VÍCTIMAS

El eterno retorno de El Salado

Hace 10 años ocurrió la masacre de El Salado. Luis Torres, un líder de esta comunidad, hoy exiliado, cuenta cómo fue el drama del retorno de sus habitantes. Ahora la reconstrucción está en vilo por falta de tierras.

13 de febrero de 2010
Luis Torres, líder del retorno, está asilado en España por amenazas contra su vida, pero sueña con hacer parte del proyecto de reparación integral que el gobierno y la empresa privada desarrollan en El Salado

Un día cualquiera de 2001 Luis Torres se cansó de ver a sus vecinos y amigos mendigando en la calle, durmiendo arrumados donde familiares y embolatando el hambre con tinto. En Cartagena y el Carmen de Bolívar reunió a varias de sus paisanos que ahora llevaban el rótulo de desplazados y les dijo: "Vamos a retornar a El Salado". El campanazo se lo había dado una decena de personas que murieron en el destierro de pena moral, o porque no aguantaron el cambio tan radical de sus vidas.

Todos habían salido corriendo después de la masacre de febrero de 2000. Después de ver matar a 66 personas huyeron y lo perdieron todo: la tierra, los animales, las casas y la cosecha. Después de haber encontrado a su paso cadáveres, casas quemadas, destrucción y llanto, estaban convencidos de que nunca habría regreso. Pero Lucho les dijo que era peor el hambre y la indignidad que estaban sufriendo y que él mismo organizaría el retorno.

A la primera asamblea para planear el retorno asistieron 800 personas dispuestas a regresar. Hablaron con el gobierno y las autoridades y todas les dieron una sola respuesta: no hay condiciones de seguridad para volver. Nadie estaba dispuesto a apoyarlos en lo que consideraban una peligrosa aventura. Lucho manoteó sobre el escritorio del gobernador de Bolívar, rompió las conversaciones y salió airado y dispuesto a proseguir con su plan. Llamó a la Acnur en Bogotá y logró convencer a un alto funcionario de que lo apoyara. "Que nos mate una bala en el campo, pero no nos morimos más de hambre en la ciudad", le dijo Torres.

A los dos días le habían consignado 900.000 pesos, que era lo que se necesitaba para que una primera expedición entrara a El Salado y por lo menos viera en qué condiciones estaba lo que antes fuera su pueblo. Al otro día de recibir el dinero estaba en el Carmen de Bolívar. Le pidió al alcalde apoyo con el transporte para 100 personas. Algo que remotamente el político local le hubiese dado si no es porque estaban en época pre-electoral y Lucho, con la malicia de quien ya conoce el sistema clientelista que funciona en Colombia, le dio las esperanzas de que tendría los votos de El Salado.

El 2 de noviembre de ese año había unas 250 personas en la plaza, dotadas de picas, hachas y machetes dispuestos a lo que fuera. Salieron 12 carros hacia lo que sería una verdadera odisea. "Ya no había camino. Habían crecido árboles del tamaño de una cuarta de diámetro en él. Había gente que había echado cercas por el camino, y había unas grietas tan enormes que en un trayecto nos tocó cargar los jeeps, alzarlos entre todos para poder continuar". Fueron más de 10 horas infernales, donde ocho mujeres y casi 200 hombres abrieron trocha, como si fuera la primera vez que algún humano pasaba por allí. A las cinco de la tarde divisaron lo que antes fuera su pueblo. La maleza se lo había tragado todo. "Yo iba atrás y llevaba una bandera blanca que clavé a la entrada del pueblo", dice. Pero lo peor era el choque emocional. Algunos lloraban. Otros sencillamente no aguantaron el golpe y decidieron, esa misma tarde, regresarse, incapaces de volver a empezar sus vidas. Algo más de 100 personas acamparon en lo que antes fuera su hogar. Sólo tenían una pregunta: ¿Por dónde empezar a reconstruir su pueblo?

Esa noche fue de nostalgia. "Estábamos empapaditos por la lluvia y el sudor", recuerda. Durante tres días trabajaron bajo el sol y el agua.

