de hombres y mujeres desmovilizados de las Auc, se determinó que a Saulo lo había matado un hombre conocido con el alias ‘Repollo’, llamado Pablo Antonio Peinado Padilla, por órdenes de Hebert Veloza, alias ‘HH’, comandante de ese grupo paramilitar tras señalarlo de ser un supuesto comandante del Frente 6 de las Farc. Su cuerpo fue arrojado al río Cauca.
Con el paso de los días, la tragedia fue embargando a la familia de Saulo. “Su papá falleció debido a un infarto. A nosotros nos dolió mucho. Eso es muy duro porque hasta lo último, Julio estuvo esperando a su hijo”, comenta Osvaldo, quien no pierde la esperanza de encontrar el cuerpo de su pariente. “Yo le digo a los familiares que debemos encontrar ese cuerpo de Saulo y llevarlo donde está enterrado el mayor que lo estuvo esperando durante mucho tiempo y dejarlos en ese lugar para que ambos puedan descansar”.
Mientras los Mosquera Fiscué vivían su drama, otras familias comenzaban a engrosar la lista de afectadas por la desaparición forzada. El 31 de mayo de 2001, Libardo Méndez Passu y su sobrino Fabian Alexis Méndez Dagua salieron de Jambaló hacia el municipio de Santander. Una vez llegaron al terminal de transportes fueron interceptados por paramilitares del Bloque Calima quienes les pidieron los documentos de identidad, luego los subieron a una camioneta, los amarraron de las manos y, posteriormente, fueron llevados a la vereda Lomitas, a orillas del río Cauca, donde fueron baleados y sus cuerpos arrojados al afluente.
A estos dramas también se sumaron otros más, como el de la familia Zúñiga Zamora. El 16 de diciembre Marta Inés salió de su casa del barrio Santa Inés de Santander de Quilichao a comprar el almuerzo para ella y su sobrina. Por versiones de vecinos, se estableció que la mujer fue bajada de un bus urbano por desconocidos, quienes se la llevaron en una camioneta con rumbo desconocido y jamás apareció.
Años después, por declaraciones de exintegrantes del Bloque Calima ante tribunales de Justicia y Paz se estableció que un hombre conocido con el alias de ‘Fabian’, llamado Omar de Jesús Ojeda, asesinó a esta mujer por órdenes de su jefe, alias ‘HH’, y arrojó su cuerpo al río Cauca desde la vereda Lomitas.
Un sobreviviente
Florentino Guzmán*, comerciante del resguardo de Jambaló, aún recuerda cómo sobrevivió a las atrocidades del Bloque Calima. Para 2001, tenía un negocio pequeño, donde compraba y vendía café. No tenía problemas con las personas, era un hombre tranquilo y próspero.
El 2 de mayo de aquel año bajó en su camión con su conductor y su ayudante a Santander de Quilichao, como era su costumbre, a vender 300 arrobas de café. Con el dinero recibido, pagó algunas facturas, compró lo necesario para surtir su granero y, a su regreso, pasó por la estación de gasolina cerca de la terminal de transportes a surtirse de combustible.
“Eran las seis de la tarde. La plata que nos sobró la metí en los empaques de café. Estábamos tanqueando cuando llegaron dos indigentes y me dijeron que si les daba trabajo y yo les dije que no tenía trabajo para darles”, relata Florentino.
Cuando terminaron de tanquear y se disponían a viajar al resguardo, los dos indigentes sacaron sus armas y apuntaron a la cabeza del indígena. “Nos dijeron: ‘no hagan nada gran hijueputas, porque que si no le volamos la cabeza’”. Florentino iba con su ayudante y su conductor. Fueron obligados a conducir su camión hacia la parte baja de la terminal, saliendo por la vía que conduce a la ciudad de Cali.
“Más abajo nos obligaron a detener el camión, esperamos un rato y llegó un carro de color rojo, marca Mazda, de allí se bajaron dos hombres que se presentaron como las Autodefensas Unidas de Colombia, nos hicieron subir en ese carro y nos llevaron por la vía que conduce a Timba”, recuerda Florentino.
