El Nobel de Macondo

Juan Gossaín, enviado especial de SEMANA a México, compartió con García Márquez las primeras emociones del Premio Nobel.

8 de junio de 1992

EL MIERCOLES 20 DE OCTUBRE, A LAS NUEve de la noche, sonó tres veces el timbre de la puerta. La casa de Alvaro Mutis, en el sector de San Jerónimo, está situada en uno de los barrios más tranquilos y hermosos de México. De manera que aquella persona que estaba timbrando desesperadamente desde la calle, rompiendo en astillas el silencio de la noche, debió provocar un mohín de censura en los vecinos.
¡Ya voy, ya voy! gritó Mutis desde la sala, preguntándose quién podría ser el que llegaba a importunar a semejante hora.
Mutis se levantó de la mullida butaca de su estudio, recostada a un muro en el que se ve la foto de un guerrillero mexicano retratado en el momento preciso de su fusilamiento, y caminó rápidamente hacia la puerta. A saltos, casi corriendo, el dueño de casa cubrió la distancia que lo separaba del jardín, llegó hasta un angosto sendero de piedras y flores, y abrió el ancho portón de hierro.
Allí, de pie bajo la fría noche mexicana, vestido con una chaqueta deportiva de cuadritos y un sueter de cuello abierto, estaba uno de sus más viejos y entrañables amigos, escritor y colombiano como él, y también residente en México.
-¡Gabito! exclamó Mutis, asombrado, ante aquel hombre que parecía temblar de pies a cabeza. Y era cierto: Gabriel García Márquez estaba pálido y como asustado.
¿Qué te pasa, hermano? preguntó Mutis.
-Necesito que me escondas en tu casa murmuró el novelista.
-¿Y esa vaina? se extrañó Mutis. Ya sé: peleaste con Mercedes.
-Peor, hermano dijo García Márquez, con un gran desconsuelo.
Me acaban de dar el Premio Nobel...
Mutis se quedó con la boca abierta. Ahora eI que empezó a temblar fue él.
LA LLAMADA DE ESTOCOLOMO
Aquella noche del miércoles 20 de octubre de 1982 fue, sin duda, la peor que ha pasado en su vida Gabriel José García Márquez, desde cuando nació en Aracataca el 6 de septiembre de 1928 (aunque Luis Enrique, que es un hermano inmediatamente mayor, dice que Gabo no nació el 28 sino en el 27, de modo que en este momento no tendría 54 sino 55 años. "Lo que pasa aclara Luis Enrique es que Gabito se quita un año, pero no por vanidad sino por razones históricas: dice que nació el 28 para que su venida al mundo coincida con el hecho más terrible de la historia de Colombia y el que más lo ha impresionado: la matanza de las bananeras").
Alvaro Mutis tomó a García Márquez del brazo, lo hizo entrar, cerró la puerta y regresaron al estudio.
El anfitrión sirvió whisky en dos vasos. Gabito bebió un trago largo.
-Ahora sí, cuéntame el cuento le dijo Mutis, tranquilizándolo, y sentándose frente a él.
-Me llamó Pierre Shoris... comenzó a decir Gabito.
-¿Quién es ese? interrumpió Mutis.
-El viceministro de Relaciones Exteriores de Suecia explicó Gabo-.
Es amigo mío y me dijo: "Tienes que venir a Estocolmo el 11 de diciembre, pero confrac".
-¡Mierda! exclamó Mutis, sorprendido.
-Lo malo se quejó el novelista-. es que el premio sólo lo anuncian mañana por la mañana.
El autor de "Cien años de soledad" miró a su mejor amigo con la angustia pintada en el rostro.
-Estaba desesperado recuerda Mutis. No sabía qué hacer hasta que amaneciera. Los nervios se lo estaban comiendo.
-Voy a llamar a Mercedes dijo Gabo, con decisión, poniéndose de pie. De pronto me llaman a la casa y la cogen de sorpresa.
Habló con su mujer, Mercedes Barcha Pardo, descendiente de un egipcio que fue dueño de una farmacia en Magangué. Colgó el teléfono.
Al regresar a sala García Márquez sintió que se le había dañado el estómago.
El susto, la impresión, el miedo estaban haciendo estragos en su organismo.

Lo mejor es que regreses a tu casa le aconsejó Mutis. Imagínate lo que pasaría si te llaman de la Academia Sueca y no te encuentran.
A las seis de la mañana del jueves - siete de la mañana hora de -Colombia sonó el teléfono.
