NACIÓN
El llamado a la sensatez que hace a la JEP Carolina Pérez, hija del exsecuestrado Luis Eladio Pérez
Carolina Pérez, hija del exembajador en Perú, publicó un escrito en el cual se refiere a Martín Sombra, uno de los carceleros de su padre durante cerca de siete años.
Luis Eladio Pérez fue escuchado por la Sala de Reconocimiento de Verdad, de Responsabilidad y de Determinación de los Hechos y Conductas de la JEP, en 2018. “Yo estaba más preparado para morir que para vivir”, así recuerda la crueldad del secuestro el excongresista Luis Eladio Pérez, quien fue privado de su libertad por las FARC por siete años y que ahora habla ante la Jurisdicción Especial para la Paz.
En ese momento, la Sala de Reconocimiento de Verdad, de Responsabilidad y de Determinación de los Hechos y Conductas de la JEP inició la recepción de informes orales y escritos de las víctimas de las FARC que fueron secuestradas por este grupo armado. Los primeros en contar su dolorosa historia fueron Luis Eladio Pérez y Óscar Tulio Lizcano.
Durante los siete años que Luis Eladio pasó en la selva se sintió maltratado por las FARC y olvidado por el Estado y la sociedad. “No hubiéramos pasado tantos años secuestrados si hubiera habido voluntad para liberarnos”, cuenta con dolor ante los magistrados de la JEP. Recuerda que la marcha de 2008, en la que miles de colombianos rechazaron el secuestro, lo marcó. Hasta ese momento sentía que la sociedad se había olvidado que había personas “pudriéndose en la selva”, pero que escuchar en las noticias que en todas partes del mundo y en Colombia miles salieron a rechazar fue alentador.
Ahora, su hija Carolina Pérez recuerda ese plagio desde el punto de vista del secuestrador, alias Martín Sombra, al revelar que tuvo un encuentro con él y con Juan Carlos Lecompte, en ese entonces esposo de Íngrid Betancourt, exdirigente política en Colombia. Ahora que la JEP no habla de secuestro sino de retención, ella recuerda quién fue el carcelero de su padre y la experiencia que vivió. Este jueves, las Farc se refirieron a ello como secuestro.
Tendencias
Este es su relato:
Todavía recuerdo vívidamente las uñas largas, sucias y la barba desaliñada y blanca de “Martín Sombra”, quien merecidamente se ganó el nombre del carcelero de las FARC porque honró a cabalidad ese título al custodiar por años, salvajemente, a los secuestrados en poder de ese grupo guerrillero. Cruel, inhumano, iletrado, frío, calculador y déspota fueron mis impresiones cuando días después de haber sido capturado en 2008 me recibió en la cárcel La Picota de Bogotá. Me acuerdo el impacto que me generó ese encuentro en particular. Nos acomodaron un cuarto de enfermería con tres butacas sencillas para establecer la entrevista Juan Carlos Lecompte, Martín Sombra y yo.
Entre el temor de verlo frente a nosotros sin esposas ni custodia, con los equipos de enfermería alrededor, mi cabeza no pudo pensar con claridad frente a un escenario que a todas luces era morboso. Ahí, el verdugo de mi padre, en mi cara, en medio de aparatos mortales, desconcertado –creo yo– de tenernos frente a frente, y en el fondo gritos iracundos de los reclusos del penal. En un ejercicio casi mecánico, después de haber estado mi padre (Luis Eladio Pérez) tantos años secuestrado en poder de las FARC, corrí a preguntarle por la condición de todos. Era, al final de cuentas, lo que nos interesaba saber. Quería o esperaba que el personaje, al estar encarcelado, fuera capaz de ser sincero y darnos algunas apreciaciones frente a la situación que vivíamos con nuestros familiares secuestrados en las selvas colombianas. Pero nada. Impávido, solo nos aseguró que estaban vivos.
Como si al latir del corazón, un mero músculo, se puede aludir completamente el tener vida. Pero, ¿qué vida es esa?, pensé. La sensación luego de salir de ese encuentro fue la que se siente al comer comida chatarra. Se calma un impulso, un antojo animal, pero al final el sabor es ese precisamente… el de basura. Y es inevitable advertir, al pasar los minutos, que uno no debió ingerir esa inmundicia. Lo cierto es que frente a los crímenes de lesa humanidad cometidos por las FARC existe la consideración unánime de una ausencia de reconocimiento y remordimiento por el dolor impartido a tantos colombianos, y cuando no hay aceptación ni arrepentimiento, cuando no existe la conciencia del deber colectivo, del verdadero sentido de la naturaleza atroz del crimen, pues no hay nada. Solo victimizante y víctima. Eso es todo.