Minutos después llegaron a una zona rural del corregimiento de La Balsa, del municipio de Buenos Aires, donde habían establecido una especie de centro de terror. Así lo describió el periodista Alfredo Molano, actualmente miembro en la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad, en una de sus crónicas: “Los paramilitares establecieron un retén permanente en el puente La Balsa, sobre el río Cauca. La construcción tiene un saliente hecho en cemento que da sobre un profundo remolino. Fue el sitio escogido por el Bloque Calima para sembrar el terror. Allí se llevaba a la víctima amarrada, se paraba sobre el saliente y se le fusilaba a la luz pública; el cuerpo caía destrozado a las aguas y nunca más se volvía a saber del cadáver”.
En ese lugar bajaron a Florentino y a sus dos trabajadores. “Nos hicieron parar a la orilla del río, era un alto, abajo se podía escuchar el río. El lugar era un peladero y había rastro de más personas”, rememora el comerciante, quien conocía las historias que giraban en torno al río Cauca y sabía que los paramilitares usaban la modalidad de desaparecer a las personas tirándolas al caudaloso afluente.
Mientras los tenían amarrados, unos de los paramilitares los insultaba y con gritos les decía que hablaran. “Nosotros le dijimos que de qué vamos a hablar, si no sabemos qué es lo que quieren ustedes”, reclamaba Florentino. En ese momento, le notificaron que debía pagar una ‘vacuna’ de 2 millones de pesos mensuales: “Yo les respondí que podía con 500 mil mensuales, que más no podía; entonces se fueron a preguntarle al jefe”.
El hombre paramilitar dijo que sólo necesitaba a dos personas e, inmediatamente, le pidió al ayudante que se sentara y sin mediar palabra le propinaron dos tiros en la cabeza. Florentino no pudo hacer nada, sólo observó en silencio cómo el cuerpo de su trabajador caía al río Cauca.
“Cuando a uno lo van a matar siente la muerte, porque yo me tocaba la piel y la sentía tiesa, la sangre como que se esponja y lo mismo el cuerpo”, recuerda y agrega que los hombres, para infundir terror, jugaban con las armas cerca de ellos.
Al ver tanta crueldad, Florentino y el conductor del camión decidieron lanzarse al río. “Aquí nos van a matar, comentó mi chofer, y entonces le digo volémonos. En un descuido de los hombres armados, nosotros alzamos el vuelvo y nos tiramos”. Al caer en el agua, el comerciante nadó a lo más profundo y nadó unos metros, pero se le acabó el oxígeno, entonces sacó la cabeza para tomar aire y escuchó que le disparaban de la parte alta.
“Continué nadando y las balas pasaban por un lado, incluso una me alcanzó a rozar en la parte derecha del estómago. Me orillé un poco y me fui quedando quieto, enterré la cabeza y me hice el muerto, fue allí donde dejaron de disparar”. Florentino recuerda que los armados gritaron ‘¡misión cumplida! ¡Ya lo matamos!’.
Del conductor no supo nada, pues con los disparos que tenía que esquivar apenas tuvo fuerza para escapar. El tiempo fue pasando, se hizo de noche y los paramilitares abandonaron el lugar. Florentino permaneció un poco más en el río, se agarró del pasto y se quedó allí un largo rato. “No sabía dónde estaba, todo era oscuro y sentía que los pescados me mordían el pantalón”.
Cuando cogió valor, salió del agua y empezó a caminar entre el monte. Pasó algunos cercos de alambre, tropezó y cayó en una laguna, continuó su recorrido sin saber para dónde iba, pues todo era oscuro. De tanto caminar llegó a un sector denominado San Jerónimo y salió a la carretera. “Empecé a caminar hasta llegar a Santander de Quilichao y a eso de la una de la mañana llegué a la misma bomba de gasolina donde me habían secuestrado. Allí llamé a un conocido que me ayudó a conseguir un carro y me dejó en la casa”.
Florentino le contó a su mujer lo que había sucedido y luego a la comunidad. Los indígenas se organizaron para ir a buscar al chofer y al ayudante, y fueron acompañados por miembros de la Guardia Indígena de Jambaló, Toribío y Caloto. En esa ocasión, no encontraron a nadie. A los pocos días se supo que el conductor había sobrevivido y ya estaba en la casa, pero el cuerpo del ayudante no lo hallaron y dejaron la búsqueda debido a las amenazas de los paramilitares.
Después de lo sucedido, Florentino no volvió a salir de su casa, no podía dormir y cualquier ruido lo alteraba. “Yo me quedé quieto, ya no volví a trabajar con el camión, porque todo lo que habíamos trabajado, lo habíamos perdido en un rato”. Además, le daba miedo continuar por temor a otro secuestro.