García Márquez, que no había podido dormir desde su regreso de la casa de Mutis, y que se había pasado la noche entera dando vueltas en la cama, pegó un salto. Extendió la mano, pero ya Mercedes, que había sido enterada de lo que estaba ocurriendo, había levantado la bocina. Oyó una voz que le hablaba en francés.
"EN ESTA CASA NO HA PASADO NADA"
-Te llaman de Estocolmo-le dijo suavemente a su marido.
Gabito tomó el auricular. Dio los buenos días y dijo: "Gabriel García Márquez, a la orden".
Mercedes, sentada sobre sus piernas en el colchón, lo miraba. Gabito sólo emitía monosílabos: "Sí, claro", "cómo no", "entiendo". Hablaba en francés. Dos minutos después colgó el aparato. Tenía una sonrisa en los ojos. Miró a su mujer, que no le quitaba la vista de encima.
Nos ganamos el Premio Nobel -le dijo.
Mercedes, una hermosa mujer que tiene facciones como las que se ven en los retratos de la diosa Semíramis, con el pelo negro larguísimo sobre los hombros, se abrazó a él. No di jeron ni una sola palabra.
Minutos después, marido y mujer se reunían en el comedor de la casa con su hijo Rodrigo 23 años, licenciado en letras de la Universidad de Harvard y con Ubalda, una muchacha mexicana que es la empleada doméstica. Ubalda es tan inteligente y de tanta confianza que los García Márquez han registrado su firma en eI banco para que ella gire los cheques y maneje los asuntos de la casa cuando ellos salen de viaje.
Gabito habló con su familia.
-En esta casa no ha pasado absolutamente nada dijo el ganador del Premio Nobel. La vida va a seguir igual. Yo no voy a cambiar y sé que ustedes tampoco.
¿Qué vamos a hacer hoy? preguntó Rodrigo.
Lo que cada uno de nosotros tenía planeado respondió su padre. Yo me voy ahora al taller a recoger el carro que están arreglando. Va a llamar mucha gente y van a venir periodistas del mundo entero. Hay que atenderlos a todos, pero aquí la vida será la misma.
BUSCANDO AMIGOS EN EL AEROPUERTO
Gabito se quitó la pijama, que en realidad es una especie de sudadera de atleta enrazada con overol de mecánico, y se vistió rápidamente. En el monento en que se estaba poniendo los zapatos unas botas españolas que le llegan al tobillo y que se cierran con cremalleras se oyó un gran alboroto en la calle.
Mercedes, pensando que era algo grave, se asomó a la ventana. Allí afuera, en el sardinel de la Calle del Fuego, en el barrio del Pedregal del Angel, estaban unos 10 periodistas, que acababan de enterarse de la noticia. Eran camarógrafos de la televisión de Suecia, Finlandia e Italia. Uno de ellos sacó de su maletín de trabajo una botella de champaña y la destapó. El corcho, que hizo un gran estruendo, golpeó contra la ventana.
-¡Que salga Gabito! -gritó el de la botella dirigiéndose a Mercedes.
Queremos brindar con él.
García Márquez, conmovido, salió al antepecho de la casa. Y entonces cumplió su primera ceremonia como Nobel de literatura: se sentó en el sardinel a beber un sorbo de champaña con un grupo de reporteros. La radio mexicana estaba transmitiendo a esa hora la noticia de Estocolmo. De algunas casas vecinas se asomaron personas en las ventanas y, al ver a Gabito en la acera, lo aplaudieron. (Horas después, en la noche del jueves, los vecinos se acercaron sigilosamente a la casa de Gabo, y con una brocha y un tarro de pintura escribieron en el piso, a la entrada del garaje: "Felicidades. Te amamos").
En ese preciso instante tres amigos de García Márquez salían de un hotel de Nueva York para tomar el avión que los llevaría a México. Eran el director de cine Guillermo Angulo y el presidente de RTI Televisión, Fernando Gómez Agudelo, que viajaba acompañado de su esposa, Teresa Morales de Gómez.
Los tres abordaron un taxi. Varios días antes habían hablado con García Márquez desde los Estados Unidos y le prometieron que pasarían a verlo a México antes de regresar a Colombia. Ahora, rumbo al aeropuerto Kennedy, se quedaron pasmados del asombro y de la alegría cuando el taxista prendió el radio y oyeron al locutor dando la noticia en inglés: "El escritor colombiano Gabriel García Márquez ha ganado hoy en Estocolmo el Premio Nobel de Literatura 1982".
-Lo único malo -comentó Gómez Agudelo es que Gabito no va a poder ir al aeropuerto a esperarnos.
