NACIÓN
En el Día de la Mujer, el relato para no olvidar de Elsy Serna Gómez
Tiene 55 años de edad y es la quinta de una familia de seis hijos: cuatro mujeres y dos hombres. Las Farc cambiaron su vida.
La fecha exacta de los hechos ya no es muy clara para Elsy Serna Gómez. Pero de lo que no tiene duda es de que su tragedia ocurrió en 1986 en el municipio de Codazzi, Cesar. De eso hace ya 35 años y hoy ella se considera una mujer nueva, con esperanzas, con una familia adorable y, lo más importante, sin odio en el corazón.
Elsy tiene actualmente 55 años. Es la quinta de una familia de seis hijos: cuatro mujeres y dos hombres. Su padre había nacido en Antioquia y su madre afrodescendiente en Cartagena de Indias. Los dos se conocieron en el Cesar y se asentaron en Codazzi. Allá echaron raíces e hicieron cierto capital.
A sus padres, Miguel Serna y Tania Gómez, ya fallecidos, “les fue bien con los cultivos de algodón y consiguieron algunas propiedades en zona rural de Agustín Codazzi. Los cultivos de algodón me traen muchos recuerdos porque hoy en día solo los ve uno por televisión, por las noticias, por las redes sociales”, comentó Elsy en la Unidad de Investigación y Acusación de la Jurisdicción Especial para la Paz.
En su concepto, los cultivos de algodón en Cesar “se acabaron porque cuando entró la guerrilla de las Farc al territorio, pues ya ellos (los guerrilleros) empezaron a tomar posesión del pueblo. El Cesar se caracterizó por cultivar el algodón. El algodón fue un cultivo que en su época generó mucho empleo en Codazzi. Todo el mundo allá era recolector de algodón”.
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Este es su relato:
Para la época del algodón, a mediados de los años 80, la guerrilla se metió de lleno en el territorio y empezó a visualizar a las personas que tenían buenos ingresos económicos. Y empezó con el tema de las mal llamadas ‘vacunas’. Para ese entonces, los guerrilleros no eran tan visibles. Codazzi era un pueblo sano donde todo el mundo se conocía.
Ya en los años 90, la guerrilla empezó con los secuestros. Hoy caía un ganadero, mañana un médico, luego un tendero o el dueño del almacén de la plaza. Entonces se fregó el pueblo. Empezaron las masacres, las desapariciones, los secuestros… Fue una época terrible. Nosotros fuimos secuestrados (en 1986) en nuestra propia casa. Estábamos mi mamá, mi hermana menor y yo. Mis dos hermanas mayores ya se habían casado y vivían en sus casas. Mi hermano mayor estaba estudiando medicina en Puebla, México, pero estaba de vacaciones en Colombia. El menor prestaba el servicio militar en Antioquia y gozaba de licencia. Y había un niño de la calle, Jáder, que fue educado en nuestra casa. Tenía seis o siete años. Con el tiempo, un familiar suyo que vivía en Venezuela se lo llevó. Fue un momento muy triste.
De pronto mi mamá y yo notamos que venía una camioneta muy despacio. Pensamos que era el carro de un amigo de mi hermano (el estudiante de medicina). Pasó de largo. Llegó a la esquina, pero regresó. La camioneta se detuvo, abrieron las puertas y salieron tres tipos armados. Uno de ellos le apuntó a mi mamá, otro a mí y el tercero al interior de la casa. ‘No se preocupen, no les va a pasar nada’, nos dijo uno de los hombres armados.
Mi mamá, que era hipertensa, empezó a desmayarse del susto. Uno de los hombres fue hasta la cocina y le trajo un vaso con agua. Los tipos estaban uniformados y utilizaban pasamontañas. ‘No sabemos quiénes son’, le expliqué a mi hermana menor, que se había puesto mal del estómago apenas notó la presencia de los tres sujetos.
Los nervios descontrolaron a mi hermana. Entonces le recalqué: ‘Trata de tranquilizarte. Tenemos que pensar en mi mamá’. ‘¿A quiénes espera?”, le preguntó uno de los tipos a mi madre. ‘A mi esposo, que está con el niño menor (el adoptivo), y a mis otros dos hijos. En total son cuatro’, contestó ella. Uno de los tipos se fue hasta el patio y se subió a un palo de mango. Desde ahí visualizaba todo. Nosotros lindábamos con el cementerio. ‘Abra la puerta porque acaba de llegar alguien’, me dijo uno de los hombres mientras, escondido, me apuntaba a la cabeza con un revólver. Eran mi papá y el niño que estábamos criando. Cuando mi papá entró y vio que me estaban apuntando con un arma, inmediatamente cambió de color, a pesar de que era un paisa muy tranquilo.
‘¿Qué está pasando aquí, niña? ¿Dónde están tus hermanos?’, me preguntó mi papá. ‘Tranquilo, sigue’, le dije. ‘Mis hermanos no han llegado y mi mamá está en el cuarto con la niña’, le respondí.
