Bogotá
“Era mi casa, mi familia”, dice joven que vivió y trabajó en el Bronx
Andrea Monroy nunca fue habitante de calle, su única intención fue ganarse la vida. Hoy recuerda cómo la vida le ha cambiado, seis años después de la intervención al Bronx.
“Llegué al Bronx protegiendo mi vida porque me querían matar, tenía tan solo 18 años, y la L se convirtió en mi casa, en mi familia”, así recuerda Andrea Monroy la manera en la que en el 2012 llegó por primera vez al Bronx, en Bogotá, en busca de un lugar en donde refugiarse para salvaguardar su vida.
Ese lugar, que en un principio fue su escudo, su protección, de a poco se convirtió en su hogar, en su casa, y los habitantes de calle, en sus amigos, sus hermanos. Y no era para menos, Andrea convivía día y noche en la L. Inicialmente, consiguió trabajo en una tienda y después fue la administradora en cuatro establecimientos comerciales, sus turnos eran de 7:00 de la mañana a 7:00 de la mañana, es decir, trabajaba un día y descansaba otro.
Por supuesto que debe tener miles de historias por contar de lo que fue su experiencia en esta zona, que para los ojos de la sociedad y las autoridades fue sinónimo de droga, adicción, prostitución, asesinatos y torturas. Pero, para Andrea, el Bronx era más que eso: “Era hermandad, comprensión y cero discriminación”.
“En la L no importaba clase social, color de piel, género, trabajo, cualquiera podía llegar a enrumbarse, a fumar, sin quién lo discriminara”, asegura.
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Para Andrea, el Bronx era el refugio, no solo de los habitantes de calle que siempre han sido despreciados por la sociedad, también de las miles de familias desplazadas, que por culpa de la droga, el conflicto armado y la delincuencia eran obligadas a salir de sus tierras y el único techo que encontraban donde dormir era la L, en donde, sin importar si eran tres, cinco o hasta diez personas, les alquilaban una habitación amoblada para pasar la noche.
De hecho, Andrea afirma que al interior del Bronx había un jardín de niños, en donde las vecinas del sector cuidaban a los menores mientras sus padres salían a rebuscarse la vida.
Frente a la droga, indica que únicamente se permitía vender en los bareques y que en cualquier otra tienda o establecimiento era prohibida su comercialización. Subraya que el que consumía lo hacía por decisión propia y era totalmente prohibido venderles droga a los menores.
Según Andrea, en el Bronx había reglas que cumplir, como las hay en cualquier colegio, universidad o conjunto residencial, y quien las incumpliera, evidentemente era castigado. “Les podían dar una paliza, partir los dedos, o los castigos podían ser mayores”, dice.
Paradójicamente, señala que cuando existía la L los vecinos y comerciantes del sector se sentían más seguros, porque al interior del Bronx era prohibido robar. A ella incluso le tenían un campanero que se encargaba de su seguridad al entrar y salir del sitio.
“Nunca fui habitante de calle, nunca tuve un costal al hombro, vestía bien, mi única intención era ganarme la vida, trabajar”, detalla.
No desconoce, ni busca minimizar, el mundo de atrocidades que se pudieron presentar al interior del Bronx, pero subraya que no todas las personas eran malas, que había familias enteras que se ganaban la vida honradamente, que hubo jóvenes que se criaron y crecieron en el Bronx y hoy en día son profesionales.
Reitera que en el Bronx había familia. Recuerda con nostalgia el día en que los habitantes de calle le llevaron una torta a la tienda donde trabajaba para celebrarle su cumpleaños, una escena que ni siquiera llegó a vivir con su familia de sangre.
Hace seis años, con la intervención del Bronx, su vida cambió por completo. “No sabía cómo trabajar porque duré cuatro años trabajando en varias tiendas en el Bronx y qué certificación laboral me iban a dar. No me quedó más remedio que vender marihuana en el barrio para poder sobrevivir”, dice.
Con el pasar de los años, la vida le sonrió. Hoy, con 28 años, Andrea cursa cuarto semestre de licenciatura en educación infantil en la Universidad Iberoamericana.
Como si se tratara de una analogía de la leyenda del hilo rojo, la cual afirma que aquellos que estén unidos por el hilo están destinados a convertirse en almas gemelas, y vivir una historia importante, Andrea regresó a la L, o lo que era la L en el Bronx, con la intención de formar, de ayudar y apoyar con su granito de arena.
En el sitio en donde el Distrito está ejecutando una renovación urbana para cambiarle la cara a esta zona de Bogotá, Andrea lidera cursos de formación a jóvenes que ni estudian ni trabajan. “El objetivo es escuchar, atender y dar un consejo”, precisa.
Andrea relata con mucha ternura lo que significa para ella regresar a esta zona en la localidad de Los Mártires. En su trabajo con la fundación Fuga, en lo que antes se conocía como la L, ha realizado diferentes mosaicos con los pedacitos de las baldosas de cada una de las casas que fueron derrumbadas. “Cada piedrita es una historia”, dice.
En la zona, Andrea y los demás líderes también han sembrado miles de plantas, entre medicinales, de frutas y demás. “Donde hay amor, todo crece, todo florece”, afirma mientras hace un recorrido y les habla con cariño a cada una de sus matas.
Como dice ella, su objetivo es sembrar y dar muchas flores en esta nueva etapa de su vida, en la L, en lo que fue y sigue siendo su casa.