VIOLENCIA
El drama del reclutamiento de menores
Desde 2018 se disparó el reclutamiento de menores en el Bajo Cauca. SEMANA recorrió la región y revela a través de testimonios dramáticos cómo los actores armados se llevan a los niños para engrosar sus ejércitos.
El silencio es sepulcral. Casi nadie quiere hablar sobre el reclutamiento de menores de edad, perpetrado por grupos armados ilegales que libran una guerra por controlar el territorio, por las rentas mineras y por las rutas del narcotráfico en el Bajo Cauca antioqueño. Las víctimas, sus familiares y los funcionarios no se atreven a denunciar, por temor a que los delincuentes los asesinen o desaparezcan. Para empeorar la situación, algunos habitantes han naturalizado la práctica, y la consideran la única opción de los jóvenes para salir de la pobreza y ascender socialmente.
El reclutamiento ha dejado a menores de edad heridos, asesinados, desaparecidos y abusados sexualmente. Los que han escapado quedan con secuelas físicas y psicológicas difíciles de superar. Por eso, pese a las amenazas y amedrentamientos, varios habitantes de Caucasia, Zaragoza, El Bagre, Cáceres y Tarazá han alzado su voz, y denuncian este delito. “Si nos quedamos callados, nos matan, y si hablamos, también. Entonces hablamos”, dice un habitante del resguardo zenú Vegas de Segovia (municipio de Zaragoza), palabras dichas por Cristina Bautista, la gobernadora nasa asesinada en Cauca a finales del año pasado.
Los menores de edad de las comunidades indígenas tampoco se salvan del reclutamiento forzado.
SEMANA visitó estos municipios y recogió los testimonios del drama de niños víctimas de estas bandas, que apenas tienen edad para cargar un fusil, hacer mandados o ser amantes de los comandantes. Los cinco municipios, al igual que el resto del Bajo Cauca, presencian un conflicto entre el Clan del Golfo (conocido también como las Autodefensas Gaitanistas), los Caparrapos (o Caparros) y el ELN, los cuales se disputan el control territorial.
Los desgarradores testimonios dejan entrever una crisis social que, en el sentir de sus pobladores, poco le interesa al Gobierno nacional. “Reconocemos que el ejército y la policía hacen lo posible por rescatar a estos niños y niñas, y que nosotros hacemos todo lo posible para restituir sus derechos, salvar sus vidas y alejarlos del conflicto. Pero a veces nos sentimos abandonados por el Gobierno nacional”, dice un funcionario de uno de estos municipios, que prefiere reservar su nombre.
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Hay diversas formas de reclutamiento. A algunos los convencen ‘por las buenas’, a otros los intimidan, los raptan y hasta los persuaden de probar suerte y ganar dinero, tener un arma o manejar una moto o un carro en regiones que ofrecen pocas oportunidades.
Un aumento invisible
El reclutamiento de menores no comenzó ahora en el Bajo Cauca antioqueño. Jesús Alean, defensor de derechos humanos en Caucasia y director de la Fundación Redes, lo explica así: “Aquí, desde la época de enfrentamientos entre las autodefensas con las guerrillas, siempre hubo menores reclutados. La cosa disminuyó en 2005 por el proceso de paz con los paras, pero aumentó en 2008, cuando los subalternos de estos grupos empezaron a pelearse por el control territorial. A esto se le suma el reclutamiento por parte del ELN”.
Una funcionaria de estos municipios agrega que “aquí siempre hubo reclutamiento forzado de menores, pero era más que todo rural. Comenzó a aumentar hacia 2018, cuando la dinámica de los enfrentamientos entre el Clan del Golfo, los Caparros y el ELN se trasladó a los cascos urbanos por el control territorial de barrios y el negocio del microtráfico”.
Esa guerra urbana, para muchos, hizo crecer el reclutamiento de niños, niñas y adolescentes. Los comandantes amenazan a los menores de edad y a sus parientes, y las familias reciben un ultimátum. Prefieren huir y desplazarse sin denunciar.
