EL ULTIMO VIAJE DE MATTA

Violentas protestas en Honduras por irregular envío a EE.UU. del narcotraficante Juan Ramón Matta

9 de mayo de 1988

En las buenas y en las malas, la vida del narcotraficante hondureño Juan Ramón Matta Ballesteros ha estado marcada siempre por episodios cinematográficos. Espectacular fue su fuga de la cárcel Modelo de Bogotá en marzo de 1986, y espectacular fue también la semana pasada en Tegucigalpa, su detención y posterior envío a los Estados Unidos vía República Dominicana. Pero es seguro que ahora, cuando se encuentra en manos de las autoridades norteamericanas afrontando 15 cargos relacionados con tráfico de drogas y con el asesinato de un agente antinarcóticos, el resto de sus días va a resultarle muy aburrido.

El principio de lo que puede ser el último capítulo de las aventuras de Matta comenzó el martes 5 a las 5 y 45 de la mañana, cuando 60 policías, apoyados por helicopteros y unidades artilladas del Ejército, rodearon su lujosa residencia en el barrio Los Angeles al suroccidente de Tegucigalpa. Sin que mediaran muchas palabras, los uniformados detuvieron a Matta y lo trasladaron al puesto militar de La Venta, a 20 kilómetros de la capital hondureña, lugar de alta seguridad donde son entrenados los regimientos "Cobra" del Ejército.
Allí no permaneció por más de tres horas. A las 10 de la mañana se encontraba ya en el aeropuerto internacional de Tocantin, cerca a Tegucigalpa, en donde fue obligado a abordar un jet tipo ejecutivo que despegó hacia el mediodía rumbo a Santo Domingo. El tour de Matta no terminó allí. Las autoridades dominicanas que habían convenido la operación con hondureños y norteamericanos, le pidieron los papeles, indagaron por el en los archivos de la Interpol y al encontrarlo, lo deportaron en un vuelo comercial rumbo a Nueva York en horas de la noche. Luego vino su arresto en el aeropuerto Kennedy, y una escala mas en Atlanta, Georgia, antes de su traslado definitivo a una cárcel federal de máxima seguridad en Marion, Illinois.
Pero si para Matta, esto quizá signifique que se acabaron las grandes emociones, no se puede decir lo mismo en lo que se refiere al gobierno hondureho. Horas después de la extradición de Matta (que muchos periódicos de Tegucigalpa prefirieron calificar de secuestro), las protestas comenzaron a llover de todos lados.
La mayoría de los congresistas, la Corte Suprema, los editorialistas --en particular los de el opositor diario El Tiempo--, fueron los primeros en acusar al gobierno de haber violado la Constitución. En efecto, la Carta Magna hondureña prohibe expresamente la extradición de nacionales y, aunque acepta que los tratados internacionales (como el de extradición suscrito hace más de 70 años por EE.UU. y Honduras) están por encima de las normas internas, determina para ello una serie de procedimientos que no se cumplieron en el caso de Matta. Ese tratado además no contempla delitos de narcotráfico que en los días en que fue firmado simple y llanamente no existía en ese país.
Pero después de juristas, políticos y periodistas, la protesta salto a las calles. El jueves en la noche, unos 3 mil manifestantes asaltaron un ala de la embajada norteamericana en Tegucigalpa, apedrearon los ventanales, incendiaron parte de la edificación y se enfrentaron con guardias de la sede diplomática y efectivos policiales hondureños. Cinco manifestantes resultaron muertos, sin que al cierre de esta edición se supiera muy bien quién les había disparado.
Los gobiernos de Honduras y EE.UU. se apresuraron a decir que la protesta había sido organizada y pagada por elementos del narcotráfico pero ni siquiera eso pudo borrar el mal sabor que todo el episodio, desde la detención de Matta hasta los cinco muertos, dejó en la opinión pública hondureña e internacional.
Aunque nadie fuera de su abogado parece dispuesto a defender la posición de Matta, lo cierto es que al final de la semana era difícil saber cual de los dos gobiernos --Washington o Tegucigalpa-- se había equivocado más. Los hondureños, porque quedaron ante propios y extraños como simples titeres al servicio de un pacto secreto que al parecer acordaron con Washington, en el que el envió de Matta fue la contraprestación a la ayuda militar ofrecida por los marines en la reciente crisis fronteriza con Nicaragua. O los norteamericanos, porque con esta maniobra no sólo han perdido credibilidad con respecto al respeto de normas internacionales y, por eso mismo, es posible que conviertan en politicamente impracticable, cualquier extradición legal a EE.UU. desde países como Colombia, sino además porque han despertado un hondo sentimiento antiyanqui en un pueblo que como el hondureño, parecía ser el más dispuesto de toda Centroamérica a ponerse del lado de Washington en el complejo dominó de la región.
Matta era sin duda un hombre odiado por muchos a quienes había hecho daño. Pero también era querido por mucha gente humilde de su país a la que le había hecho grandes favores y que puede comenzar a verlo hoy como un héroe o un martir. De alguna manera, es como si Washington estuviera repitiendo, con la misma torpeza, los errores cometidos en el caso Noriega, quien a pesar de despertar grandes odios, se ha convertido para muchos panameños y latinoamericanos en una figura simpática que le está ganando el juego a los gringos. Claro que al gobierno de Ronald Reagan seguramente no le preocupa mucho esto. En pleno período pre-electoral, nada mejor para atraer votos que coger a los malos y ponerlos tras las rejas, independientemente de si esto se hace haciendo trizas la constitución de un pequeño país centroamericano, cuyo nombre resulta desconocido para la inmensa mayoría de los norteamericanos.--