INTRODUCCIÓN
La otra cara de las pandillas
Los parches, combos y otros tipos de grupos juveniles no siempre están asociados a la violencia, como generalmente se cree, pero sí corren un alto riesgo de caer en ella. Aunque por años han sido una amenaza para la seguridad, una nueva estrategia, enfocada más en la prevención que en la represión, ha demostrado ser efectiva. SEMANA visitó seis ciudades de Colombia para explorar este fenómeno.
Tradicionalmente, y no solo en Colombia, las pandillas han sido asociadas a la delincuencia. Se ha creído que las conforman jóvenes marginados unidos para delinquir y así obtener ingresos. Sin embargo, el asunto no es tan simple, como lo plantea una reciente caracterización de este fenómeno que hizo la Fundación Ideas para la Paz (FIP) con el apoyo de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y las embajadas de Reino Unido y Canadá. Detrás de estos grupos se esconde una problemática que tiene que ver más con lo sociocultural que con lo judicial, y que implica un compromiso de toda la institucionalidad y no solo de la Policía Nacional. Si el país no atiende pronto esta problemática, puede convertirse en una amenaza para el posconflicto, como ya ocurrió en varios países de Centroamérica. SEMANA visitó Soacha, Cali, Bucaramanga, Quibdó, Medellín y Barranquilla –seis ciudades donde hay pandillas– y encontró que, en vez de garrote, se necesita más zanahoria.
El Chinche nació en Ciudad Norte, la comuna más peligrosa y marginada de Bucaramanga, la capital de Santander. Tiene 26 años, es el menor de cuatro hermanos y dos cosas nunca han dejado de hacer parte de su vida: la violencia y la delincuencia. Su abuela vendía drogas y de ahí en adelante el microtráfico se convirtió en el negocio familiar. Estudió hasta quinto de primaria y a sus 14 años llegó a una pandilla en busca de una familia. Allí encontró jóvenes con historias similares a la suya y decidió “compartir vagancia” con ellos. Desde entonces, todas las tardes se droga y protege (armado) el territorio de su parche.
Puede leer: Oportunidades, el gran reto
Esta es, en su mayoría, la realidad de los jóvenes que conforman las pandillas en Colombia: viven en sectores excluidos, tienen familias desestructuradas en las que generalmente hay violencia intrafamiliar (de los 70.806 casos reportados en 2017 por Medicina Legal, 9.766 afectaron a niños y adolescentes). En su mayoría no hacen parte del sistema educativo ni trabajan, pero sí consumen drogas, participan en riñas, están armados y unos –no todos– roban, venden estupefacientes y, en el peor de los casos, han matado a alguien.
La violencia no es ajena a ellos, en ningún sentido. Según el Dane, casi el 50 por ciento de las víctimas de homicidio en Colombia tienen entre 14 y 28 años, rango de edad en el que se encuentra cerca del 26 por ciento de la población. De este grupo generacional hizo parte el 54 por ciento de los capturados el año pasado. Son víctimas y victimarios a la vez. Cometen, sobre todo, delitos como hurto, tráfico de estupefacientes, lesiones personales, porte de armas y violencia intrafamiliar, entre otros. Y aunque no todas las infracciones tengan que ver con pandillas, estos grupos sí hacen parte del contexto en el que son cometidos.
Puede leer: Venganzas que se heredan
Entre los años sesenta y buena parte de los ochenta, cuenta el informe de la FIP con base en las investigaciones del historiador Carlos Mario Perea, “las pandillas eran grupos cerrados, de gran tamaño, que cubrían grandes áreas, estructuradas en torno a ritos de ingreso y permanencia claramente definidos, bajo la autoridad de un jefe”. Hoy el panorama es otro. Hay más pandillas, pero tienen menos integrantes; se afianzan en territorios mucho más pequeños (un callejón, una esquina); ejercen control sobre esa zona por medio de grafitis y de violencia frente a otros grupos que pretendan adueñársela; casi no tienen jerarquías, son más horizontales; cada vez tienen menos los rituales de iniciación o reglas para ingresar a ellas. También encuentran en la delincuencia una fuente de recursos económicos para sus miembros; la comunidad las mira mal; las autoridades las perciben como amenazas a la seguridad pública; los grupos criminales organizados las instrumentalizan para labores de microtráfico o asesinato; y la violencia sigue siendo uno de sus componentes principales, así como las sustancias psicoactivas, ya sea porque muchos de sus miembros las consumen o porque participan en redes de tráfico.