“Apenas crecen las niñas, muchos hombres, entre ellos delincuentes, paracos y guerrilleros, hacen presa de ellas”
Pero aun así, las misteriosas desapariciones de jóvenes y familias evidencian el incremento del fenómeno. Un profesor de Tarazá dice: “Hace unos años en este pueblo uno podía ver a 60 o 70 muchachos en la cancha jugando fútbol, pero ahora uno solo ve 30. Después, los mismos vecinos le empiezan a preguntar ¿usted ha visto a fulanito?”. Alean también relató que tenía un grupo de WhatsApp conformado por niños y adolescentes del municipio, en el que cuadraba torneos y armaba partidos. Pero “en los últimos meses les escribía, y unos no me respondían. Otros me decían que ya no vivían allí; habían preferido irse cuando recibieron el ultimátum del Clan del Golfo o los Caparros”.
Sirven de termómetro las precarias estadísticas sobre menores aprehendidos, rescatados o volados que recurren a las autoridades para pedir que les salven la vida. No obstante, “conocemos los casos cuando el problema ya avanzó, y corren peligro de ser asesinados o escaparon y buscan protección”, dice un funcionario público de la región. Con estos exiguos datos se sabe, por ejemplo, que en Tarazá hubo 12 o 13 menores reclutados por el Clan del Golfo o los Caparrapos en 2019, y que en Cáceres la cifra pasó de siete en 2018 a diez en 2019 (siete hombres; tres mujeres, una reclutada por el ELN; y los demás por el Clan del Golfo y los Caparrapos).
Gracias a estos casos las autoridades conocen las modalidades de reclutamiento, qué ponen a hacer a los menores de edad, cómo es el infierno que viven en las filas de los grupos armados ilegales y cuál es su destino, muchas veces desafortunado.
Calentarles la oreja
A 40 kilómetros del casco urbano de Zaragoza está Vegas de Segovia, un resguardo zenú de 260 familias, constituido legalmente en 2013. Pese a que han negociado “con Dios y con el diablo” para mantener a la comunidad lejos del conflicto, no ha sido posible. Viven en medio del fuego cruzado por la disputa territorial entre el ELN, el Clan del Golfo y los Caparrapos. Los indígenas se sienten cercados a tal punto que, según la cacica mayor Hilda Baldovino, para entrar y salir del resguardo deben pedir permiso a los comandantes del ELN y del Clan del Golfo.
Hace dos años vivía allí Jacinto*, un joven indígena de 15 años. No andaba tranquilo. Los problemas con su mamá y su hermana lo llevaron a la depresión. Un día de julio de 2018 peleó con su madre. Ella le dijo que se arrepentía de haberlo tenido y que mejor lo hubiera abortado. Triste, él buscó a un amigo y le comentó que no sabía qué hacer, que estaba cansado y que mejor se iba del resguardo.
Poco después, un domingo, Jacinto fue a jugar fútbol a una cancha de un caserío cercano. Un comandante del Clan del Golfo, armado con un fusil, los observaba y les dijo “muchachos, formen cuatro equipos, hagan un torneo y al ganador le doy 2 millones de pesos”. Cayó la noche, y el campeonato se convirtió en una fiesta con abundante trago. En esas, el comandante se acercó a Jacinto y a dos compañeros y les “calentó el oído”. Les decía que si querían tener dinero, poder, mujeres, carros y motos, entraran a su organización. Sin pensarlo dos veces, en medio de la borrachera, Jacinto “se le pegó” al comandante.
El viacrucis de María empezó cuando alias Manopanda la vigilaba a las afueras del colegio, un caparrapo encargado de llevarle niñas a alias Mariano.
