Francisco Gutiérrez pasó meses en terreno, explorando evidencias para entender el fenómeno paramilitar y su relación con la política. | Foto: guillermo torres-semana

CONFLICTO

El paramilitarismo según Francisco Gutiérrez Sanín

El nuevo libro de Francisco Gutiérrez Sanín, Una guerra clientelista, rompe los lugares comunes sobre el paramilitarismo en Colombia.

2 de febrero de 2019

En términos del conflicto armado colombiano, la mayoría de los estudios académicos se han centrado en las guerrillas, sus ideologías, su dinámica en el territorio y su naturaleza ideológica. En su nuevo libro, que implicó acumular una gran masa de fuentes de archivo y terreno, el politólogo y columnista Francisco Gutiérrez busca responder a las preguntas sobre la relación del paramilitarismo colombiano con el Estado. En el texto hace varias preguntas como: ¿de dónde salió? ¿Qué factores pueden explicar su evolución, crecimiento y desmovilización? ¿Por qué pudo desarrollar sus actividades destructivas a plena luz del día en medio de una democracia?

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Gutiérrez rompe con las tesis más comunes hasta el momento. Varios de sus nuevos puntos de partida, que sustenta con evidencia, tienen que ver con que en el período comprendido entre 1982 y 2007, cuando se desmovilizaron, hubo varias clases de paramilitares. Así mismo, con que tuvieron, con varias agencias del Estado, relaciones íntimas marcadas por la inestabilidad y el conflicto; con que combatieron entre sí y, a menudo, contra sus apoyos iniciales.

“La mayoría de las interpretaciones convencionales del paramilitarismo no pueden capturar su trayectoria”, asegura el investigador, mientras controvierte cada una de esas tesis. Primero, si el paramilitarismo expresó una ofensiva neoliberal, ¿por qué se desmovilizó justo cuando se suponía que ese proyecto, con Álvaro Uribe en la presidencia, llegaba al cénit de su poder? Segundo, si el paramilitarismo estaba única o principalmente compuesto por narcos, ¿por qué en sus liderazgos y cuadros directivos se encuentran, de principio a fin y “de forma predominante”, personajes que provenían de sectores legales de la política y la economía?

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Para responder a esas preguntas –asegura Gutiérrez– es necesario volver a pensar el conflicto desde una perspectiva política. Argumenta que, aunque la guerra colombiana ha girado alrededor del control territorial de los grupos armados y del tráfico de recursos (drogas, armas y personas), nunca ha dejado de ser política. En otras palabras, siempre ha supuesto un enfrentamiento entre visiones, también ideológicas, acerca de lo que deben ser el país y el manejo del Estado.

El libro también rompe con otro de los elementos interpretativos convencionales: la idea de que el paramilitarismo expresó solo la rebelión de unas élites regionales contra las de Bogotá. En cambio, según Gutiérrez, supuso una coexistencia difícil y traumática –pero potencialmente fructífera– entre ambas. Colombia históricamente ha tenido una especie de gobierno ‘indirecto’ de notables rurales, políticos, terratenientes y empresarios, a partir del acceso a la violencia y la seguridad privada, y diversas formas de intermediación con el Estado. Esa relación de apoyo mutuo se transformó en paramilitarismo cuando se encontró, entre 1982 y 2007, con la dinámica del conflicto entre el Estado y las guerrillas. El paramilitarismo, en parte, reemplazó y, en parte, transformó la manera como los políticos, sustentados por esos ejércitos y mediadores de ellos, se relacionaban con el Estado.

El proyecto paramilitar no fue homogéneo, como asume la mayoría de los estudios previos sobre el tema. De hecho, a veces implicó conflictos brutales entre quienes participaron en él. “Los paramilitares se mataron entre sí con gran entusiasmo. Mataron también a muchos de sus políticos y aliados. En la mayoría de los casos generaron grandes conflictos dentro de las coaliciones políticas de los territorios que tuvieron bajo su influencia”, asegura Gutiérrez. E insiste en otra idea: “Más que controles territoriales cerrados, los dominios paramilitares se caracterizaron por una feroz competencia política y armada”.

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El autor agrega que el paramilitarismo desestabilizó las bases mismas de la soberanía del Estado colombiano. Las economías legales sobre las que ese fenómeno se apoyó inicialmente eran demasiado atrasadas e ineficientes como para cargar con un esfuerzo de guerra sostenido. Por eso fue creciendo el papel del narcotráfico como financiador de sus coaliciones para ampliar su esfuerzo de guerra y capturar crecientes jirones del Estado.

Los recursos de los narcos hicieron que los paramilitares se convirtieran en un blanco en la guerra contra las drogas, aunque desempeñaran un papel clave para mantener el alcance territorial de las agencias estatales en la guerra contrainsurgente. Esa realidad implicó que el Estado muchas veces quedara en una encrucijada al tener que escoger entre su legitimidad internacional y su alcance territorial en medio del conflicto. Podía escoger una de las dos dimensiones claves de un Estado soberano, pero no acceder a ambas al mismo tiempo.

La interpretación sencilla de la relación entre los paramilitares y la política dice que eran enemigos de la democracia. Pero el texto de Gutiérrez muestra una cuestión más compleja. “Estas trampas del Estado, cuando tenía que optar por quedar bien con la comunidad internacional o acercarse a ganar la guerra contra las guerrillas, fueron destructivas humana e institucionalmente. Pero también explican tanto la desmovilización paramilitar como la relación compleja y rarísima de los paramilitares colombianos con las formas democráticas colombianas”, dice Gutiérrez. Agrega que resulta desconcertante que una fuerza tan homicida –que contó durante más de la mitad de su existencia con el patrocinio de agencias armadas del Estado– apenas estuviera marginalmente vinculada con propuestas golpistas. Y que, de hecho, en la mayoría de sus consignas y documentos ideológicos, elaborara homenajes a la democracia.

La relación oblicua de los paramilitares con la democracia también se evidencia en que los paramilitares de la última fase, previa a la desmovilización de 2007, siempre vivían pensando en que sus políticos ganaran la próxima elección. Los primeros necesitaban a los segundos como intermediarios claves, aunque no los consideraran confiables y a veces ni siquiera se ubicaran en la derecha. El faccionalismo político y el paramilitar se superpusieron, aumentaron los niveles de violencia y generaron una inestabilidad permanente.

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Algo similar podría decirse con respecto del despojo de tierras cometido por los paramilitares. Este despojo responde a la repetición de viejos métodos, escalados en el contexto del conflicto armado y marcados por diversas formas de faccionalismo y de violencia. La violencia al rojo vivo entre comienzos de los ochenta y 2007 para despojar a algunos de la propiedad no condujo a estabilizar los derechos de tenencia de la tierra. Más bien al contrario: el uso oportunista de los ejércitos privados por parte de políticos claves y notables aumentó la intensidad de la violencia y generó más confusión por la propiedad de la tierra.

Finalmente, el libro recorre relaciones del paramilitarismo con varias agencias estatales, civiles y armadas. Concluye que el nombre de frankenstein que periodistas como Enrique Santos Calderón le dieron al paramilitarismo no es, después de todo, tan ligero.

No lo es en el sentido de que nadie esperara sus brutales costos humanos, porque todo se desarrolló ante los ojos del país. Más bien lo es en el sentido de que el fenómeno también generó costos enormes a diferentes élites y a las formas de gobierno que le dieron vida.