HISTORIA
1989: el año en que murió la inocencia
Al final de la década de 1980, Colombia se encontraba al borde del precipicio. Bombas en cada esquina, magnicidios, masacres y asesinatos coparon las páginas de los periódicos y los colombianos perdieron la esperanza en un futuro mejor. Esta historia es la que relata María Elvira Samper en su libro 1989. Por Gabriel Silva Luján.
1989, el libro de María Elvira Samper –muy apropiadamente titulado al estilo orwelliano– narra los tenebrosos hechos que estremecieron al país hace aproximadamente un tercio de siglo. Escogió muy bien la fecha. Muchos analistas consideran ese año quizás como el más violento de la historia contemporánea de Colombia. No solo por el número de víctimas, sino también por el alcance y profundidad del horror desatado por la guerra de los carteles de la droga, las organizaciones terroristas, los paramilitares y la guerrilla contra el Estado y contra la Nación.
De igual manera, en ese año el país, finalmente, perdió la inocencia. Precisamente 1989 marca la inflexión más importante en la historia social, política, institucional, militar y económica de la segunda mitad del siglo XX. Hay un antes y un después; hay una ruptura paradigmática. Una nueva criatura emerge en medio de las contracciones y los dolores de uno de los partos históricos más difíciles en los últimos 200 años. Estuvimos muy cerca, muy cerca, de que la criatura no llegara a ver la luz.
En contexto: 1989
Hechos, Memoria, Historia
La interpretación del acontecer de un país tiene tres patas: los hechos, la memoria y la historia. Con su libro, María Elvira Samper sirve bien a ese trípode analítico. Están los hechos, cronológicamente expuestos y documentados. Está la memoria, que recoge las apreciaciones de la autora sobre los hechos, que combina muy bien con los testimonios de un grupo selecto de protagonistas de la época, entrevistados aguda y certeramente por la periodista.
Debilidad institucional: Ante el fortalecimiento de las guerrillas, los paramilitares y los grupos narcotraficantes, el Estado colombiano quedó contra las cuerdas y no tenía la capacidad para combatir esos fenómenos.
De allí claramente se desprende una serie de hipótesis interpretativas e históricas que debe suscitar un debate que realmente no se ha dado. El libro 1989 puede convertirse, ojalá, en la cabeza de playa de esa discusión, que podría tener inmensas repercusiones sobre la interpretación del pasado reciente, pero más importante aún, sobre su significado para el presente y el futuro de los colombianos. El profesor Francisco Gutiérrez Sanín, autor del prólogo, se hace una pregunta crucial sobre qué tanto hemos avanzado en estos 30 años.
Heredero de la indiferencia
No deja de sorprender la simpleza y la ligereza con que los tertuliaderos analizan al expresidente Virgilio Barco, a quien como jefe de Estado le correspondió enfrentar la confluencia, en un solo año, de todas y las peores formas de violencia. Los estereotipos sobre su personalidad y sobre su gestión realmente esconden el carácter, la visión y el profundo compromiso democrático de este líder. Ocurren coyunturas, como la que vivió el país durante el Gobierno Barco, y en particular en 1989, en las que quien estaba a la cabeza del Estado y el equipo que lo rodeaba tuvieron una incidencia decisiva en cambiar el rumbo de la Nación.
A Barco le tocó enfrentar la inercia que conlleva la herencia de una década larga de indiferencia y de miedo. Desde mediados de los setenta la combinación de una infraestructura institucional muy débil, dependiente del estado de sitio para gobernar; unos protoempresarios enfrentados a la imposibilidad de labrarse un camino de ascenso social y un mercado mundial en expansión para las drogas ilícitas había hecho de Colombia una plataforma ideal para el surgimiento y la expansión del tráfico de sustancias prohibidas.
El narcotráfico: Este fenómeno potenció la violencia de 1989. Los dineros del tráfico de drogas sobornan a muchos funcionarios del Estado. Sicarios asesinan a quienes denunciaban a los narcotraficantes, que financiaron el paramilitarismo y la lucha contrainsurgente.
