BICENTENARIO
Entre el 20 de Julio y el 7 de agosto, más que unos cuantos días
Para el grueso de los colombianos, la diferencia entre estas festividades es de días, pero no los nueve años y 18 días en que hubo un proceso lleno de complejidades, contradicciones y violencias, tiempo en el que se cimentaron las ideas de libertad, orden, la república
Desde 1886, el 20 de julio y el 7 de agosto encontraron un lugar en nuestro calendario anual de festividades patrióticas y actividades políticas. En la primera se celebra oficialmente nuestra fiesta nacional y se abren formalmente las sesiones del Congreso, de modo que por la mañana la invitación es a entretenerse viendo el desfile militar, mientras que por la tarde el mejor plan es desconectarse de todo y no prestarle atención a los discursos y acciones de los congresistas. Por su parte, la segunda fecha sirve para marcar el inicio cada cuatro años de los mandatos de los presidentes mientras el ejército nacional celebra su día, tanto por su creación como por haber logrado su hazaña más importante, liberar al país del yugo español bajo la dirección del Libertador.
Sin embargo, esto no fue siempre así. En buena parte del siglo XIX el Congreso de la República se instalaba formalmente en marzo, mientras que los presidentes se posesionaban en abril. Es más, las fiestas patrióticas, si bien siempre estuvieron a la orden del día, no adquirieron un carácter oficial sino hasta 1873, cuando el Congreso de los entonces Estados Unidos de Colombia decretó que la fiesta nacional sería el 20 de julio, declaración que no estuvo exenta de debates ideológicos e historiográficos.
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Miguel Antonio Caro, por mencionar un solo ejemplo, propuso sin éxito que debía celebrarse como fiesta nacional, no la creación de la Junta Suprema de Gobierno en Santafé en ese viernes de julio de 1810, sino la declaración de independencia del Estado de Cundinamarca de mediados de 1813, de la mano de Antonio Nariño. Posteriormente, las clases de la llamada “Historia Patria” inculcaron un culto casi que religioso a esas dos fechas de julio y agosto, asociándolas generalmente con Bolívar, “el Libertador” de cinco naciones, el guerrero; y con Santander, “el hombre de las leyes”, el administrador y el apóstol de la educación. En ese relato, a Nariño se le reconocía, más que nada, su valor para enfrentar con nobleza su trágico destino, lo que realzaba su gloria como “el precursor”.
Es tan común hablar del 20 de julio y del 7 de agosto, que incluso le dan el nombre a dos barrios en Bogotá, y por lo general pareciera que entre una fecha y otra hay cerca de nueve años y dieciocho días en los cuales se llevó a cabo un proceso lleno de complejidades, contradicciones y violencias, pero que también cimentó las ideas de la libertad y el orden, la república, los derechos del hombre, la ciudadanía, la soberanía popular, la división de los poderes públicos y el rechazo a la tiranía. Fue un proceso en el cual la antigua estructura social de la monarquía se fragmentó, donde surgieron múltiples voces que se difundieron por vías como la imprenta, la correspondencia privada, las fiestas públicas, los sermones y las filas de milicias y ejércitos, y en escenarios como los tumultos, las tertulias, las fiestas públicas religiosas y laicas, los campos de batalla, las pulperías y chicherías, así como en los caminos, trochas y puertos.
Un largo camino
También obviamos otra cosa: ambas fechas no aparecieron de la nada. ¿No pasó nada antes del veinte de julio de 1810 y después del siete de agosto de 1819?
La instalación de la Junta Suprema de Gobierno en la capital del virreinato de la Nueva Granada, luego de los desórdenes ocurridos en la tarde del 20de julio de 1810 tiene importancia porque llevó a la deposición de las principales autoridades reales. Aunque el documento firmado entonces se ha conocido como “acta de independencia”, una lectura de él revela que en ese momento que quienes tomaron el poder en Santafé lo único que hicieron fue jurar solemnemente proteger la integridad del territorio y conservarlo en nombre del monarca español.
