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ORDEN PÚBLICO

El mapa de la guerra que queda tras el Gobierno de Santos

El presidente saliente combinó las armas y el diálogo para combatir los grupos armados ilegales. Deja unas Fuerzas Militares robustas, varias amenazas desmontadas, pero también nuevos actores violentos.

2 de agosto de 2018

El mapa de la guerra, tras ocho años del gobierno de Juan Manuel Santos, tiene una geografía muy distinta, que no había cambiado tanto en el mandato de un solo presidente en la historia reciente. Sin embargo, sus éxitos y sus flaquezas no pueden leerse desconectadas de los procesos que ya estaban en marcha desde los gobiernos que lo precedieron y que condujeron al fortalecimiento de las Fuerzas Militares y la Policía. La impronta de Santos fue combinar ese garrote robustecido con el diálogo eficiente.

En 2010, Santos recibió a las Farc en un momento de repliegue, luego de sufrir los reveses militares más contundentes en todas sus cinco décadas de existencia, pero acomodando su estrategia para recuperar terreno. Al Eln lo encontró en una especie de declive, como un enemigo secundario. El mapa lo completaban al menos 8 estructuras criminales residuales de la desmovilización de las Auc que estaban en confrontación y crecimiento.

Dos cuatrenios después queda panorama sin la amenaza más grande que hubo contra el Estado, las Farc, pero con varias disidencias que, pese a no tener el mismo poder, demuestran que pueden generar violencia y controlar el narcotráfico en algunas regiones. El Eln intenta expandirse a la par que negocia la paz. Y esas varias estructuras postparamilitares están ahora agrupadas en tres. Entre estas, el Clan del Golfo, la más grande y peligrosa, alista su rendición.

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Para llegar a esa nueva configuración, Santos consolidó una estrategia que ya estaba en marcha. Desde el gobierno de Andrés Pastrana, con el Plan Colombia, las Fuerzas Militares y la Policía empezaron a modernizarse y dieron un salto cualitativo. El presidente cataloga a las de hoy como las mejores de toda la historia.

Hubo varios cambios tácticos en ese proceso de fortalecimiento: la apuesta por los bombardeos, la integración de las Fuerzas y la Policía en operaciones conjuntas a la hora de enfrentar a los enemigos por agua, aire y tierra. La consolidación de una inteligencia conjunta, conectada. A eso se le sumó la estrategia de concentrar sus ataques contra los jefes de las organizaciones. Alfonso Cano y el Mono Jojoy murieron en los primeros 15 meses del gobierno. La lista de líderes guerrilleros muertos en combate se alargó como nunca antes en esa transición de gobierno. Las Farc, como respuesta, se flexibilizaron y aprendieron a reemplazar jefes rápidamente. Sin embargo, el golpe moral era incuestionable. Los grupos perdían también hombres de experiencia delincuencial y de peso político, y el Estado demostró que la balanza de la guerra estaba inclinada para su lado.

"El fortalecimiento de la inteligencia se volvió muy importante desde gobiernos anteriores. La estrategia contrainsurgente de atacar objetivos de alto valor, cabecillas, no necesariamente acaba las estructuras. Cada vez más se han flexibilizado en los organigramas, y reemplazan cabezas fácilmente. Hay procesos de reclutamiento y a veces procesos de reacomodamiento interno que genera violencias", explica Andrés Cajiao, investigador de la Fundación Ideas para la Paz, uno de los centros más rigurosos en el análisis del conflicto colombiano.

Hacia el 2010, incluso un par de años antes, las Farc habían empezado a replantearse su estrategia. Abandonaron los grandes campamentos donde estuvieron tan cómodos y donde se hicieron blanco fácil de los bombarderos, para retomar la estrategia de guerrilla móvil. Evitaban la confrontación directa y preferían emboscar. Habían vuelto a la guerra de guerrillas. Las Farc intentaban sacudirse de la ofensiva militar y entonces comenzaron los diálogos. Tras el garrote, llegó la zanahoria. El acuerdo de paz y el desarme fueron posibles por esa demostración de la fuerza estatal.