El país no se dio, o no quiso darse cuenta, de lo que venía. En los clubes hablaban folclóricamente de los marimberos y de los mafiosos, como si fueran una anécdota. Algunos hacían chistes y suculentos negocios con sus gustos y aspiraciones gracias a su desesperada búsqueda de reconocimiento social. No pocos veían con buenos ojos el ascenso de esa economía paralela que empezaba a tener fuertes vasos comunicantes con los negocios del día a día, en particular en la Costa, Antioquia y el Magdalena Medio. Esa fue la época de la indiferencia.
Mirar para el otro lado
Después vino la época del miedo. Estos actores ilegales no solo querían la riqueza que les otorgaba apropiarse de las rentas ilegales. También querían poder para exhibirlo como los carros, las novias y los caballos de paso. Pero, ante todo, deseaban penetrar el Estado y los factores políticos para cubrirse con un manto de impunidad inexpugnable. Ya sentían pasos de animal grande. El Tratado de Extradición y Asistencia Legal Mutua, suscrito por Colombia y Estados Unidos, representó un cambio profundo en las reglas del juego.
En un acto que todavía reflejaba la inocencia colectiva sobre las dimensiones de lo que estaba en juego, con argumentos políticos la no extradición se volvió una actitud reputada, nacionalista, incluso inicialmente sostenida por el propio presidente Belisario Betancur. Eso no duró mucho. El asesinato del ministro de justicia Rodrigo Lara y la toma del Palacio de Justicia, teñida de dineros del narcotráfico, al igual que la cadena de asesinatos selectivos contra la justicia y los actores institucionales que se atrevían a tomar decisiones contra Escobar, llevaron a muchos a pasar de la simple indiferencia al miedo, al terror, a preferir mirar para el otro lado. No todos. Otros, como el presidente electo, como Luis Carlos Galán, César Gaviria... prefirieron el coraje.
Nuestra “batalla de Inglaterra”
Barco llega a la presidencia con un país amedrentado que empieza a descubrir, a sangre y fuego, la dimensión del monstruo que se escondía debajo de la cama. Llega a la presidencia de un país al que le conviene optar por la indiferencia y en el que amplios segmentos de las élites nacionales y regionales prefieren la complicidad activa o pasiva con el cartel de Medellín que rodear al nuevo gobierno.
Desde una perspectiva histórica, a 1989 lo hace excepcional que en ese año –como dice el prologuista del libro– se desatan al tiempo todos los demonios. Personajes prominentes clamaban por el apaciguamiento, la no extradición, el acomodo, la negociación –muchas de esas voces, dentro y fuera del Estado, intimidadas o a sueldo de Escobar–. Al mismo tiempo, Los Extraditables toman la decisión estratégica de la guerra total. Es un proyecto político narco-fascista que trata de derrumbar el Estado. Doblegar a la democracia. Convertir a Colombia en una narco-república. Y tenían las armas, los medios y los ejércitos paramilitares del Mexicano para lograrlo.
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En 1989, Escobar intensifica su lucha contra el gobierno colombiano. Incluso le declara la guerra total. Perpetra el magnicidio de Galán y el bus bomba contra la sede del DAS. El 6 de diciembre estalla un bus con 500 kilos de dinamita. Más de 60 personas mueren y 500 quedan heridas.
1989 en Colombia no fue muy distinto a la furia y la avalancha de bombardeos y ataques que desató Hitler a comienzos de la Segunda Guerra Mundial para doblegar al Reino Unido. Entonces también algunos creían factible apaciguar a los nazis. Pero estaba Winston Churchill. En Colombia, durante nuestra propia batalla por la supervivencia democrática, estaba Virgilio Barco.
Los dividendos de la terquedad
Se equivocan de cabo a rabo quienes creen que Barco desató la lucha contra el narcotráfico porque le tocaba, a regañadientes; que les hizo ese oficio a los gringos. Los testimonios, sus palabras y sus actos indican con absoluta claridad que esa interpretación es superficial y falsa. Desde el inicio de su mandato, el presidente Barco entendió que el narcotráfico alimentaba la multiplicidad de manifestaciones de la violencia. Que no se trataba solamente de un negocio ilegal sino de una fuente esencial para nutrir el proyecto político antidemocrático del narcoterrorismo y de la guerrilla. No estábamos solo en una lucha ante unas organizaciones criminales y sus negocios sucios. La guerra era por la supervivencia de la democracia y del Estado de derecho.
