TECNOLOGÍA

Una década entre la ilusión y el desencanto de la tecnología

Cambiar el mundo se convirtió en la consigna cliché de los emprendedores tecnológicos. Teléfonos asombrosos, carros que se conducen solos, máquinas inteligentes y redes sociales de alcance planetario llegaron a nuestras vidas en estos diez años. Pero las cosas no resultaron como se esperaba.

Álvaro Montes*
4 de enero de 2020
En 2015, Hanson Robotics revolucionó el mundo de la IA al crear a Sophia, una robot que puede sostener conversaciones. | Foto: NurPhoto

El 20 de diciembre pasado nos dio el mejor ejemplo de cómo termina la década digital: Facebook y Twitter descubrieron y cerraron una red de cuentas falsas que alcanzaba a 55 millones de usuarios que apoyaban a Donald Trump, y que usaban caras generadas por inteligencia artificial para parecer ciudadanos norteamericanos reales que trinaban honestamente a favor del presidente. Los creadores de este engendro invirtieron casi 10 millones de dólares en publicidad en Facebook para promoverlas. La tecnopolítica es el personaje de la década en la cultura digital.

En 2010 se pensaba que las tecnologías que entonces estaban en furor cambiarían el mundo. Y lo hicieron, pero no en el sentido en que la gente lo soñó. Startups inspiradoras que un puñado de emprendedores legendarios fundaron de la nada se convirtieron en monopolios voraces que controlan las búsquedas en internet, la publicidad y las ventas en línea, y que impiden el crecimiento de la economía. Por su parte, la inteligencia artificial, que liberaría a los humanos de las tareas tediosas, terminó en la dictadura de los algoritmos, los cuales resultaron sexistas, racistas y manipuladores de conciencias. Las redes sociales, que ilusionaron a los activistas en el mundo, culminan la década en el banquillo de los acusados, convertidas en el arma preferida de las tendencias más conservadoras y violentas. Mientras tanto, el teléfono inteligente, que cambió las formas del trabajo y del entretenimiento, trajo también la peligrosa adicción a las pantallas y es responsable de que decenas de millones de personas pasen hasta cinco horas diarias mirándolo fijamente.

Desde luego, hay que ver también el vaso medio lleno. Los últimos diez años nos trajeron relojes que ayudan a monitorear la salud de manera confiable; democratizaron el acceso al entretenimiento y a los contenidos audiovisuales sin necesidad de piratería; ya no hay que hacer fila en los bancos; se puede denunciar una injusticia en Twitter y salvar una que otra vida; se realizan campañas de crowdfunding para apoyar causas nobles, y los empresarios que invierten en tecnología venden más y logran que sus compañías sean más productivas. Hay un montón de cosas nuevas en la vida cotidiana y en el ámbito de los negocios, gracias al poder innovador de la industria de base tecnológica, pero el mundo no está mejor que antes.

El negocio de la tecnología, en lugar de crear un mercado más igualitario, generó grandes compañías que monopolizaron el sector.

El Silicon Valley que el planeta quería imitar hoy está cerca de ser triturado legalmente debido a sus abusos de poder. Un triunfo demócrata en las próximas elecciones en Estados Unidos abrirá las puertas a medidas extremas antimonopolio en contra de las cinco más grandes plataformas tecnológicas del mundo –Google, Facebook, Amazon, Apple y Microsoft entre ellas–, cuyo éxito descomunal las convirtió en obstáculos para el florecimiento de otros emprendimientos y afectan seriamente la economía.

Devoran a cualquier startup que amenace con competirles, y datos oficiales de la Reserva Federal indican que el número de startups estadounidenses ha caído durante los últimos 13 años. Amazon y Alibaba catapultaron el comercio electrónico en el planeta, pero entre las dos compañías acaparan la mayor parte de las ventas mundiales en línea. Lo mismo ocurre con el negocio de la nube, en manos prácticamente de tres jugadores globales: Amazon Web Services, Microsoft Azure y Google Cloud. Entre los reclamos que se formulan a las gigantes tecnológicas figuran el relativo poco empleo que generan si se comparan con otras industrias, su expansión a multitud de sectores (Apple ya tiene tarjeta de crédito y Facebook prepara su incursión en las criptomonedas) y las ventajas tributarias de que gozan cuando logran aprovechar los vacíos regulatorios en el mundo.

Las redes sociales, tal vez el más emblemático de los florecimientos tecnológicos de la década, es un caso concreto de ilusión y desencanto. La década comenzó con manifestantes utilizando Twitter durante las revueltas conocidas como Primavera Árabe, en 2010. Y termina con el intensivo uso de las redes en las protestas masivas con las que cerró 2019 en Hong Kong, Colombia y Chile. El poder de las redes rompió el techo: el 15 de octubre de 2017 la actriz Alyssa Milano publicó el famoso trino #MeToo y en poco tiempo hubo 19 millones de réplicas del hashtag, solo en idioma inglés. Lo que vino después es una magnífica historia de ciberactivismo global contra el acoso. Pero las fuerzas reaccionarias, los partidos conservadores y los enemigos de quienes protestan en las calles demostraron ser más hábiles en el uso y la manipulación de las redes sociales. El triunfo del No en el plebiscito por la paz en Colombia, la victoria de Donald Trump o la masacre de la minoría étnica rohinyá en Myanmar son casos famosos del éxito de los estrategas de la nueva tecnopolítica. Un reciente estudio de Jen Schradie, ‘La revolución que no fue’, encontró que casi siempre los conservadores dominan las estrategias digitales, debido a su poder económico y su capacidad instalada y que, en materia de activismo digital, los progresistas y demócratas siempre llevan las de perder.