“Somos de la guerrilla de las Farc’, le dijo uno de los encapuchados a mi padre. ‘Estamos buscando una casa por acá, para alquilar, porque vamos a recibir un cargamento (de armas) en el cementerio’, agregó. ‘Después de que salgamos de esta casa, esperen unos 15 o 20 minutos, llamen a la Policía y díganle que estuvimos aquí’, añadió.
Luego llegó mi hermano, el que estudiaba en México. ‘¿Qué está pasando?’, preguntó. La llegada de mi hermano, el menor, me marcó la vida. Mi mamá alcanzó a botar o a esconder algunas cosas de mi hermano que lo podían comprometer por ser militar. Mi hermano menor no preguntó nada cuando llegó. Me apartó a mí con una mano y de inmediato tomó por el cuello al encapuchado que me estaba apuntando con el arma. Lo golpeó dos veces contra la pared. Pero otro de los tipos le pegó por la espalda con la cacha del revólver. Mi hermano se desmayó. Cuando volvió en sí, notó que todo le daba vueltas.
Era ya casi medianoche. Cuando ya estábamos todos en la casa, empezó mi calvario. Para ese momento nadie había cenado. Yo tenía mucha ansiedad y la ansiedad me produjo hambre. Entonces me fui para la cocina y uno de los encapuchados, que estaba sentado en el mesón, me miraba y me miraba. De pronto me dijo: ‘Estás muy bonita. Eres una morena muy hermosa’.
No sé cuántos años tenía el hombre porque nunca le vi su rostro por el pasamontañas. Era muy alto y acuerpado. El hombre empezó a morbosearme. De pronto mi hermana apareció en la cocina y el encapuchado empezó a enviar sus comentarios morbosos para las dos. El tipo empezó a decirme: ‘Bájate la blusa, quítate la blusa, quiero verte’. Yo siempre le dije que no, y a mi hermana la puse detrás de mí para protegerla.
El encapuchado, al ver que mi hermana y yo no obedecíamos sus órdenes, se enojó y nos gritó tan duro que su compañero, que estaba subido en el palo de mango, lo increpó y le dijo que ellos no estaban allí, en mi casa, para abusar sexualmente de mujeres. ‘Pero es que ellas no van a hablar, porque si hablan se mueren’, respondió el individuo. Mientras tanto, yo temblaba, mi hermana temblaba y llorábamos las dos.
Al final, el guerrillero que intentó detener las depravaciones de su compañero se cansó de dar consejos y se volvió a subir al palo de mango. De inmediato, el encapuchado empezó a manosearme en presencia de mi hermana. Ella también fue víctima porque todo lo que me hicieron fue en presencia suya.
Hoy tengo claro que así no hubiera sido penetrada, fui víctima de violencia sexual. Yo no decidí por mí, el agresor decidió por mí. Por eso hizo lo que le dio la gana. No me penetró, pero sí me tocó mi cuerpo, babeó mi cuerpo. Reconozco que hay un Dios y que gracias a Él las cosas no fueron peores. Yo pude haber gritado para que uno de mis hermanos viniera, pero sabía que si lo hacía nos mataban a todos.
Eso duró por ahí hora y media. Las armas llegaron como a las cuatro de la mañana del otro día. El tercer encapuchado (no el del palo de mango) también se metió a la cocina y también empezó a manosearme. ‘El día que hables, te mueres’, me dijo. ‘Ya nos vamos. Ya terminamos. Llamen a la Policía y díganle que aquí estuvimos nosotros.
Mi hermano, el menor, no salió bien librado de los golpes que le pegaron con la cacha del revólver los encapachados el día del secuestro. Con el tiempo, en 1994, mi hermano, el menor, murió de un derrame cerebral como consecuencia de los golpes que los guerrilleros le propinaron. Yo me fui para Barranquilla el mismo día del secuestro. Me fui triste, derrotada, humillada. Pero me acordé que mi mamá siempre nos inculcó ser fuertes en los momentos más difíciles. Mi temperamento se lo saqué a mi madre. Muchas veces dije que no me iba a casar nunca porque sentía apatía por los hombres. Pero cuando tenía 31 años me casé. Hoy tengo tres hijos: dos hombres y una mujer.
Cuando cuento mi historia, la gente me pregunta si ya perdoné a los hombres que tanto daño me hicieron. ‘Perdoné, gracias a Dios, estando aquí en Bogotá’, respondo. A Bogotá llegué porque, en 2012, los paramilitares me sacaron corriendo del Cesar. Incluso, actualmente son los paramilitares los que me siguen intimidando.
Hace algunos años hubo un evento en la localidad bogotana de Ciudad Bolívar. Yo encabezaba un grupo de mujeres que denunciábamos violencia sexual por parte de guerrilleros y paramilitares en el marco del conflicto armado. En ese evento entendí que no solo yo era víctima. Mis victimarios también fueron víctimas. También sufrieron. A partir de ese momento mi corazón sanó. A partir de ese momento mis pesadillas terminaron.
Finalmente, quiero destacar que, para la JEP, a partir de marzo, vamos a empezar a documentar casos de violencia sexual en el marco del conflicto armado en el Cesar. Yo encabezo en el departamento una organización sin ánimo de lucro que se llama Mujeres Víctimas Emprendedoras o Muvicem. Que todo sea por el perdón y la reconciliación.