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Alba Lizarazo, personera de Cravo Norte, abandonó Arauca luego de conocer un plan para matarla y de que asesinaran al hombre que lo advirtió. En Cravo Norte patrullan soldados que enfrentan a grupos criminales.

REPORTAJE

El llano solitario

Por Arauca y Vichada pasan las rutas que el ELN y las disidencias usan para traficar armas y drogas por la frontera, y, de paso, reclutar venezolanos. Viaje a un territorio aislado.

23 de noviembre de 2019

Rodeada de dos escoltas y tres soldados que empuñan sus fusiles, Alba Yaneth Lizarazo, la personera de Cravo Norte, un remoto pueblo araucano, recuerda el día en que sintió que por su culpa habían asesinado al hombre que le salvó la vida. El 21 de febrero, al anochecer, un campesino se acercó a uno de los guardias que la Unidad Nacional de Protección le había asignado ante las constantes amenazas. El desconocido dijo que había un plan en marcha para matarla esa misma noche. Tras la advertencia, ella se guareció en su casa.

Al día siguiente, la inspectora del pueblo irrumpió en su despacho para avisarle que acababan de asesinar a alguien y que requerían su presencia en la escena del crimen. Pero llegó una nueva advertencia. Era una trampa. La querían afuera de su despacho para concretar el plan. El hombre asesinado era el mismo que el día anterior le advirtió que la iban a matar.

Varios elenos y disidentes capturados este año en la Orinoquía son venezolanos. Las armas incautadas tienen ese mismo origen.

“La organización armada le cobró a él que yo siguiera viva”, dice la personera Lizarazo en medio del llanto, parada en una esquina del pueblo y protegida por los cinco hombres. Y prefiere no especificar a qué grupo llama “la organización armada”. Sin embargo, los mapas de las autoridades ubican en esta zona del país, entre Arauca y Vichada, al frente de guerra oriental, el más poderoso de todas las estructuras del ELN, como el grupo dominante. También están las disidencias de los frentes 1 y 10 de las Farc, comandados por alias Gentil Duarte y alias Iván Mordisco. Además, persiste un reducto de los Puntilleros, un grupo surgido del bloque paramilitar Libertadores del Vichada. Pero este último está diezmado tras la captura de alias Danielito, su cabecilla, el año pasado.

Las bandas criminales han instrumentalizado a Arauca y Vichada como rutas de la ilegalidad. Casi no hay cultivos ilícitos, pero por allí sale mucha de la coca procesada en Guaviare, Caquetá y Meta, y transitan el contrabando y el ganado. Y también entran las armas que estas organizaciones compran en Venezuela. Esas dinámicas suceden frente a un Estado reducido y a veces acorralado.

El puente internacional José Antonio Páez es el principal cruce fronterizo entre la Orinoquia colombiana y la venezolana. Una estructura gigante de concreto, con las fuerzas militares colombianas de un lado y la guardia venezolana en el otro. A escasos dos kilómetros de allí hay un paso ilegal. Alrededor de 30 lanchas mueven durante todo el día personas y mercancías que cruzan el río Arauca sin ningún tipo de restricción, pagando 2.000 pesos. Y todos saben el secreto: en ese planchón manda el ELN. En Vichada, el departamento vecino, hay seis pasos ilegales.

Carlos Negret, el defensor del pueblo, recorrió buena parte de la Orinoquia, desde el puente fronterizo de Arauca, pasando por Vichada y Casanare.

La frontera les da vida allí a las organizaciones armadas. El coronel Rafael Maestre, comandante del batallón Próspero Pinzón, explica que los disidentes y los elenos duermen en el lado venezolano, donde pactan con las autoridades, y pasan la frontera a cometer sus crímenes. Asegura que actualmente reclutan sobre todo venezolanos. Este año, su unidad ha capturado a siete personas de esa nacionalidad pertenecientes a esos grupos. Además, la mayoría de las armas incautadas en la zona, pistolas Pietro Beretta y fusiles M16 o FAL, provienen de militares venezolanos.

En este momento esas organizaciones no están en guerra, como sí ocurre en otras regiones marginadas de Colombia. Pero eso no significa que no tengan una brutal incidencia en la vida de la gente. Por su presencia, a esos territorios no llega la ley, tampoco las empresas que pueden dar trabajo, los bancos ni muchas instituciones del Estado. En Cravo Norte, por ejemplo, estos grupos son capaces de frenar directamente el ya lento y paupérrimo desarrollo.