Durante la década de 2010, en Silicon Valley (arriba) se produjeron la mayoría de las innovaciones tecnológicas del mundo. Por su parte, China se convirtió en un gigante de la tecnología con compañías como Alibaba. 

La economía colaborativa es otro signo de los tiempos. Uber, Lyft y demás plataformas de transporte revolcaron los cimientos de un negocio enmohecido, en manos de antiguos monopolios del transporte que abusaron de sus clientes y que no se ocuparon de innovar. El modelo de intercambio directo entre personas fue llevado al alojamiento (Airbnb) y a las ventas de mercancías (Mercadolibre), entre muchos otros segmentos. Las apps de bicicletas y patinetas están revolucionando el transporte urbano en decenas de países y trajeron la única alternativa viable a los graves problemas de movilidad de las grandes ciudades. El lado problemático es el modelo de negocio que las hizo posibles, en el cual las empresas proveedoras de la plataforma tecnológica se convierten en gigantes con valoraciones asombrosas, mientras producen formas de trabajo que no satisfacen las expectativas de muchos trabajadores.

Los dispositivos fueron los protagonistas de la década. En 2010, Steve Jobs presentó en sociedad el iPad. No era la primera tableta, pero sí la mejor hasta ese momento. Adquirió tal fuerza que se pensó que sustituiría por completo a los computadores, y todas las marcas se lanzaron a producir tabletas de pantalla táctil. La tendencia se enfrió bastante, pero este tipo de dispositivos continúa vigente. Entretanto, los smartphones alcanzaron el papel principal. Hoy existen más cuentas de teléfono activas que personas en el planeta, y lejos quedó el televisor, que por décadas fue el aparato electrónico más popular del mundo. El teléfono inteligente de hoy hace de todo: toma fotos, trae las noticias y se puede hablar con él, gracias a Siri y a Ok Google. Aunque también trajo una nueva enfermedad: la adicción digital. Nueve de cada diez adolescentes en el mundo tienen un teléfono inteligente, y en Colombia casi 5 millones de jóvenes pasan entre dos y cinco horas entregados a las pantallas de sus móviles. Esto hizo necesario que en los dos últimos años surgieran estrategias de recuperación de la salud mental, desde programas de control del tiempo en pantalla hasta la promoción de hábitos digitales saludables para los jóvenes ante la crisis de atención en casa y en el aula.

Los años diez terminaron y no hay todavía flotas de automóviles que se conduzcan solos rodando comercialmente en las grandes ciudades. Existen centenares de vehículos en pruebas, que han causado la muerte de un par de peatones, pero la dificultad de convertirlos en opción viable en las calles de alto tráfico y en las ciudades caóticas del mundo real han hecho aplazar la fecha de salida pública varias veces. No obstante, la tecnología aplicada a los automóviles avanzó notablemente. Tesla, la compañía más innovadora en este campo, se lleva los aplausos con sus autos eléctricos, ambientalmente amigables y diseñados para un futuro sostenible y automatizado.

La inteligencia artificial no es algo nuevo, pero en esta década, en el cuarto intento de convertirla en algo realmente útil, finalmente comenzó a cristalizar. Los grandes negocios se manejan hoy con apoyo de plataformas inteligentes que analizan patrones de consumo de los clientes y pueden hacer predicciones. Se alcanzó la capacidad de analizar masas bestiales de información –big data– y de automatizar procesos de negocio y comenzó una era bautizada como cuarta revolución industrial. Para el público, en cambio, la IA trajo –además de mejores fotografías con el teléfono– serias amenazas al empleo humano. La automatización en los negocios genera menos puestos de trabajo y elimina algunos, como quedó demostrado en ‘Demografía y automatización’, un reciente estudio de MIT y la Universidad de Boston que prendió las alarmas.

Sin embargo, hay algo más inquietante: los algoritmos. Desde que Google etiquetó a personas afroamericanas como “gorilas”, por allá en junio de 2015, se desencadenó una serie de revelaciones sobre los sesgos racistas, sexistas e ideológicos que suelen contener las instrucciones que permiten el trabajo de las máquinas. Algoritmos de Facebook manipulados cuidadosamente por agentes rusos y estrategas republicanos ayudaron a Donald Trump a llegar a la Casa Blanca. Algoritmos machistas privilegiaron el año pasado a hombres sobre mujeres para la asignación de cupos en la tarjeta de crédito de Apple. La raíz de este problema está en la discriminación racial y de género en la industria tecnológica, en donde trabajan pocas mujeres y pocas personas afros o hispanas. Hombres blancos de la clase media alta norteamericana heredan sus prejuicios a las máquinas que diseñan.

Hubo avances en robótica, genética y en tecnologías para la salud. Pero están todavía por fuera del alcance de las grandes masas. Hay 800 millones de humanos con hambre, a pesar de los avances en agricultura de precisión traídos por los drones y el internet de las cosas. Mientras no se modifique la propiedad de la tierra, la crisis alimentaria continuará. Un informe reciente de MIT Technology Review calculó que solo personas que dispongan de 2 millones de dólares pueden acceder a los avances médicos revolucionarios producidos durante estos años.

El diario The New York Times tituló: “La década ‘tech’ perdió su camino”, y el experto Enrique Dans dijo en su reciente libro que “el futuro ya no es lo que era”. Es cierto. Al terminar la década, el planeta está más caliente, y los dictadores y los Gobiernos autoritarios continúan en el poder. La buena noticia es que la mayoría de las innovaciones surgidas en estos años podrían mejorar el mundo, pero muchos cambios en la política y en la economía tendrían que ocurrir antes, para que la promesa tecnológica se haga realidad.

*Periodista de ciencia y tecnología.