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Sin embargo, Santafé no fue la primera ciudad que creó una junta de gobierno autónoma en el territorio neogranadino. Antes, en Cartagena, Cali y el Socorro, por mencionar algunos casos, miembros de los ‘notablatos’ locales, apoyados por varios sectores populares, habían hecho lo mismo, con el objetivo de preservar los territorios de América de la amenaza de Napoleón Bonaparte, quien en la primavera de 1808, por medio de una astuta maniobra política aprovechó la crisis que vivía la familia real española para tratar implantar a su hermano en el trono español. La respuesta unánime de rechazo a esta usurpación de buena parte de los peninsulares tuvo su eco en América, donde solemnemente en principio se juró la fidelidad a Fernando VII, el rey cautivo que fue conocido entonces como “el deseado”.
La fidelidad de los territorios americanos se fue erosionando paulatinamente en unos lugares más que en otros. Los mensajes que provenían de la península se veían contrastados por los obstáculos que se pusieron para una mayor participación de los habitantes de América en la construcción de una nación española basada en la monarquía constitucional y la ideología liberal. Ya en Quito y en la lejana Charcas en 1809 los intentos de crear juntas autónomas de gobierno fueron duramente reprimidos, mientras que en Nueva Granada personajes como Camilo Torres pensaban en que era primordial reconocer que los americanos, especialmente los criollos, eran iguales en dignidad y derechos que los españoles peninsulares.
Y mientras las noticias que llegaban de España en 1810 eran cada vez más alarmantes, siendo al parecer inevitable la derrota ante las fuerzas de Napoleón, el fidelismo inicial se transformó en juntismo. Hispanoamérica en general y la Nueva Granada en particular vieron la conformación en casi todas las ciudades y provincias de gobiernos autónomos, aunque Perú fue en ese momento la gran excepción. La propuesta que vino posteriormente de España de redactar una constitución escrita fue recibida por algunos lugares con entusiasmo, mientras que en otros territorios, como el Río de la Plata, Venezuela y la Nueva Granada, el camino que se tomó fue distinto.
Las élites neogranadinas de las provincias pensaron en reconstruir el cuerpo político por medio de la vía federal. A finales de 1810 e inicios de 1811, un primer fracaso en ese esfuerzo hizo que se configuraran Estados provinciales, cada uno con su propia carta política. Poco después se creó un débil sistema federal, las Provincias Unidas de la Nueva Granada, que trató de agrupar los disímiles intereses de las provincias asociadas a él, especialmente a Cundinamarca en el centro del país, que no se adhirió a ese sistema, defendiendo su postura por medio de la fuerza. Mientras tanto, en la costa caribe, en Santa Marta, y el suroccidente, en Popayán y sobre todo en Pasto, se concentraron los defensores de la causa real, no solo por fidelidad al monarca, sino también por las disputas regionales que tuvieron con las provincias vecinas. Armas y constituciones estuvieron a la orden del día. Las disputas territoriales y políticas a lo largo y ancho del país llevaron a posturas cada vez más radicales, de modo que la perspectiva de la independencia definitiva se hizo cada vez más clara para muchos: Mompós y Cartagena fueron las primeras ciudades en dar el paso en 1810 y 1811; pronto les seguirían Cundinamarca y los demás gobiernos de las Provincias Unidas entre 1812 y 1815.
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La guerra no solamente se extendió a lo largo y ancho del país, sino que trascendió las fronteras. Granadinos y venezolanos lucharon por la libertad de Venezuela, mientras que hacia el sur el objetivo siempre fue alcanzar la ciudad de Quito y amenazar al Perú. Los partidarios del rey defendieron tenazmente su causa, de modo que cuando la suerte de España giró hacia el triunfo contra el invasor francés, aumentaron las posibilidades del pronto restablecimiento de la autoridad real. Por su parte, el experimento político de la federación no llegó a ser lo suficientemente fuerte como para ser capaz de enfrentar la inminente embestida.