-No importa agregó Angulo. Al llegar llamamos a Mutis.
Pero cuando el avión aterrizó en la capital azteca los tres colombianos vieron que entre los seres anónimos que esperaban a sus familiares en el enorme aeropuerto estaba el Premio Nobel como un vecino cualquiera.
-No hubieras venido -le dijo Angulo, abrazándolo. Debes tener muchos compromisos ahora.
-No seas pendejo -replicó Gabo. En este mundo no hay Premio Nobel que valga más que mis amigos .

UN HOMBRE SENCILLO Y BUENO
Cuando regresó a su casa, después de haber dejado a sus tres amigos en el hotel, García Márquez empezó a sentir que entonces sí estaba asustado: la calle estaba llena de transmóviles de emisoras, de cables de televisión, de reporteros y fotógrafos.
No cabe duda: es invulnerable al Premio Nobel. La inmortalidad, que se ganó peleando a trompadas con la vida y abriéndose paso a punta de talento, no se le ha subido ni se le subirá a la cabeza. Será el mismo tipo alegre, bueno, con una carcajada que suena como un reguero de monedas en el pavimento.
Miren ustedes lo que hizo aquel jueves, cuando regresó a la casa, y a pesar de que su teléfono estaba inundado con llamadas del mundo entero, incluyendo la China, Japón y Africa. Aprovechó un momento en que la línea quedó libre y marcó una llamada directa a Caracas. Se comunicó con la casa de su entrañable amiga Soledad Mendoza, hermana de Plinio y miembro de la famosa tribu. Soledad fue la mujer que lo recibió con los brazos abiertos, hace 25 años, cuando Gabo y su mujer llegaron a buscar empleo.
Gabo le cambió la voz en el teléfono, le tomó el pelo y luego le dijo, con una risotada:
-¡Arrodíllate, carajo, que estás hablando con el Premio Nobel!
Al otro lado de la línea Soledad no podía creerlo: un amigo agradecido se acordó de llamarla el mismo día en que lo consagraban ganador del premio literario más importante del mundo.
García Márquez es así. Al día siguiente, viernes, el embajador de Colombia en México, Ignacio Umaña de Brigard, organizó una recepción en su honor en la sede diplomática. Como ocurre en estos casos, la gente se fue reuniendo en grupitos. García Márquez pasaba un minuto aquí y otro allá, saludando a los invitados, y de pronto se fue escurriendo hasta llegar a un rincón el que se hallaban los periodistas colombianos, camarógrafos de su país, fotógrafos y reporteros. Al llegar a ellos Gabito exclamó:
-Al fin estoy con la gente que buscaba!
Y se quedó el resto de la fiesta con los periodistas de su patria, haciendo bromas, echando chistes, mamando gallo.
LA CASA DE LOS "GABOS"
Sus amigos mexicanos llaman a García Márquez y su mujer "Los Gabos". Viven en un sector residencial y apacible, al sur de Ciudad de México, en una vieja casona del siglo pasado que ellos compraron en ruinas y la han ido reconstruyendo poco a poco respetando la arquitectura de la época.
El patio, que es grande y cubierto de hierba, está lleno de tiestos de flores y naturalmente palos de guayaba. Las paredes son de piedra y están tapadas con enredaderas y buganvilias. Al fondo del patio está el estudio donde García Márquez trabaja, rodeado de libros, cuadros, fotografías de su familia y silencio. Entre los retratos que cuelgan de las paredes hay uno solo que no corresponde a su mujer o sus dos hijos (Gonzalo, el menor, 21 años, estudia artes gráficas en París). Ese retrato es el de Alvaro Cepeda Samudio, el mejor amigo que ha tenido, muerto hace 10 años. Desde el fallecimiento García Márquez que sufrió un colapso cardíaco al conocer la noticia no ha regresado nunca más a Barranquilla, ciudad en la cual vivió los años más felices de su vida.
LA FOTOCOPIADORA DE TORRIJOS
El estudio es amplio, acogedor y responde a lo que García Márquez piensa: no es cierto que la miseria y las penurias sean los mejores aliados del escritor. La literatura, según dice, hay que crearla en un ambiente cómodo, con máquina de escribir fina, con teléfonos automáticos, con aire acondicionado. En los estantes se amontonan las 32 ediciones que, en todas las lenguas del mundo, se han hecho de las novelas de Gabito.
Y a un lado, recostada a la pared que comunica con el patio, está una de esas modernas máquinas fotocopiadoras, de colores naranja y blanco, tan bella que parece una pequeña nave espacial.
