EL PODER DE LAS RAZA

Nukaks: la lucha por la supervivencia

Este pueblo nómada salió de la selva del Guaviare por el conflicto armado. Hoy el reto es garantizarles condiciones dignas tanto a quienes desean volver como a los que aprendieron a vivir en la ciudad.

2 de julio de 2016
Patricia, o Tuudyu Jeembudá en lengua nukak, con sus hijas Kiara y Alejandra en el asentamiento de Agua Bonita, en los límites de San José del Guaviare. | Foto: David Amado

"Nosotros nos movíamos mucho, todo el tiempo; dormíamos en la maloca tres días, una semana, 15 días, y nos pasábamos otra vez… Andábamos empelota, sin nada, solo con una canasta grande en la que cargábamos las ollas, los chinchorros… todo sobre los hombros, hasta los niños”, cuenta Patricia, indígena nukak, desde Agua Bonita, un refugio a unos 20 minutos en carro de San José del Guaviare. Su nombre en lengua nukak es Tuudyu Jeembudá. Tiene 25 años y tres hijas: Kiara, Ximena y Alejandra.

Esa vida de la que habla Patricia cambió radicalmente hace 11 años, cuando ella y su familia –el clan Guayarimuno– salieron de la selva huyendo de la guerrilla de las Farc, que los amenazó porque los indígenas les habían robado comida, ollas y armas. Hasta ese momento vivían como cazadores y recolectores. Nómadas que caminaban semanas enteras hasta encontrar un lugar que les suministrara las pepas y los micos y el resto de alimentos, lo único que necesitaban para sobrevivir. “Vivíamos en malocas naturales que nosotros mismos hacíamos con hojas de tarriago (platanillo) y dormíamos en chinchorros, pero no en la hamaca de los blancos (en las que duermen ahora), sino en la natural de nosotros”, continúa Patricia.

La noticia de la existencia de los nukaks se esparció por el mundo en 1993, cuando se estrenó el documental Nukak Makú, los últimos nómadas verdes, una coproducción de Bélgica y Colombia que se exhibió en prestigiosos festivales internacionales. Hasta ese momento solo unos pocos antropólogos y religiosos conocían de lleno a esta comunidad, que en los años sesenta empezó a entrar en contacto con el mundo occidental. La presión de los colonos que llegaron a explotar madera, y años más tarde de los grupos armados ilegales y sus cultivos de coca, las enfermedades (las epidemias de malaria y gripe) y también la curiosidad, los empezó a sacar de la selva. En ese momento se calculaba que eran unos 1.200. Hoy se cree que sobrevive la mitad, y que solo unos pocos lograron permanecer aislados.

Cuando vivían en la selva usaban el pelo a ras y con cortes geométricos para evadir a los insectos, sobre todo a las abejas. Pero también por razones místicas. “En su mitología existe un ser peludo que les causa mucha temor, que les chupa la sangre por la noche”, dice Andrés Jiménez Sierra, quizás uno de los pocos colombianos que conoció a los nukaks en su esencia selvática. Jiménez, miembro de la iglesia Nuevos Horizontes, hizo parte de la misión evangélica New Tribes Mission, liderada por estadounidenses, que hizo los primeros contactos con los nukaks en los años ochenta.

Se movían en clanes, en pequeños grupos familiares que convivían en paz. Muy ocasionalmente algunos de esos grupos se reunían para hacer celebraciones o ritos. Los nukaks no están hechos para vivir en grandes comunidades, no tienen líderes absolutos; cada familia o clan tiene sus reglas y su orden. Por eso ahora que viven juntos en varios asentamientos en el Guaviare –unos más permeados por la ciudad como Agua Bonita, y otros más aislados en la selva como El Caracol–, no faltan los enfrentamientos entre ellos. Pero esa es solo una mínima parte de su compleja realidad.

También está el hambre, la sed, la falta de trabajo, los cultivos de coca en los que los siguen empleando, el choque cultural con los colonos, el alcohol, las drogas. Y, sobre todo, el riesgo de perder definitivamente sus tradiciones. Los nukaks son uno de los 34 pueblos indígenas colombianos en riesgo de extinción. Eso se traduce en cerca de 35.000 indígenas que están perdiendo de forma acelerada sus costumbres y su modo de vida.

En Agua Bonita, Patricia y su familia viven en casas de ladrillo y duermen en hamacas. Reciben periódicamente atención alimentaria de la Unidad de Víctimas y ocasionalmente un carrotanque les provee agua. Ella y los más jóvenes están adaptados a esas rutinas citadinas, pero los viejos como Marilin, su papá, añoran cada día su pasado como nómadas. “Extraño no poder cazar ni recolectar la comida que a mí me gusta. En el monte uno no tenía que viajar kilómetros y kilómetros como tenemos que hacerlo ahora. Ahí no más estaba la comida en el árbol”, dice en su lengua, en voz muy baja, mientras Patricia traduce.

Hacia medio día el refugio está casi vacío. Los hombres salieron a cazar y pasarán días sin que regresen. Algunas mujeres tejen manillas con fibra de palma de cumare y un grupo de niños recibe clases con la profesora Griselda Turbay, una indígena tucano. “Les enseño su cultura pero también la de los colonos, para que puedan adaptarse al medio, defenderse”, dice. Luego explica que algunos líderes nukaks están recibiendo capacitaciones del Ministerio de Educación, para que ellos mismos eduquen a su gente. Marilin es uno de ellos.

A dos horas en carro de allí está El Caracol, otro asentamiento nukak metido en la selva donde los indígenas llevan una vida más parecida a su pasado. Algunas mujeres permanecen con el torso desnudo. Los campamentos están hechos con hojas gigantes, madera y bolsas negras. Hay fogatas regadas alrededor del refugio y sobre ellas se ven churucos (o monos lanudos) asados, que les servirán de alimento por unos días. Allí la caza es menos compleja que en Agua Bonita, que está tan metida en la ciudad; pero no hay escuela y el transporte del agua y los alimentos es complejo.

La llegada de los nukaks a la ciudad conmocionó a las autoridades y a los gobiernos locales, que nunca habían enfrentado algo parecido. La comunicación entre ambos ha sido difícil por varios motivos: esta comunidad indígena no tiene voceros únicos que los represente porque están organizados por familias o clanes, su lengua es muy compleja y solo unos pocos blancos la dominan (casi todos misioneros como Andrés Jiménez) y los únicos nukaks que hablan español son los más jóvenes, que nacieron o crecieron en la ciudad y no recogen la cosmovisión de sus viejos. Muchos de ellos no contemplan la posibilidad de volver a la selva, ni siquiera ahora que las Farc dejarán ese territorio que ocuparon por años. Pero al otro lado están los viejos que nunca renunciaron a la esperanza de volver.

“En un escenario de posconflicto quizá todos no deseen regresar. Debemos tener otras alternativas para la población joven indígena”, dice Víctor Hugo Sánchez, coordinador de la oficina de la Unidad de Víctimas en el Guaviare. “El proceso de sedentarización de los nukaks es irreversible –señala Andrés Jiménez–. Ya no se puede pensar en devolverlos románticamente a la selva, con la idea de que fueron los últimos nómadas verdes”. Luego dice que la única manera de garantizar la supervivencia de esta comunidad es brindarles condiciones dignas de trabajo, educación y salud, tanto a quienes desean regresar como a los que decidan quedarse en la ciudad, respetando su cultura.

Y concluye: “Los nukaks son gente muy inteligente, dotada de una creatividad increíble. Esa creatividad para sobrevivir en esos ambientes tan difíciles la están usando hoy en día para poder sobrevivir en nuestra sociedad”.