El otrora próspero comerciante se refugió en su casa, salía a trabajar cerca de allí en labores agrícolas y regresaba solo a dormir. “Todo lo que me pasó fue infame. Me acusaban de comprar víveres para la guerrilla y eso no era así, porque yo simplemente surtía para mi negocio”. Para aquella época, el granero de Florentino era muy reconocido por el servicio que prestaba a los pobladores de Jambaló, pues les evitaba la ida hasta Santander de Quilichao.
“Fue tan duro quedarme quieto, no pude seguir con mi negocio por temor a estos hombres y con el tiempo me fui resignando, pero los recuerdos los llevo intactos y creo que uno no borra esos episodios sino hasta el día de la muerte”, reflexiona Florentino, quien aún después de 19 años de ocurridos esos hechos, evita pasar cerca de la estación de gasolina de Santander de Quilichao para no revivir el fantasma del paramilitarismo, que le quitó su tranquilidad y a uno de sus trabajadores, quien aún no aparece.
Recuperar el equilibrio
La desaparición forzada, particularmente sobre hechos perpetrados por la antigua guerrilla de las Farc y agentes de la Fuerza Pública, está incluida en la priorización que hizo la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) al abrir el caso N. 005 a través del Auto 078 de 2018.
En este escenario de justicia transicional, pactado en el Acuerdo de Paz, se analiza la grave situación humanitaria que padecieron los habitantes de los municipios de Santander de Quilichao, Suárez, Buenos Aires, Morales, Caloto, Corinto, Toribío y Caldono entre enero de 1993 y el primero de diciembre de 2016 como consecuencia de la confrontación armada.
En el norte del Cauca esperan que esa labor, que también deberá incluir a la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidos, se adelante bajo un enfoque diferencial, lo que implicará realizar un protocolo que permita evidenciar los impactos de este crimen sobre las comunidades indígenas desde su dimensión cosmogónica.
Si bien el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), que representa a 126 cabildos y 11 asociaciones de cabildos de los pueblos Nasa, Misak, Yanacona, Kokonuko, Eperara– Siapidara, Totoroes, Kisgo, Inga, Ambaló y Polindara, preparó un informe general sobre los hechos victimizantes que afectaron a las comunidades que ya fue enviado a la JEP, continúa recopilando información para alimentar una base de datos sobre las víctimas de desaparición forzada y otros hechos victimizantes.
“En el 2018 logramos sacar un informe general de las afectaciones a la vida de los diez pueblos indígena del Cauca y allí se establecieron varios temas, como asesinatos, desapariciones forzadas, reclutamiento a menores y delitos sexuales en el conflicto armado”, detalla Jhoe Nilson Sauca, coordinador de derechos humanos del CRIC, quien dice que también han tenido acercamientos con la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas para abordar los casos con indígenas y la existencia de posibles fosas comunes.
Cifras recientes de esta Unidad indican que en el departamento del Cauca habrían sido desaparecidas por lo menos 1.522 personas, de ellas 137 se registraron en Santander de Quilichao; 108 en Buenos Aires y 91 en Corinto, que corresponden al norte del departamento.
Cada caso registrado refleja la atrocidad de un delito cometido durante la confrontación armada y es un hecho que por sus efectos permanece en la memoria de las familias afectadas, tal como lo evidencian los testimonios de Inés Campo de Cruz; José Gildardo Medina; Carlos Osvaldo Cuchillo; Arquímedes y Yanile Vitonás; y el revelador suceso de Florentino Guzmán.
¿Por qué lo desaparecieron?, ¿cómo sucedió?, ¿pidieron ayuda?, ¿cuáles fueron sus últimas palabras?, ¿estarán vivos?, ¿dónde están sus cuerpos? Son algunas de las preguntas que se hacen las familias que no se resignan a olvidar a sus seres queridos, retenidos contra su voluntad y desaparecidos.
Resolver esas profundas inquietudes y recuperar la armonía entre las familias Nasa víctimas de este execrable delito son dos de las tareas fundamentales del Sistema Integral de Verdad Justicia, Reparación y No Repetición, que además de la JEP y la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas, incluye a la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad. De esa manera quedarían satisfechos los derechos de las víctimas indígenas en esta sacudida región del norte del Cauca y los espíritus retornarían a sus hogares.
(*) Nombre cambiado por petición de la fuente. Y se omitieron algunos nombres por razones de seguridad.