-Caracoles- le digo a García Márquez, por hacerle una broma. Yo sabía que era necesario tener comodidades para escribir pero no me imaginé que fuera posible comprarse una cosa de esas.
Lejos de reírse, Gabito se pone triste. Me parece extraña su reacción.
-Si tú supieras la historia de ese aparato -me dice, con una gran melancolía-. Me lo mandó de regalo un hombre que, de estar vivo, estaría aquí ahora mismo, conmigo, celebrando esta vaina del Nobel. Era el general Torrijos.
Se le nota, sutil pero inconfundible, un dejo de dolor por el gran amigo muerto. Gabito se acomoda en su escritorio. Pide una taza de café. Ubalda le informa que afuera están esperándolo unos periodistas de Finlandia.
Resulta que yo soy un poco desordenado dice Gabo y cuando escribo una cuartilla después no sé dónde la dejo: si aquí en el estudio, o allá en el dormitorio, o en la cocina. Eso me creaba muchos problemas. Varias páginas se me perdieron. De modo que, apenas terminaba de escribir, cogía la hoja y me iba a una tienda que hay aquí, en la esquina de mi calle, y le sacaba una copia. Pero los viajes a la tienda eran muy fatigosos porque tenía que hacer cola detrás de estudiantes, de secretarias, de un montón de gente que andaba en lo mismo.
Un día, hablando de menudencias de la vida con el general Omar Torrijos en Panamá, el general le pidió a Gabo que le dijera cómo era un día de trabajo suyo. Entre las cosas que le contó, el novelista le echó el cuento de la cola en la tienda para hacer coplas.
-Como una semana después rememora Gabito- timbraron a la puerta de mi casa, Ubalda abrió y vino a decirme: "Hay unos señores que traen una caja para usted". Recibimos el paquete, lo abrimos... y era esta fotocopiadora que Torrijos me mandaba de regalo.
No le digo ni una palabra, ni le hago una sola pregunta: a la gente, aunque se trate de tipos tan buenos y alegres como este Premio Nobel, hay que darles silencio cuando están sufriendo por dentro con el dolor de sus amigos muertos. Hay que hacerlo, aunque se trate de un hombre tan sencillo como este escritor que, cuando habla por teléfono con sus amigos de Colombia sólo les pide dos cosas: que le manden a México unas cajitas de bocadillos veleños y unas cuantas bolsas de café. "

"Habemus Nobel"
ALFRED NOBEL, QUE SABIA MUcho de dinamita pero que de literatura no parecía entender demasiado, especificó en su testamento que el premio en este campo se le otorgara a "la obra más sobresaliente de tendencia idealista". Desde entonces un pequeño grupo de ancianos se devana los sesos en Estocolmo para determinar cuál es el escritor que encaja en esa categoría. Según criterios que son aún un enigma, excluyeron en su momento a escritores como Tolstoi y Kafka por considerarlos pesimistas, pero en cambio encontraron aptos a autodeclarados materialistas como Pablo Neruda y Sholokhov.
Este extraño grupo de sabios suecos, aunque nadie les conoce ni el nombre ni los méritos que los califican como jueces, tiene sobre sus hombros la responsabilidad de entregar, año tras año, el que, a fuerza de tradición, ha llegado a ser el reconocimiento por antonomasia, la máxima consagración a que aspira cualquier escritor.
Los delegatarios del viejo Nobel han premiado a autores tan incuestionables y de tanto prestigio mundial como Thomas Mann, Faulkner, Heming way, Sartre y a otros de quienes el mundo sólo se enteró de su existencia cuando recibieron el Nobel y que nunca volvieron a sonar después. Como el poeta griego Seferis.
En los últimos años fue tan insistente el premio a los anónimos que empezaron a llover críticas, como el escandaloso texto de un periodista titulado "Los nadies del Nobel".
Hay quienes calculan que de cada 15 colombianos ninguno conoce los nombres de los últimos seis Premios Nobel de literatura. Este año, sin embargo, y probablemente para curarse en salud, los miembros del jurado nominaron al mundialmente famoso Garcia Márquez, según explicaron, para que no pueda "decirse que se le ha conferido a un escritor desconocido".
Parece que los únicos que ignoran su fama son tres colombianos a quienes preguntaron por televisión si conocian a García Márquez: un policía que reconoció "Honestamente no lo distingo" un embolador que contestó: "¿Coma para qué sería?" y un transeúnte que preguntó "¿Ese no es el que trabaja una telenovela?".