Al otro día Jacinto estaba en una camioneta, por la zona aledaña al resguardo, donde lo vieron comprar ACPM para el grupo armado. Durante varios días nadie supo de él. Una noche, los habitantes se despertaron por un combate entre las bandas. De repente, Jacinto llegó a la casa de su amigo en el resguardo. Con un fusil al hombro, oliendo a pólvora, rasguñado y con la ropa rasgada, le contó su experiencia en el Clan del Golfo. Le habló del poco entrenamiento militar que le dieron, de cómo lo amenazaban para que no se le ocurriera desertar. Pensó muchas veces en volarse, pero le daba miedo porque una vez el comandante lo cogió del cuello contra la pared y, con un fusil, lo amenazó: “Si se vuela, le quemamos la casa con su familia adentro, y a su mamá la cortamos en pedacitos y se la hacemos comer”.
La mañana siguiente, el comandante comenzó a rastrear a Jacinto. Durante tres días, su amigo y otros buscaron cómo sacarlo sano y salvo sin ser descubierto. Lo disfrazaron de mujer, y Jacinto logró huir. Hoy trabaja de jornalero en el Cesar. Su mamá permanece refugiada en el resguardo.
El enganche de la droga
En el Bajo Cauca, la drogadicción y el reclutamiento de menores van de la mano. El Clan del Golfo y los Caparrapos utilizan cada vez más la estrategia de volver adictos a los niños, niñas y adolescentes, para luego hacerlos trabajar en sus organizaciones. No es casual que las ollas de drogas hayan aumentado en Caucasia, Cáceres y Tarazá. “En Caucasia pasamos de tener dos o tres plazas de vicio a 25, controladas por los Caparros y los Gaitanistas. Allí se ven niños y niñas no solo consumiendo, sino haciendo todo tipo de trabajos para estas organizaciones”, dice Alean.
El reclutamiento comienza en los colegios, en donde jíbaros, a veces de 12 o 13 años, regalan drogas a sus compañeros. Luego les cobran por la dosis, y como no pueden pagarles, les ofrecen trabajar para esas organizaciones. Por supuesto, les pagan los mandados con droga.
SEMANA tuvo acceso a los testimonios de alias Bebé y alias el Cangrejo, dos niños que estudiaban en la Institución Educativa Liceo El Bagre. Luego de que trataron de asesinarlos se volaron del Clan del Golfo y huyeron de El Bagre. Los investigadores calculan que hay 50 niños y 21 niñas bajo las órdenes de los Gaitanistas en este municipio.
Ellos contaron que cuando los reclutan, examinan sus habilidades. A los que saben redactar los ponen a hacer panfletos de la organización. A otros los mandan a transportar droga y armas en el casco urbano y la zona rural, o a vigilar las ollas y hacer inteligencia.
Un grupo de muchachos, considerados “con más güevas”, hacen trabajos de mayor riesgo, como notificar a los comerciantes que deben asistir a una reunión para contarles cuánto deben pagar de vacuna. Otros se convierten en sicarios, tal es el caso de un joven de 15 años que estaba a órdenes del Clan del Golfo. El 29 de diciembre recibió una llamada de los Caparrapos, que se hicieron pasar por sus jefes y le ordenaron matar a alias el Zarco. El muchacho hizo el trabajo, y cuando fue a cobrar, el comandante le dijo que ellos no habían ordenado ese asesinato. Desde entonces nadie ha vuelto a ver al menor.
Según varias fuentes, el principal reclutador de los Caparrapos es alias el Gordo. Entre diciembre de 2018 y octubre de 2019, este cabecilla reclutó a 33 menores de edad, incluidas cinco mujeres. Todo indica que diez murieron o desaparecieron.
Nos acompañan o se mueren
Si “calentarles el oído” o volverlos drogadictos no funciona, los grupos armados los reclutan “a la brava”; el método preferido del ELN tiene varias modalidades. En una, los comandantes les dicen a los muchachos que deben presentarse en un lugar sin contarle a nadie. Si lo hacen, los matan. Cuando llegan a la cita, los suben a camionetas o motos con destino desconocido. En otras ocasiones, las motos llegan a la casa y, sin mayor aviso, los montan, no sin antes amenazar a sus familiares para que permanezcan en silencio.
