HISTORIA

¡En Colombia también hubo campos de concentración!

Con motivo de los 70 años del final de la Segunda Guerra Mundial, vale la pena recordar lo que le sucedió a los alemanes en Colombia. Por Tatiana Hiller.

16 de mayo de 2015
La prensa Colombiana registraba la detencion de los alemanes como si fuera un capítulo de una película de guerra.

Desde 1933, cuando el Partido Nacional Socialista Alemán llegó al poder, se dio inicio al periodo de la Alemania nazi. Bajo el régimen de Adolfo Hitler comenzó el Holocausto, el genocidio de 6 millones de personas de origen judío y otras minorías étnicas. Una gran parte de ellos fueron exterminados en campos de concentración, de los cuales el más famoso fue Auschwitz.

Lo que pocos recuerdan es que Colombia también tomó parte en esa guerra y como consecuencia se adoptaron medidas que hoy suenan definitivamente exóticas. En 1941 el gobierno estadounidense publicó lo que se conocería como La Lista Negra. En ella se encontrarían los nombres de empresas y personas sospechosas de colaborar con los países del Eje. La lista tenía como propósito inmediato apartarlos de las vías comerciales y evitar que la ayuda financiera que Estados Unidos prestaba a los países latinoamericanos pudiera ser objeto de sabotaje o caer en manos del  enemigo. El 8 de diciembre de 1944, Colombia, como aliada de ese país, se comprometió a garantizar la seguridad del comercio en el continente, tomando medidas para que posibles representantes de Alemania o Japón que residieran aquí no pudieran desempeñar actividades de espionaje o sabotaje. Ese es el origen de lo que sería el campo de concentración colombiano.

Mediante la Ley 39 de 1944 se decretó la  retención de extranjeros sospechosos de colaborar con los países enemigos de Estados Unidos. Cientos de inmigrantes provenientes de diferentes partes del mundo habían llegado a Colombia en busca de nuevas oportunidades escapando de las atrocidades de la guerra. Aproximadamente 100 de ellos fueron considerados peligros potenciales para la seguridad nacional y fueron recluidos en el hotel Sabaneta en Fusagasugá. Familiares de los concentrados aseguran que la selección fue arbitraria pues no se pudo establecer que la mayoría de los retenidos tuvieran nada que ver con el régimen alemán ni algún tipo de colaboración con el Eje.  Un nombre o apellido alemán o una fecha de llegada a Colombia eran suficientes para ser sospechoso de colaborar con el enemigo.

El hotel Sabaneta


Por varios medios de comunicación se dieron a conocer los nombres y apellidos de las personas que debían presentarse en Fusagasugá. “Un día llegaron a mi casa, le ordenaron a mi papá que entregara los documentos de sus propiedades y le dieron un ultimátum de tres días para presentarse en el campo de concentración”, dijo en su momento Joerg Scheuerman.

Aun así la expresión ‘campo de concentración’ habría que ponerla entre comillas pues la reclusión en Fusa nada tenía en común con Auschwitz o los otros campos de concentración alemanes. A diferencia de estos, donde los prisioneros eran obligados a realizar labores forzosas, vivir en hacinamiento y ser exterminados, la tortura para los presos de Sabaneta era sobre todo el ocio. No había maltrato de ninguna clase pero tampoco había nada que hacer. Por eso, los retenidos debían buscar cualquier tipo de actividad para ocuparse de la monotonía del día a día.

No obstante, los pocos sobrevivientes o sus descendientes recuerdan al hotel Sabaneta como una experiencia desagradable. Personas de diferentes procedencias, en su mayoría alemana y japonesa, fueron forzadas a abandonar sus hogares y sus negocios y obligadas a vivir en un lugar ajeno a su medio. Según publicaciones de periódicos de la época, los habitantes del hotel solo tenían derecho a recibir visitas de familiares y amigos los jueves y domingos.

Algunos alemanes tuvieron la suerte de hospedarse en las seis casas que además del complejo principal conformaban las instalaciones del hotel. Estas se reservaron para los primeros en presentarse, especialmente si venían acompañados de esposa e hijos. Sin embargo, en varios casos por falta de espacio se llegó a que los retenidos tuvieran que compartir habitación con algún compatriota que no necesariamente era de su familia. Las habitaciones estaban dotadas de camas, un armario, una mesa de noche y un pequeño escritorio. La cocina, el comedor, la piscina y los jardines eran comunales.

Con la urgencia de hacer algo durante el día, distintos grupos de actividades se conformaron en el campo. Los alemanes con conocimientos en carpintería formaron un grupo creativo en el cual construían muebles. Otros más afines a la jardinería se dedicaron a embellecer el recinto con caminos de piedra, árboles y flores.

Con el tiempo se fueron conformando distintos equipos correspondientes a las regiones donde se habían instalado los inmigrantes; los costeños, los paisas y los bogotanos realizaban olimpiadas de ajedrez, bridge, ping-pong y skat (juego de cartas alemán). Otros conformaron un grupo musical encargado de amenizar las tardes o celebrar cualquier ocasión que fuera merecedora de un festejo. “Celebrábamos las navidades y los cumpleaños como una gran familia. Las mujeres cocinaban todo tipo de panes y postres. Para qué pero en esos días pasábamos bueno”, dice Walter Schmidt, quien vivió esa experiencia.

La gran mayoría de huéspedes eran de origen alemán, pero a estos se le sumaron algunos japoneses. Con los ‘japs’, como los llamaban algunos alemanes, mantenían una relación formal y de respeto, pero no de amistad. Recuerda un alemán, que en ese momento era un niño de seis años, que los japoneses crearon hermosos estanques de agua en la quebrada aledaña al hotel y allí criaron peces dorados. En algunas ocasiones obsequiaban esos peces a a los niños alemanes o los intercambiaban por alimentos u otros objetos de interés para los japoneses.

Todos los habitantes de Sabaneta debieron pagar por su estadía en el ‘campo de concentración’. Mediante un decreto de 1942 se conformó el Fondo de Estabilización Nacional, encargado de administrar las propiedades de los ciudadanos del Eje establecidos en Colombia, de cuyo producido se financiaba el sostenimiento de Sabaneta. Sin embargo, los recluidos tenían que pagar por su cuenta cualquier costo necesario para el diario vivir, lo cual no era fácil. La imposibilidad de administrar sus negocios, sumado a los gastos adicionales, dejó a más de uno en una mala situación económica al final del proceso.

Una vez finalizada la guerra y tras dos años de funcionamiento del hotel Sabaneta, todos los individuos que en algún momento fueron sospechosos de colaborar con países enemigos de Estados Unidos quedaron en libertad. Los que contaban con bienes que hicieron parte del fondo recibieron una indemnización que consideraron insignificante. A pesar de esa desagradable experiencia, prácticamente todos decidieron quedarse en Colombia y regresaron a las ciudades donde se habían establecido. Colombia, a pesar de su ‘campo de concentración’, era un mejor vividero que la Europa destruida.

De Sabaneta hoy en día no queda más que una torre blanca, de dos metros de altura, en la que las ferreterías vecinas publicitan sus productos. Curiosamente, Colombia, que prácticamente nada tuvo que ver con la Segunda Guerra Mundial, fue objeto de una noticia sensacionalista pocos años después de la guerra cuando se llegó a especular que Hitler podía estar vivo y escondido en Bogotá. El cuento era absurdo y rápidamente fue desvirtuado, pero llegó a producir titulares de prensa durante unos días.