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Con bastante asiduidad describen a Barco como un hombre terco. Si terquedad es sinónimo de convicción, sería una descripción aceptable. Sabiendo que ponía su vida, la de su mujer, la de sus hijos y familiares en la balanza, nunca dudó en mantener la ofensiva, incluso a sabiendas de que tenía recursos institucionales y de fuerza escasos y débiles. Aquello de lo que carecía el Estado colombiano para poder dar la batalla exitosamente lo suplían con creces la determinación, la constancia y la firmeza de Barco.
Gonzalo Rodríguez Gacha Antes de su muerte, a finales de 1989, alias el Mexicano avivó la guerra verde y financió buena parte los grupos paramilitares.
Los gringos, de críticos a aliados
El libro –y algunos de los testimonios– plantea que “Barco sabe que no tiene mayor margen de maniobra en relación a la política antidrogas de Washington”. La inferencia es que no tenía un margen de soberanía y de autonomía para conducir la batalla contra los carteles. Discrepo de esa apreciación. Barco ganó la batalla de la corresponsabilidad internacional y global en la lucha de las drogas. Pasamos de ser un país-paria que convivía con el crimen a dar ejemplo mundial de una democracia capaz de enfrentar, esencialmente con sus propios recursos, a las organizaciones criminales que querían destruirla. La insistencia y la habilidad diplomática del Gobierno Barco desató una oleada internacional de respaldo y solidaridad que cambió las percepciones profundamente. A Cartagena vinieron el presidente Bush y los presidentes de la región andina, convocados por Barco, a firmar un acuerdo de lucha contra las drogas construido sobre principios de simetría y equidad en esa lucha.
Un par de años antes de la Cumbre Andina, la administración Bush pretendió estacionar un portaaviones en las afueras de Cartagena para controlar el narcotráfico. La firmeza de Barco los disuadió. Volvieron después, pero a traer a George Bush padre a la Casa de Huéspedes. Los gringos pasaron de ser los más severos críticos a convertirse en los más firmes aliados.
Yair Klein El mercenario israelí llega a Colombia en 1987 y hasta 1989 entrena los grupos paramilitares del Magdalena Medio. Nunca respondió ante las autoridades colombianas.
La herencia de 1989
Afirman algunos analistas que lo de Barco fue muy poco y muy tarde. También se dice que el país sigue igual y nada ha avanzado. Esa es una visión bastante limitada del resultado del esfuerzo y las luchas en que se embarcó Colombia hace 30 años. De esos episodios tan aciagos ha nacido otro país. Una democracia abierta. Unas fuerzas aliadas al narcotráfico que se encuentran en retirada y que dejaron de ser una amenaza a la sociedad y al Estado. Un Estado de derecho que, a pesar de sus imperfecciones, hoy tiene una capacidad de justicia e investigación sin precedentes. Unas fuerzas armadas con niveles de operatividad, efectividad y control del territorio que no se conocían. Y un país que ha confirmado que la seguridad y la paz son posibles.
Un avión de Avianca Estalla en el aire Hacia las 7:30 de la mañana del 27 de noviembre, el Boeing 727 explota a pocos minutos de haber despegado del aeropuerto El Dorado.
El año delapocalipsis
1989 fue uno de los peores años de la historia de Colombia, en el que el miedo se apoderó de los colombianos. Narcotraficantes, esmeralderos, guerrillas y paramilitares pusieron en jaque a la sociedad con su violencia.
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La conjunción de todos los males
En la década de los ochenta, Colombia vivió una crisis institucional y un aumento de la violencia, que llegó a su pico en 1989. Ese año sucedió de todo: asesinatos, carros bomba, masacres, magnicidios. Esa violencia surgió a partir de los siguientes males:
Testimonios
1989 ha sido la etapa más difícil de mi vida. Cuando salía de mi casa siempre pensaba que no podía volver. Pasaba por el puente sobre la calle 26 y siempre pensaba que ahí podía haber un explosivo.
El año 1989 es la culminación de un proceso que, en términos relativos, termina de manera positiva. Hoy el país sería distinto si no se hubiera dado esa coyuntura crítica; una coyuntura violenta que, al final, define la convocatoria de la Constituyente. Aunque estamos mal, estaríamos peor.