También están las siniestras pescas milagrosas, en las que raptan a niños y adolescentes en la carretera. Así reclutó el Clan del Golfo a varios que iban de mochileros en una tractomula de la costa hacia Medellín. Los jóvenes se montaron sin permiso en la parte trasera del automotor, y cuando llegaron a Puerto Bélgica, un grupo armado los bajó y los obligó a caminar monte adentro. Cuando iban a cruzar el río Cauca, les quitaron sus papeles.
Ya en el campamento, les repartieron sus funciones. A un pequeño lo hicieron hacerse pasar, junto con otro muchacho, por vendedor de cocos en la carretera, para vigilar e informar cuando pasaran las autoridades. En el momento en que el ejército los descubrió, pidió que no le hicieran nada, que era menor de edad. Contó que cuatro compañeros suyos del grupo de mochileros se tiraron al río para escapar. Nada se sabe de ellos.
Violencia sexual y reclutamiento
Ni las niñas ni las adolescentes se salvan del reclutamiento, y ellas sufren además abuso sexual. Para un habitante de Segovia “tener una adolescente es un problema, porque apenas se vuelven mujeres muchos hombres hacen presa de ellas, delincuentes de los paracos y los guerrillos”.
Como dice Rocío Arias, directora de la Fundación Semillas de Paz, en la región del Bajo Cauca suelen violar a las niñas y adolescentes y pagar favores con sexo. Obligadas o porque las han “convencido”, muchas pierden su virginidad con los comandantes criminales. Se convierten en un trofeo, y con el tiempo los subalternos también las violan.
El reclutamiento de niñas y adolescentes asimismo presenta diferentes modalidades. En ocasiones, las violan repetidamente antes de incorporarlas al grupo. En otros casos, la violencia sexual comienza una vez reclutadas. Hay niñas que, inducidas por otras compañeras o incluso por sus familias, se ofrecen a los comandantes o comienzan a ejercer la prostitución en lugares que los miembros de estas bandas frecuentan. Y con el tiempo pueden hacer encargos como enamorar a otros delincuentes para sacarles información.
En Medellín SEMANA recogió el testimonio de una niña violada a los 14 años, que logró escapar junto con su hermana. Hoy tiene 17 y vive refugiada en un municipio del Bajo Cauca. María* nació en una vereda de Caucasia. Desde pequeña padeció los rigores de la guerra: “Tuve que ver cosas muy feas: los cadáveres que tiraban al río Cauca, y oír a gente que gritaba que no la mataran”.
Pese a este entorno, tuvo una niñez tranquila. Las cosas comenzaron a cambiar con su pubertad. Todas las mañanas, a las afueras de su colegio, aparecía alias Manopanda, un caparrapo encargado de llevarle niñas a alias Mariano. Un día, a las siete de la mañana, Manopanda le dijo a María que luego del colegio tenía que buscarlo y que si no lo hacía algo malo le pasaría a su familia. La llevó en la moto a otro pueblo, donde se la entregó a Mariano, que la violó en su casa.
Desde ese momento, María perdió su tranquilidad, ingenió maneras para ir al colegio sin que la vieran los Caparrapos. Pero se enteró de que se la iban a llevar a Piamonte, junto con su hermana menor. “Hay muchos cuentos de niñas que los Caparrapos se llevan a Piamonte, y nunca vuelven”, cuenta.
Temerosa de terminar con su hermanita de prostitutas, muertas o desaparecidas, María decidió contarle a su papá. Sin pensarlo, agarró a sus dos muchachitas y se las llevó a Caucasia, a la casa de un amigo. De allí partieron a Medellín, donde comenzó su proceso de restitución de derechos con el acompañamiento de la Fundación Semillas de Paz.