Y si pensamos que solo se puede inferir el dolor de los demás con el propio por medio del dolor que siente uno mismo, ¿qué podemos razonar ante esa frialdad de las FARC? Es por esto que, con prudente entusiasmo, pero reconociendo el inmenso valor que representa, recibo la noticia de la JEP frente a la responsabilidad que siempre han tenido las FARC en un episodio oscuro y macabro en nuestro país. La práctica de secuestros sistemáticos como política de la guerrilla para su financiación ordenada por el Secretariado durante décadas es, quizás, uno de los crímenes más aberrantes, entre los horrores propios de la guerra, de los cuales hasta una “elemental” maniobra es el mismísimo infierno para quienes la sufren en carne propia. Decir que se logro la “liberación” del secuestrado cuando se recupera la simple autonomía de movimiento del cuerpo, nunca la del alma, es un engaño.
El secuestro, una vez cometido, promete acompañar hasta los últimos respiros a quien lo sufrió y a su familia. Es el acompañante oscuro e incómodo que no invitamos a la mesa, pero que parece nunca partir. No importa cuánta terapia, rezo, menjurje, meditación, libro, psicólogo y psiquiatra se consulten, el daño queda ahí. Es la herida que se cicatriza solo con el bálsamo del amor de los nuestros que, en un acto de entrega absoluta, deciden acompañarse mutuamente en el desconsuelo por el resto de la vida. Es la promesa de amor incondicional hecha realidad. Pretender que lo sucedido con la guerrilla en los Acuerdos de Paz ha amortiguado el dolor de las víctimas es el disparate más absurdo de todo este oscuro episodio. Esto no significa que en el lenguaje de los radicalismos que estratégicamente se estableció durante la suscripción de estos contratos, no creamos, como sobrevivientes de estos horrores, que existe el derecho natural de todo ser humano a reivindicarse frente a quienes se ha impartido un acto de agresión, cualquiera que este sea. Por el contrario, creemos tanto en el perdón y en la restauración, que pedimos a gritos que nuestros torturadores nos lo imploren para poder así concederlo en unísono con la esperanza de reponer algo de eso que alguna vez fuimos. Pero eso sí, que el perdón venga acompañado de una pena concordante frente al daño que se cometió.
Y aquí, la palabra clave es concordante; es decir, compatible o coherente con relación al dolor que su acto cometió frente a otro ser viviente. Ahora, ¿cómo medir el dolor?, ¿cómo entrar en los poros de otro ser vivo para sentir lo que ese atropello le causó?, ¿cómo dimensionar las separaciones?, ¿los quebrantos del espíritu y las pérdidas propias de una vida que fue y ya nunca más será? Los psicólogos advierten que la memoria funciona en presente y por eso yo le pido hoy, a la JEP, en nuestro presente y el histórico de Colombia frente a sus víctimas, que mida el dolor no solo desde los hechos, las investigaciones, las mediciones políticas, mediáticas y las ambiciones frente al proceso, que mida nuestro dolor desde la empatía. Po eso, hoy les hago un llamado a la empatía. No al pesar ni a la consideración, sino a la empatía entendida como la capacidad de imaginar el suplicio, la tortura y el calvario de los demás como el suyo.
Que al volver a escuchar nuestros testimonios de dolor y sufrimiento, sin revictimizarnos, sino con altura y valor como lo reclamamos, escapados del morbo y la curiosidad malsana, impongan en consecuencia penas reales con funciones reparadoras efectivas como un honorable estatuto de la verdad que merecemos todos los colombianos, porque de lo contrario estarían cometiendo un crimen contra todos al asesinar nuestro pasado. Merecemos más… ¡merecemos absolutamente todo! ¡8 años de penas alternativas plácidas, ni de fundas! Que si son pocos los días que van a pasar limitados de su libertad, muchos menos años, entre otras, que los que sometieron a la gran mayoría de sus víctimas al encadenamiento de cuerpo y alma en la manigua privados arbitrariamente de su libertad, que sean estos destinados a entregar los miles de millones de pesos escondidos en paraísos fiscales, testaferrato y lavado de activos producto de la sangre de miles de colombianos y sean puestos a disposición de la reparación integral de las víctimas para que puedan reiniciar sus vidas con dignidad; que reconstruyan con sus manos los pueblos enteros que destruyeron; que levanten nuevamente las escuelas que despedazaron; que imploren un genuino perdón frente a sus víctimas y acepten sin rodeos las barbaridades que cometieron por tantos años, y que entre cientos de restauraciones pendientes aspiren a autodignificarse como seres humanos ante un gran porcentaje del país que, esperanzado, generoso de espíritu y crédulo, los volvió a recibir entre sus brazos como parte de los suyos cuando por décadas mataron por no serlo.