La personera Lizarazo cuenta que cuando empezó a recibir amenazas trabajaba en la capacitación de la comunidad para que ejercieran veeduría sobre las eternamente inconclusas obras del pueblo. Como quedó consignado en las actas revisadas por la funcionaria, los contratistas han tenido que suspender la pavimentación de la vía que conecta el pueblo con Arauca, la capital, por las extorsiones de los grupos armados. En esa trocha han invertido miles de millones de pesos y hoy sigue destapada en el 80 por ciento. En temporada de lluvias toma hasta siete horas llegar a Arauca y, como dicen los pobladores, más de un enfermo ha muerto durante el trayecto, y más de una madre ha dado a luz allí, en una ambulancia que salta con los huecos y levanta nubes de polvo.

“Las vías bien pavimentadas serían la redención de la gente, porque las denuncias se derivan de por qué la vía no funciona”, dijo Carlos Negret, el defensor del pueblo, quien la semana pasada recorrió los llanos y se reunió con sus pobladores.

Los tiempos de desplazamiento son tan absurdos que se vuelven una verdadera tortura. En Bocas del Pauto, una pequeña población del Casanare, muchos de sus escasos 800 habitantes caminan descalzos por la calles. Allí, los entierros son todo un acontecimiento. Este 31 de octubre sepultaron a Alba Betancourt, una mujer de 23 años que hace tres meses dio a luz. A mediodía, su familia estaba reunida en el patio de la casa, en medio del banquete de carne de res que en el llano ofrecen tras la muerte de un ser amado. Ahí su padre contó la historia.

Alba se sintió mal una semana antes, pero no fue al centro médico del pueblo porque allí solo está el doctor Édgar Vera, quien hace tanto como puede para atender a sus pacientes en su solitario consultorio, donde apenas tiene una camilla dura y una báscula vieja. Él mismo dice sentirse aburrido y decepcionado: “Estoy trabajando con las uñas y no veo una solución pronta”.

La familia de Alba pensó que estaba enferma de dengue, pero días después, cuando vieron que se agravó y que su cabeza se hinchaba, decidieron que debía buscar ayuda. Viajaron por trocha durante cinco horas hasta el pueblo más cercano, La Primavera, para encontrar que allí tampoco podían ayudarla. La mandaron a Yopal. Allí, tras otras cinco horas de camino, falleció. “Cuando uno se enferma acá, si no sale, se muere”, dice un primo de Alba.

También el profesor Mauricio Rojas, en Santa Bárbara de Agua Verde, una inspección del Vichada, expresa esa sensación de aislamiento. En ese poblado no hay policía ni un odontólogo para los niños. En el casco urbano reciben bombeo de agua dos horas al día y electricidad 4 horas en las noches. En las veredas, algunos campesinos tienen que caminar hasta 4 horas para conectarse a una red de telefonía celular y hacer una llamada. “Estamos marginados, aislados. Sentimos ira con los que pueden ayudarnos y no lo hacen”. Paradójicamente, en esta región a la que pocos quieren ir, los que llegan a servir corren riesgos.

Luego del asesinato del hombre que le salvó la vida, la personera Lizarazo entró en pánico. Una avioneta de la Cruz Roja la sacó del pueblo y las autoridades departamentales le dijeron que tenía que abandonar Arauca. Desde entonces, y por ocho meses, atendió a distancia, por correos y llamadas. “No estar en el territorio hace que ese tejido que en tres años pude crear con las comunidades se vaya rompiendo”.

La personera apenas pudo regresar el 25 de octubre, para vigilar las elecciones regionales. Llegó protegida por un esquema de seguridad y la recibió el Ejército. Mientras cuenta esta historia, sentada en una esquina, bajo una lámpara de luz tenue, pasan motos que la alumbran y la inquietan, y que también ponen nerviosos a los hombres que la cuidan. “Estar sentada aquí es difícil; que haya tantas motos a mi alrededor y que uno sepa que esas motos pueden ser las mismas que ese día intentaron hacerme algo...”, dice con gesto de asombro.

Cuando volvió, la gente la abrazaba y le pedía que no se fuera; le decían que la necesitaban allí. Pero tuvo que marcharse de nuevo. “Siento que no estoy haciendo mi trabajo –dice y se quiebra en llanto– y que ellos (los grupos armados) están ganando. Y mi comunidad se está volviendo a quedar sola”.