Se limpiaba la maleza y también se exorcizaban los recuerdos. A medida que despejaban casas y caminos aparecían vestigios de la masacre. Lugares donde quedaron tendidos los amigos, orificios de las balas que fueron disparadas, muebles y puertas destruidos. "Tres días después habíamos limpiado un 50 por ciento del pueblo", cuenta Torres. Dos meses después volvieron a continuar la tarea. Entonces se pusieron una meta: retornarían el 18 de febrero de 2002, así conmemorarían los dos años de la masacre.

Con el apoyo de Acnur, la Iglesia y el Programa Mundial de Alimentos se hizo el retorno. "Las personas que no habían estado en las jornadas de limpieza y que vieron el pueblo así, acabado, se fueron en llanto. Algunos dijeron: este no es mi pueblo. Sentían mucha melancolía. Entonces yo les dije: este sí es nuestro pueblo. Sólo que hubo sucesos que partieron en dos su historia. Hubo un antes y un después" y así los fue convenciendo a quedarse. El machete, el sombrero y la cantimplora con agua se convirtieron en los objetos inseparables para cada uno de ellos. Rehicieron los caminos, limpiaron los pozos y en convites limpiaron la tierra de cada uno de ellos para sembrar comida y tabaco. El retorno se había consumado.

Luego vino la ayuda internacional. El Salado recibió el apoyo de varias organizaciones para sembrar tabaco. El pueblo recuperó algo de su vitalidad. Pero en 2004 fue militarizado. Las Farc merodeaban el área. Los paramilitares también. El control de los alimentos por parte de la Armada era entendible, pero insoportable para muchos habitantes. Y empezaron las capturas masivas. Un encapuchado llegaba, señalaba y la persona era detenida. Casi 100 personas volvieron a irse por miedo a un montaje judicial.

Meses después vinieron las amenazas. Un día empezaron los rumores de que venían a matar a Lucho Torres. Entonces decidió una madrugada aperar un par de bestias y salir con su esposa por un camino alterno, en medio de la lluvia, rumbo a Cartagena. Dejó abandonadas su casa y su tierra. "Once cerdos, dos carneros, los pollos, la cosecha y la tienda", dice. Todo lo que había construido después del retorno, por apego a la vida.

A finales de mayo de 2005, una tarde que estaba en su casa en Cartagena se vio rodeado de tropa. Un encapuchado entró, lo señaló y de inmediato fue capturado. Duró apenas dos semanas en la cárcel y como no había nada en su contra, lo liberaron. Las amenazas continuaron y un año después tomó la decisión de exiliarse en España. Pero antes de irse hizo una advertencia: la gente estaba vendiendo las tierras al mejor postor.

En la distancia, se ha enterado de que El Salado es ahora epicentro de un ambicioso proyecto de reconstrucción. "El Salado era un pueblo inmenso, próspero y ahora no entiendo por qué el Estado no ha logrado enmendar la situación en que se encuentra", dice. Pero en El Salado su nombre evoca el valor y el coraje de un retorno hecho contra viento y marea.

Pero la reconstrucción de El Salado enfrenta dos obstáculos enormes. El primero y más grave es que no se ha podido conseguir tierras para los proyectos de la población que retornó. La Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, la OIM, con el apoyo de la Fundación Semana y varias organizaciones privadas, están vinculadas para garantizar que 80 familias puedan sacar adelante un proyecto agrícola de cinco hectáreas para cada una, un total de 400 hectáreas de tabaco, cuyo mercado está garantizado por Coltabaco. Pero no hay tierra.

Entre 2005 y 2009 más de 70.000 hectáreas de tierra de los Montes de María fueron vendidas a grandes inversionistas privados por precios no mayores a 500.000 pesos la hectárea. Hoy esas mismas tierras se cotizan en cerca de tres millones. Sin predios no hay posibilidad de que los campesinos accedan a la titulación de Incoder y sin títulos no hay apoyo de la empresa privada. Adicionalmente, los filtros que pone el gobierno para quienes puedan estar en el proyecto son tan exigentes y desconocen la realidad de tantas familias, que hasta ahora de 156 posibles beneficiarios, sólo la mitad puede hacer parte del programa.

A 10 años de la masacre, inversionistas privados ven en los Montes de María una tierra prometida para valorizar su inversión. Y los campesinos lo ven como el territorio del que han sido expulsados tantas veces y al que siempre retornan.