Pero quizás el aspecto más preocupante de estos grupos es que representan un botín de oro para el crimen organizado, pues “las bandas criminales usan a las pandillas para reestructurar sus filas, para reemplazar los cuadros que van perdiendo por muerte o por detención”, advierte Rodolfo Escobedo, investigador del área de seguridad y política criminal de la FIP. Como cuenta una investigación reciente de Colombia Joven, la entidad nacional encargada del tema de juventud, las economías ilegales encuentran en los jóvenes un potencial enorme de innovación y creatividad; y en ciudades como Tumaco y Medellín, estos, además de ser mano de obra barata, manejan cada vez mejor la tecnología y resultan muy útiles para los negocios ilegales.
El funcionamiento de estas estructuras, cuenta Adriana Velásquez, una investigadora que participó en el estudio de Colombia Joven, es cada vez más sofisticado y el joven está cada vez más expuesto. “Es la primera barrera con que se topan las autoridades. Es el que da la cara y el que finalmente pone la vida. El jefe del combo difícilmente está en riesgo”, dice. Los jóvenes que pertenecen a organizaciones criminales casi nunca tienen contacto con los altos mandos, son eslabones sueltos que generalmente vigilan, extorsionan, distribuyen droga o que, en los casos más extremos, cometen asesinatos selectivos.
Le recomendamos: Entre la estigmatización y la muerte
El problema está en que mientras que la estructura criminal les da una respuesta inmediata a las necesidades de los jóvenes que viven en contextos de vulnerabilidad, el Estado no. Así, las mismas características que los llevaron a pertenecer a una pandilla los hacen proclives a aceptar dinero a cambio de delinquir. “Ser distribuidor de droga en el barrio no solo les da plata, les da poder, protagonismo, algo que la sociedad misma les negó”, cuenta Carlos Murallas, un hombre que lleva más de 20 años trabajando con pandillas a través de la fundación Juventus Latin.
Según la Consejería Presidencial para los Derechos Humanos, 194 de los municipios del país tienen un alto riesgo de que sus jóvenes sean utilizados en actividades ilegales o reclutados por actores armados. Eso sucede ya sea porque viven en zonas donde hay alta incidencia del conflicto armado, violencia intrafamiliar en los hogares y barreras de acceso a la educación o deserción escolar, o en territorios en los que la cultura del dinero fácil está muy arraigada.
De ahí se desprende un componente clave del fenómeno del pandillismo: estos grupos se diferencian en cada territorio. Su naturaleza tiene componentes identitarios, culturales, étnicos, de costumbres. No es lo mismo diseñar políticas para los combos en los que han mutado las pandillas de Medellín que para los parches de Bucaramanga, que mantienen una relación mucho más distante con el crimen organizado y cuya existencia está arraigada a una tradición familiar, por ejemplo.
Le sugerimos: Salvados del crimen
¿Cómo abordar este fenómeno? Paula Gaviria, cabeza de esta entidad, tiene claro que debe trascender lo judicial, implicar a varias instituciones y, sobre todo, tener un enfoque diferencial: “Hay que sacar el asunto de la mirada meramente delincuencial y ponerlo en un espectro más socioeconómico y cultural; hasta comunitario. La institucionalidad no puede ir desordenadamente a ver qué ofrece. Hay que tener un diagnóstico común, pero especializado en cada territorio”. Combatir el crimen organizado en un contexto de posconflicto no solo tiene que ver con redadas, interceptaciones y capturas. También está intrínsecamente ligado con la existencia de un mejor sistema educativo, mayores oportunidades laborales y, sobre todo, familias menos disfuncionales.