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Una estrategia similar se aplicó a las organizaciones donde se recogieron los paramilitares que no le caminaron a la desmovilización del gobierno Uribe. Cuando Santos arrancó su mandato eran al menos 8 las que intentaban dominar los territorios donde antes influían las Auc. El Clan del Golfo ya se perfilaba como la más fuerte, la que absorbía al resto. Entonces vino el despliegue de la Operación Agamenón, comandada por el general Jorge Vargas. Fue una ofensiva sin antecedentes, por ser un esfuerzo sostenido, concentrado en un territorio -El Urabá, y luego Chocó y Córdoba-.

Empezaron las muertes en el máximo nivel de su organigrama: Giovanny, Gavilán, El Indio, Inglaterra. Hoy quedan 1.800 hombres en armas, de los 4.000 que el clan tuvo en su momento de auge, según el cálculo de la Dijín de la Policía, que ha liderado la ofensiva. Ante el asedio, Otoniel, el capo, y una porción de sus hombres están explorando la opción del sometimiento a la justicia. Otras estructuras similares que quedan, aunque más pequeñas, son los Pelusos en Catatumbo, que perdieron a sus dos grandes jefes (Megateo y David) durante este gobierno, y algunos vestigios del Erpac en los Llanos, pero su influencia es mucho más zonal que nacional.

El Eln, por su parte, pasó de ser un objetivo secundario a la guerrilla a derrotar. Ese grupo avanza en diálogos de paz a la par que le apuesta a su expansión. Con el desarme de las Farc, se preveía que los elenos coparían muchos de sus espacios. Eso, al fin, solo ha sucedido parcialmente.El Eln está en un intento de extender sus dominios en zonas como Arauca, sobre la frontera con Venezuela, entre los estados de Apure y Amazonas, y en otras como Chocó, donde se enfrenta al Clan del Golfo.

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El nuevo jugador en ese escenario son las disidencias de las Farc, una amenaza que era previsible. Son alrededor de 1.200 hombres en armas, según el último conteo militar, divididos en 29 estructuras que, como lo reveló SEMANA, tienen planes de aglutinarse bajo el mando de Gentil Duarte. Sin embargo, no representan una amenaza de las dimensiones que tuvo las Farc y, aunque algunas intentan replicar sus discursos políticos, son estructuras enfocadas en el narcotráfico. Estos grupos representan un nuevo reto porque son disimiles entre sí y el Estado está replanteándose la forma adecuada de combatirlas.

Las disidencias revelan la mayor falla del gobierno Santos en esta guerra. A los grandes despliegues militares y policiales en las zonas de conflicto, que sin duda fueron efectivos, no se sumó un despliegue institucional de las mismas dimensiones, que llegara con ofertas sociales y económicas para reemplazar a las ilegales. Eso ha hecho que los grupos resurjan, que puedan volver a reclutar y retomar el delito. Esa situación se vivió en los Llanos y en el Pacífico nariñense, donde están las disidencias más fuertes, y podría replicarse en Urabá, si Otoniel deja las armas.

"La del gobierno Santos, como la de otros gobiernos, ha sido una política más reactiva que preventiva. Reacciona cuando ya hay un fenómeno importante en la zona. Son operaciones que no transforman los territorios. Hay que continuar con esa política de atacar, pero también hay que hacer una intervención más integral que permita controlar los territorios a largo plazo, generar insitucionalidad", explica Cajiao, de la FIP.

Pese a las flaquezas, hay un dato clave que revela la efectividad del Estado en la guerra durante los últimos ocho años. En 2010, la tasa de homicidios del país era de 34 por cada 100.000 habitantes. Hoy es de 24, la más baja en 40 años. En algunas zonas, especialmente las más explotadas por el narcotráfico, la violencia está en ascenso pero, en general, el país es hoy más pacífico que cuando empezó el mandato de Santos. Aún hay estructuras peligrosas por derrotar, pero también unas Fuerzas Militares y de Policía mucho más capaces para hacerlo. Sin embargo, ellas no pueden ser la única respuesta.