Si el Premio Nobel tiene su historia brillante, la de los escritores que lo reciben y quedan consagrados también tiene su historia oculta, no por ello menos importante, la de los nominados de siempre que lo esperan año tras año.
De todos el más candidatizado, y más inútilmente, ha sido Jorge Luis Borges. A pesar de ser el padre de la literatura latinoamericana contemporánea, ha tenido que ver cómo son otros los que recogen los méritos y hoy tiene que celebrar que un heredero suyo lleve el galardón. Porque como dijera de él Onetti, "Borges borda las sábanas donde los otros hacen el amor". Ante los intentos de explicar la negativa de otorgarle el Nobel con argumentos políticos, el octogenario poeta, lúcido como siempre, dio una versión más simple: "No me lo dan porque mi obra no les gusta".
Y cerró capítulo.
Hace unos años ni el propio García Márquez parecía creer en las virtudes del premio que hoy ha recibido. Según declaraciones suyas, ya borradas de la memoria, "el Nobel se ha convertido en una monumental lagartería internacional".
Una mañana, 10 años más tarde, un Gabo menos radical se despertaba emocionado de haberse convertido en el Nobel número 79 y 25 millones de colombianos, delirantes de alegría, celebraban el nombramiento.

ALVARO MUTIS
Lo que sé de Gabriel
CONOCI A GABRIEL GARCIA Márquez hace 32 años, una noche de tormenta, en el barrio de Bocagrande, en Cartagena. Me lo presentó Gonzalo Mallarino, su compañero de facultad de Derecho en la Universidad Nacional, y ya su admirador irrestricto. Las palmeras casi tocaban el suelo por las fuerzas del viento y los cocos verdes se estrellaban en el pavimento con su ruido sordo, ya faulkneriano.
Dos cosas me sorprendieron en él, entonces apenas autor de "La noche de los alcaravanes", cuento que me había parecido magistral y lleno de inagotables promesas ¿porqué será que las promesas siempre son inagotables?, y las dos siguen siendo rasgos definitorios de su carácter: una de voción sin límites por las letras, desorbitada, febril, insistente, insomne entrega a las secretas maravillas de la palabra escrita (sólo Don Quijote en su discurso sobre "Las armas y las letras" había mostrado parecido fervor) y una madurez varonil, un sentido común infalible que en nada concordaban con sus 20 años a los que había entrado ya con su ceño de bucanero y su corazón a flor de piel. Esta ha sido otra constante en la vida de Gabriel una indulgencia inteligente para todos sus semejantes y un sentido de vigilante servicio en la amistad. No conozco amigo igual, pero tampoco conozco otro que la cultive con más amoroso rigor, con tan sereno equilibrio. He pensado a menudo que Gabriel nació ya maduro, viejo no, nunca lo ha sido ni creo que lo será ya, tiene un aura de intemporalidad que lo asimila a sus personajes.
Me cuesta mucho trabajo decir algo sensato sobre su obra literaria. He leído todos sus originales antes de que fueran publicados. Sigo pensando que su obra más acabada y perfecta es "El coronel no tiene quién le escriba", la que se considera su obra prima. "Cien años de soledad" no puedo leerla sin cierta sordo pánico. Toca vetas muy profundas de nuestro inconsciente colectivo americano. Hay en ella una sustancia mítica, una carga adivinatoria tan honda, que pierdo siempre la necesaria serenidad para juzgarla.
Sigo creyendo que es un libro sobre el cual no se ha dicho aún toda la deslumbrada materia que esconde.
Cada generación lo recibirá como una llamada del destino y del tiempo y sus mudanzas poco podrán contra él.
Hemos compartido juntos, Gabriel y yo, muchas horas de felicidad desbordada y no pocas de incertidumbre y estrechez. Hemos viajado por tres continentes, hemos compartido libros, músicas y amigos. Todo lo vivido con él ha sido para mí como un premio extraordinario en el oscuro azar de los días. Compartí con él las primeras horas de su Premio Nobel. Luchaba contra el entusiasmo, tratando de ser el mismo de siempre. Lo logró en pocos minutos. Bebimos hasta pasada la media noche. Evocamos amigos ausentes y tornamos a reir en compañía de nuestras esposas, Mercedes y Carmen, de las mismas gozosas remembranzas con las que está tejido nuestro destino común. En verdad, casi pudimos decir que no había pasado nada. O mejor, que ninguna sorpresa del presente podía opacar ni alejar la milagrosa presencia de un tiempo compartido que ha sido para nosotros una auténtica y siempre presente "Moveable feast".