POLÍTICA
Sube el tono del lenguaje político
En campaña los políticos suelen subir el tono. En esta oportunidad lo elevaron aún más y se desataron en mentiras y agresividad.
Por estos días la intolerancia política ha estado a flor de piel. Desde los dos extremos del espectro político, liderados por Álvaro Uribe y Gustavo Petro, han surgido ataques, afirmaciones irresponsables, palabras duras y a veces mentirosas.
Los usuarios de las redes sociales se aterraron cuando el senador Uribe decidió bloquear, de tajo, a Diana Osorio, esposa de Daniel Quintero, candidato a la Alcaldía de Medellín. Consideraron agresiva la reacción, pues Osorio le había trinado al senador: “Con el corazón le pido que con sus palabras imprecisas no incite a una división que desata violencia. Daniel no es agente de nadie; Daniel es mi esposo y papá de dos bebés. Cuide y respete su vida desde la primera forma de violencia: el lenguaje”.
Si bien la indignación suele generar réditos electorales, un lenguaje sensato y reconciliador también podría hacerlo.
Con esa, una respuesta calmada, reaccionó al mensaje que minutos antes había puesto el senador para señalar a Quintero como “agente de Petro” ante su vertiginoso ascenso en las encuestas. Entre abril y septiembre, Quintero pasó de 8 a 21 puntos en la medición de Invamer, hasta ubicarse en el segundo lugar, muy cerca del uribista Alfredo Ramos. Y si bien en campaña presidencial Quintero apoyó a Petro, molestó el carácter peyorativo y estigmatizante de la palabra agente
Pocas horas antes, el mismo Petro se había convertido en el centro de atención en un debate sobre Odebrecht. En el recinto del Senado aseguró que la multinacional había sobornado periodistas y mencionó los nombres de cinco personas que se han dedicado al oficio de la comunicación, pero no al periodismo: Camilo Granada, Marilyn López, Juan Mesa, Camilo Cano y Ángela Calderón. La afirmación no cayó bien. Además de que los cinco han sido estrategas la mayor parte de su vida, solo Calderón y López han ejercido el periodismo, y todos, rápidamente, demostraron que no habían tenido una relación directa con Odebrecht. Mucho menos en la época del escándalo.
Al igual que Uribe, Petro también anda enloquecido en Twitter. Se fue contra Sergio Fajardo al insinuar tráfico de intereses. En respuesta a un trino de Jorge Enrique Robledo que invitaba a la oposición –incluyendo a Petro– a apoyar a Claudia López, el líder de la Colombia Humana contestó sin sustento algo que poco tenía que ver: “Decían que Fajardo era el único que podía vencer a Duque, pero Fajardo es igual a Duque. Contrató directamente a Konfirma, que queda en el mismo piso que su empresa: Fajardo Moreno, que es una sociedad con la familia de Uribe. Ahora Konfirma se roba el metro elevado de Bogotá”. Frente a ello, Fajardo llamó a la calma: “Descansa un poco, Gustavo. No hay necesidad de tantas mentiras, tergiversaciones, trampas, insultos, agresiones, rabias y odio. No todo vale. Falta mucho para el 2022”, dijo.
Días antes, otro suceso había llamado la atención. El 4 de septiembre, en un debate de control político de Odebrecht, los senadores Alexander López, del Polo, y Álvaro Uribe tuvieron una dura confrontación. López, uno de los citantes, mostró durante varios minutos una imagen del expresidente Uribe con Marcelo Odebrecht. En respuesta, Uribe lo señaló de ser socio del ELN y “patrocinar actos de terrorismo contra la empresa de los caleños”, cuando estaba en marcha el proceso de liquidación de Emcali. A las pocas horas, el Twitter de López estaba lleno de amenazas de muerte.
El episodio de López pone sobre el tapete una realidad. De la palabra al gatillo hay mucha distancia, pero el lenguaje puede estigmatizar y, en un ambiente tan caldeado como el colombiano después del plebiscito, traducirse en actos de barbarie.
De la palabra al gatillo hay mucha distancia. Pero en medio de la radicalización, el lenguaje puede inducir a la violencia.
Eso sucede con más fuerza en los territorios en donde la violencia ha vuelto a ganar terreno. Según la Misión de Observación Electoral, entre el 27 de octubre de 2018 –fecha en la que se inició la inscripción de cédulas– y el 27 de agosto de 2019, se registraron 364 hechos de violencia contra líderes políticos, sociales y comunales. Así mismo, se han presentado 224 amenazas, 91 asesinatos, 45 atentados, 2 secuestros y 2 desapariciones. A esas cifras hay que sumarle el asesinato de Orley García, candidato del Centro Democrático a la Alcaldía de Toledo, Antioquia, la semana pasada. En plata blanca, en el país asesinan un líder político, social o comunal cada tres días.
El estigma, sumado a la proliferación de noticias falsas, llevó al cruel homicidio de Karina García, candidata a la Alcaldía de Suárez, Cauca. “Contradictores de Karina regaron el chisme de que ella quería fumigar los cultivos ilícitos, cosa que ella no dijo nunca”, asegura el investigador Ariel Ávila. No obstante, “como la competencia política tenía capacidad de intimidar, la difamó”. En el caso de los líderes sociales, la Defensoría del Pueblo también ha insistido en que la estigmatización mediante el lenguaje les genera mayores niveles de riesgo.
Todo esto mediado por la lógica de la indignación, facilitada por las redes sociales y reforzada por la pérdida de sentido de las ideologías. En estas elecciones tomó fuerza el fenómeno de los coavales. Partidos históricamente antagónicos como el Liberal y el Conservador, o el Centro Democrático y la Alianza Social Independiente (ASI), terminan por respaldar el mismo candidato al mismo tiempo. Así ocurre con candidaturas tan visibles como las de Nicolás García a la Gobernación de Cundinamarca o la de Vicente Blel a la de Bolívar. Ante la ausencia de identificación ideológico-partidista, los políticos tradicionales vuelcan el debate al terreno de lo personal al tildar a su contradictor de “facho”, “paraco”, “guerrillero” o “mamerto”.
Un trabajo reciente del Observatorio de la Democracia de la Universidad de los Andes a partir de la encuesta Barómetro de las Américas, y publicado por SEMANA, encontró que en Colombia la mayoría se orienta al centro político. En otras palabras, que muchos no ven la política exclusivamente en blanco y negro, y rechazan los extremos. Sin embargo, la radicalización política, que tiene su origen en las diferencias frente al acuerdo de paz, surge del discurso de las élites del poder (senadores, expresidentes), que cuentan con voz y micrófono para polarizar. Si no fuera porque los políticos hablan cada vez más duro, reproducen mentiras y estigmatizan, el lenguaje político de la sociedad sería menos agresivo y las fake news tendrían menos vigencia.
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Recientemente, la Corte Constitucional reiteró, frente a las ofensas en las redes sociales, que si bien en ellas prima la libertad de expresión, no deben permitirse las incitaciones al genocidio, la violencia, el odio y la pornografía infantil. Y que aunque cada caso es particular, el lenguaje no debe “conllevar a afectar la dignidad de una persona, y mucho menos a que sea humillada”.
De ese criterio tienen que empaparse las figuras políticas. Si bien la indignación suele generar réditos electorales, un lenguaje sensato y reconciliador también podría hacerlo. El Congreso, las campañas y las redes sociales son buenos espacios para ensayar.