La restauración de la autoridad real en la Nueva Granada entre 1815 y 1816 siguió inmediatamente a la de Venezuela, donde los realistas locales apoyados por un ejército proveniente de la península retomaron el control de casi todo el territorio. Luego de una heroica resistencia de más de tres meses, Cartagena tuvo que rendirse, ante lo cual los realistas llevaron a cabo una fácil campaña cuyo resultado fue el control de todo el virreinato en unos pocos meses. Solamente unos emigraron hacia el Caribe, como Bolívar, y otros escaparon hacia los extensos llanos neogranadinos y venezolanos, como Santander.
Mientras empezaban a organizarse diversos grupos de guerrillas en los montes y en los llanos, las autoridades españolas utilizaron varios métodos de represión sobre la población: fusilamiento de varios de los más prominentes miembros de las élites y de muchas personas de origen humilde; purificación de otros tantos a cambio de multas en dinero, servicio militar u otro tipo de contribuciones; los campesinos tuvieron que soportar el enorme peso de sostener a un ejército de ocupación que no solamente operaba en la Nueva Granada, sino que consumía los recursos en una interminable guerra que se desarrollaba en los llanos venezolanos y la isla Margarita. Los intentos de reconstruir la imagen de un monarca benigno y preocupado por el bienestar de sus súbditos chocaron contra la cruda realidad de la guerra, sobre todo en las zonas del centro y el nororiente de la Nueva Granada, que estaban directamente en manos de las autoridades militares; en otros lugares, como en la costa Caribe, Antioquia y Popayán, los esfuerzos de reconciliación bajo la autoridad del rey llegaron a ser más efectivos.
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En esa situación surgieron los grupos de resistencia. Al principio débiles y dispersos, fueron adquiriendo la suficiente fuerza para suponer una seria amenaza a las autoridades reales, que no hicieron otra cosa sino mantener la fuerte presencia militar en las zonas más amenazadas; expediciones provenientes del Caribe, con el apoyo directo de Haití y con la mirada cómplice del gobierno británico, buscaron resucitar en los llanos los ideales de la libertad y la república frente a la tiranía y la monarquía. El río Orinoco se transformó en la arteria vital a la cual llegaron aquellos interesados en el triunfo de la causa independentista: mestizos, indígenas, antiguos esclavos, supervivientes de las élites políticas y sociales, comerciantes y aventureros extranjeros; todos aquellos se unieron para construir un nuevo orden político.
Pero el camino no fue nada fácil. Aunque los ejércitos del rey perdieron la iniciativa y tuvieron que ceder terreno en 1817, aún eran lo suficientemente fuertes como para detener las ofensivas lanzadas por Bolívar y sus hombres en 1818. Fue cuando se planteó un cambio en la estrategia, que terminó precipitando el derrumbe del gobierno monárquico.
Así es como llegamos a 1819, con una campaña que empezó a inicios de mayo y que en su momento estelar culminó con la derrota del ejército real en el puente de Boyacá en agosto, que permitió el control del centro y el nororiente del país, que se articulaba con los llanos, el río Orinoco y el mundo atlántico. Sin embargo, eso no significó para nada el final de la guerra ni la consolidación definitiva de la República. Los lugartenientes de Bolívar combatieron hasta 1822 para liberar el resto del territorio, y aunque han sido poco conocidos, ellos también fueron protagonistas de actos que afectaron a la población y mantuvieron débil la economía. Las tensiones en las antiguas regiones realistas de Santa Marta y Pasto precipitaron el estallido de insurrecciones en ambas regiones; le país solamente llegó a considerarse definitivamente pacificado hasta 1824.
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Solamente la creación de la República de Colombia meses después del triunfo de Boyacá y la exportación de la guerra primero a Venezuela, luego a Quito y finalmente al Perú, estabilizaron por un tiempo la situación. Sin embargo, los momentos de gloria duraron muy poco y las crisis políticas aparecieron sobre el horizonte.
Todo esto es lo que está detrás de dos fechas. ¿Qué tanto conocemos estas realidades? ¿Cuán conscientes estamos de los procesos dentro de los cuales el veinte de julio y el siete de agosto son solamente dos mojones que marcan unas etapas del camino? ¿Y qué tal si fuera pertinente revaluar el valor simbólico de esas fechas y hasta plantear cambiarlas por otras?