REPORTAJE
El precio de la inocencia: los duros relatos de niños trabajadores en Colombia
La pandemia generó el peor retroceso en 20 años en la lucha contra el trabajo infantil. SEMANA recorrió las calles de Bogotá para narrar las historias de los pequeños que buscan ganarse la vida en las calles. Así viven y estos son sus sueños.
Johan, de siete años, y su hermana Luisa, de 14, están en uno de los tantos semáforos de la localidad de Teusaquillo, en Bogotá. Cuando la luz roja aparece, se enciende la música y a ritmo de salsa choke, bailan y dejan sobre la cebra el swing que caracteriza sus raíces afro. “Llegó el coronavirus y a todos nos jodió. En las ayudas que enviaron en ninguna salí yo. Llegó el coronavirus sin mercado nos cogió, y a comer arroz con huevo, arroz con huevo…”, cantan antes de que el semáforo pase a estar en verde. Los niños pasan por entre los carros estirando sus manitas esperando que le paguen por el show que acaban de dar. Esa escena se repite desde las 8 de la mañana hasta las 6 de la tarde. En promedio les deja ganancias de 25 mil pesos al día, lo suficiente para ayudar con los gastos de su casa.
La escena que era usual en las calles de Bogotá antes de la pandemia, se ha multiplicado por decenas y es una de las situaciones que más asombra a quienes comienzan de nuevo a salir a las calles, después de meses de confinamiento. Unicef y la Organización Internacional del Trabajo reportaron en su último informe un retroceso en la lucha contra el trabajo infantil. Por primera vez en los últimos 20 años la cifra de niños trabajando en el mundo aumentó. Hoy, 160 millones de menores viven en esa situación, 8,4 millones más que hace cuatro años.
Pilar, la madre de Johan y Luisa, los acompaña en el baile. Tiene otros dos niños en casa, de 12 y 10 años. Confiesa que hace cuatro meses llegó a la capital del país huyendo del reclutamiento de menores por parte de grupos ilegales en Tumaco, Nariño. La niñez en el conflicto armado es una de las peores formas de trabajo infantil. Cuenta que tenía en su ciudad de origen una casa y un supermercado. “Vivíamos bien, pero con el virus los niños tenían mucho tiempo libre, no iban al colegio. Un día mi hijo, que ya casi cumple los 13, empezó a salirse de la casa, llegaba tarde y atemorizado.
Una tarde no lo dejé salir más y esos guerrilleros se pronunciaron, se lo querían llevar y eso no lo iba a permitir. Salimos a escondidas, dejamos las cositas y acá estamos tratando de sobrevivir”, dice a SEMANA, mientras agita en sus manos 3 monedas de doscientos pesos y dos de cien, que acaba de recibir. Los niños estudian virtualmente, desde la casa de una vecina que tiene internet. No todos los días tienen clases, así que se turnan para ir a trabajar con su mamá. Es madre soltera y considera más riesgoso dejarlos solos en casa.
Luisa fue quien le dio la idea de bailar en las calles. La venta de bolsas para la basura no funcionó, pues apenas lograban lo de los pasajes para volver a su casa en Soacha. Deben conseguir cuatrocientos mil pesos mensuales de arriendo, más todos los demás gastos de la casa.
Frente a la puerta ocho de Corabastos hay tres niños, dos de 10 años y uno de 13. Son migrantes venezolanos. “Yo ayer le di a mi mamá 45 mil pesos para que se hiciera una ecografía, mi papá dio los otros 45. Nos dijeron que antes del 28 de junio nace mi hermanita”, cuenta emocionado Juan, el más grande. Nicolás grita desde el otro lado de la acera: “Yo llevé arroz para el almuerzo”, y Andrés, con timidez, lo interrumpe para contar cómo distribuyó los 30 mil pesos que se hizo durante dos días, ayudando a mover el tráfico en medio de los profundos huecos e inundaciones de la vía. “Yo le mandé 15 mil pesos a mi mamá que está en El Banco, Magdalena, buscando trabajo. Le di 10 mil pesos a mi abuelita para que haga mercado. Me quedaron cinco mil pesos para ahorrar”.