Entonces, hay que intervenir la pandilla desde un enfoque de protección y generación de derechos, y no solamente desde lo punitivo (aunque, por supuesto, debe haber sanciones para sus miembros que delincan). “Hay que desvincularla de lo delictivo porque el problema no es la pandilla como tal. Los jóvenes que buscan entornos protectores en esta tienen un capital social negativo por la manera en que emplean su tiempo. La gran pregunta es cómo logramos transformarlo en algo positivo”, dice Diana Rojas, directora de Colombia Joven. “Creemos que ganamos mucho al comprender que con la represión no estamos resolviendo el problema; su profundidad implica un trabajo distinto, que permita desde temprana edad generar a nuestros jóvenes entornos educativos, con una formación artística, cultural, etcétera”.
Eso implica, para comenzar, que los miembros de los grupos juveniles no vean al policía como el enemigo. Como lo reconoce el informe ‘Diagnóstico del fenómeno de las pandillas en Colombia’, del Ministerio de Justicia, “un interlocutor directo de las pandillas juveniles es la Policía. Se trata de una relación con muchas tensiones, evidentes por los roles que unos y otros desempeñan. En unos casos, es una relación violenta en la que unos y otros se consideran una amenaza”. Por este motivo, la Policía cuenta con programas como Jóvenes a lo Bien. Con ellos complementa su estrategia para luchar contra la delincuencia juvenil, a través de espacios para abrirles oportunidades de capacitación para el empleo, el emprendimiento y la realización de actividades culturales, deportivas y ecológicas.
La respuesta del sistema judicial, así mismo, es clave, pues muchos de estos jóvenes, pese a no estar vinculados a grupos criminales, delinquen. Criminalizarlos, incluso si se trata de delitos menores, solo contribuye a empujarlos hacia la delincuencia. Por eso, el mencionado informe del Ministerio de Justicia propone revisar las penas existentes para hacerlas proporcionales a la gravedad de las infracciones cometidas y promover programas de justicia restaurativa, que permitan alternativas a la privación de la libertad. Un programa piloto de este tipo se aplica desde 2016 en Bogotá, Cali y más recientemente en Medellín. Investigaciones en juventud dicen que en esa etapa de la vida se resuelve la dialéctica entre inclusión y exclusión social para cada persona. Si a la realidad de estos jóvenes –cargada de exclusión y falta de oportunidades– se le suma una temporada en la cárcel, difícilmente en su vida adulta se sentirán incluidos en la sociedad.
Le recomendamos: Ahora construyen su futuro en la cancha
Pero lo más difícil no es impedir que los miembros de los grupos juveniles se dejen llevar por la violencia o por el crimen organizado, sino ofrecerles oportunidades y generar un entorno que les impida volver a la primera oportunidad a caer en este ciclo. “Si usted le da un programa de utilización del tiempo libre a un joven de estos, pero en su casa sus papás le siguen pidiendo dinero a toda hora con la amenaza de echarlo de la casa, es muy difícil que este no opte por una salida desesperada, la cual generalmente tiene que ver con actividades ilegales”, afirma Escobedo.
De ahí la necesidad de articulación, pues un proceso integral requiere generar oportunidades de empleo, educación, atención a sus familias, en muchos casos desestructuradas y violentas. Y también realizar campañas para evitar el consumo de sustancias psicoactivas o prevenir el embarazo adolescente, entre muchas otras acciones en las que intervienen muchas entidades.
En este escenario, el rap, el cómic, el grafiti y, en general, las expresiones culturales de los jóvenes, que hacen parte de la llamada economía naranja, se destacan como una opción eficaz para promover la inclusión social de este sector. “Ahí tenemos un potencial enorme. Es más, cuando nos acercamos a jóvenes que hacen parte de pandillas, a jóvenes que están en conflicto con la ley, lo que vemos es que hay un talento creativo extraordinario, especialmente desde la música y las expresiones artísticas”, dice Diana Rojas, de Colombia Joven.
Eso encontró SEMANA en su recorrido por seis ciudades del país: jóvenes que, pese a vivir en entornos que los hacen vulnerables, con una política preventiva basada en generarles oportunidades más que en castigarlos, pueden corregir su rumbo y tener un gran futuro por delante.