Escucharlos hablar sorprende. Sus cuerpos son más pequeños para el promedio de su edad, pero hablan con fluidez. “No es molestia, pregunte lo que quiera que mientras tanto vamos trabajando”, dice Nicolás mientras empuja un carro que quedó atrapado en el gigante charco. El agua les llega a los niños hasta más arriba de la rodilla. “Dele, dele”, vociferan guiando a los conductores que les dejan desde mil, hasta diez mil pesos por paso.
“¿Estudio? ¡No! ¿A qué horas si comienzo a trabajar a las 6 de la mañana, y le doy por ahí hasta las cuatro de la tarde. Llego cansado y me acuesto a mirar televisión o a veces a montar un ratico cicla con ellos”, señala Nicolás a sus amigos que en realidad son compañeros de labores. Juan hace cuentas con sus dedos y se asombra al darse cuenta que desde hace 4 años no va al colegio, desde que su familia empezó a sentir la crisis económica en su país. “Con razón la letra ya me sale chueca, sé hacer más cuentas que leer”, ríe. Andrés escucha con atención, y casi sin abrir su boca pronuncia: “A mí la letra sí me salía bonita, pero ya no me acuerdo mucho, estaba en primero cuando me tocó salirme de estudiar. Quiero aprender a escribir para mandarle una carta a mi mamá y decirle: Te extraño”, asiente.
Según el Instituto Colombiano del Bienestar Familiar, ICBF, Colombia tiene la tasa de trabajo infantil más baja de los países andinos (5,4 %), seguida de Ecuador (8, 5 %), Bolivia (13 %) y Perú (21 %). El tema migratorio de familias venezolanas ha incrementado las cifras. En departamentos de frontera como Norte de Santander y Arauca el ICBF ha intensificado la búsqueda de niños en situación de trabajo, con el equipo móvil de protección Integral. En Arauca, por ejemplo, 102 niños fueron identificados desarrollando labores informales en el año anterior, mientras que en lo corrido de este se han encontrado 33 casos más en actividades domésticas y agrícolas.
Según la OIT y la Unicef, el trabajo infantil en zonas rurales es casi tres veces más frecuente que en zonas urbanas. Lo que desconocen muchos padres es que llevar a sus hijos a que los acompañen a trabajar por más de 4 horas, también es considerado trabajo infantil. “No tengo dónde dejarlos, si los encuentran solos en la casa me los quitan por descuidada”, dice María, una recicladora de Bogotá. “Estoy esperando que el colegio me autorice mandarlos todos los días a clases presenciales, es que ese virus lo complicó todo”, agrega. Sus hijos de 12, 10 y 6 años la escuchan con atención y uno de ellos dice: “Me da pena decir que le ayudo a mi mamá porque una vez mis compañeros se burlaron”.
Llevar a los niños al trabajo es una práctica muy común en el comercio. En plena zona de tolerancia en la localidad de Santa Fe en Bogotá, en la esquina de la calle que tiene alrededor de 5 prostíbulos, está Paz, una niña de 11 años. Ella está acompañando desde las siete de la mañana a su mamá a vender tintos, cigarrillos, galletas y chicles. Su madre se ausentó durante más de dos horas del punto mientras vendía en una chaza móvil por otra cuadra.
Todos los niños trabajan por obligación, pero no por eso han renunciado a sus sueños. Luisa desea grabar las canciones que ha escrito en el semáforo. Andrés, ser un ingeniero mecánico. Juan, un médico forense. Nicolás, gerente de una empresa... y así muchos. “Si en Colombia no hubiera tanto desempleo para los adultos, violencia y pobreza, ¿cuántos niños dejarían de estar en la calle?, entre ellos mis hijos”, dijo la mujer que tuvo que dejar Tumaco para bailar en los semáforos de la fría Bogotá.