JUDICIAL

Los falsos autores del crimen de Guillermo Cano

Dos hombres pagaron diez y siete años por un asesinato que no cometieron: el del director de ‘El Espectador’ Guillermo Cano. El Consejo de Estado condenó a la Nación a pagarle 1.000 millones de pesos a uno de ellos.

22 de marzo de 2014
Jorge Argiro Tobón estaba construyendo una piscina con sus obreros a la hora del asesinato. Pablo Zamora simplemente había conversado en un hotel con un personaje conocido como el Zarco.

Aquel viernes no hubo radio, ni prensa, ni noticieros de televisión. El país entero estaba indignado. Era 19 de diciembre de 1986. La prensa suspendió sus labores en protesta por el homicidio de Guillermo Cano, el entonces director del diario El Espectador. Dos días antes, sicarios en moto le habían disparado cinco veces cuando viajaba desde el periódico hacia su casa, después de terminar su jornada de trabajo, hacia las siete de la noche. El país exigía justicia y que se conociera toda la verdad sobre su muerte.

Lo más seguro era que detrás del homicidio estuviera Pablo Escobar, a quien Cano le había dedicado duras columnas. Pero la Justicia debía establecer quién disparó, quién organizó el operativo y cómo lo hizo. Y en esa labor, terminaron pagando ‘justos por pecadores’, literalmente.

Las investigaciones decían que la orden vino desde lo alto de las mafias y mencionaban a Pablo Escobar, Gonzalo Rodríguez Gacha y Evaristo Porras. Los sicarios, según los hallazgos, pertenecían a la banda los Priscos, de Medellín. Entre los 12 miembros de la banda mencionaban a Pablo Enrique Zamora y Jorge Argiro Tobón. Los dos fueron condenados y años después lograron demostrar su inocencia. El Consejo de Estado acaba de condenar a la Nación a pagar una indemnización de 1.000 millones de pesos por las consecuencias que la errónea decisión judicial trajo a la familia de Zamora.

Sus vidas confluyeron en el expediente del caso Cano y tardaron años en demostrar que nada tuvieron que ver con el crimen. Pablo Zamora era un comerciante que compraba mercancía en Maicao y la vendía en Medellín. Era casado y, para esa época, finales de 1986 tenía una hija recién nacida. Dos días antes del homicidio del periodista, conoció a Álvaro García mientras se hospedaba en el Hotel Samaritano, en Medellín, donde acostumbraba a guardar su mercancía. Poco sabía de él, pero entablaron una corta relación de negocios. En una ocasión, se encontraron en el hotel con Ofelia Saldarriaga, madre de Álvaro García, y este se la presentó a Pablo. Tres meses después, Álvaro viajó al Valle y no volvió. Lo encontraron muerto en una fosa en Palmira. En julio de 1987, Ofelia llamó a Pablo para contarle que le había dado sus datos a detectives del DAS que la habían buscado y preguntaron por los amigos de su hijo fallecido. Los agentes buscaron a Pablo en el hotel donde solía hospedarse y le dejaron una citación. Se presentó voluntariamente y lo interrogaron durante toda una tarde sobre su relación con Álvaro García, a quien conocían como el Zarco. Nunca le dijeron qué caso estaban investigando. Pablo y Ofelia estaban convencidos de que buscaban aclarar la muerte de Álvaro.

Al terminar la indagatoria se enteró de que al Zarco lo investigaban por ser supuesto responsable del homicidio de Guillermo Cano. A Pablo Zamora se lo llevaron para el DAS en Bogotá y el 4 de agosto de 1987 lo detuvieron, lo sindicaron de coautor del crimen y de haber conducido la moto que usaron para matar a Cano. Al día siguiente fue recluido en la cárcel La Modelo de Bogotá. Su cara y su nombre aparecieron publicados en los medios. Entonces empezó el drama para toda su familia., pues él sostenía el hogar. Su defensa exigía dinero para todo, por lo que su madre y su esposa tuvieron que acudir al ‘rebusque’ para solventar los gastos. Vendían empanadas y pólvora en los diciembres y hacían rifas. Su esposa tuvo que trabajar de empleada doméstica. Sufrieron el rechazo porque el cuento de que Pablo Zamora había participado en el homicidio de Guillermo Cano se regó en segundos.

En 1995 Pablo Zamora fue condenado por un juez a 16 años y ocho meses de cárcel por ser cómplice de la muerte del periodista. El delito de Zamora era conocer al Zarco y hablar con su madre sobre unos bienes que él había dejado. Al año siguiente fue absuelto por un tribunal, al no encontrarse pruebas que lo relacionaran directamente con los hechos. Recibió libertad condicional y durante un año y medio tuvo que presentarse cada 30 días a un juez penal. Finalmente, su inocencia quedó plenamente demostrada. En el proceso su familia tuvo que pedir prestados 150 millones de pesos para los trámites del caso. Por estar encarcelado por un crimen que no cometió, perdió momentos importantes con su familia. Su hija creció y su padre murió en 1994 y no pudo asistir al sepelio.

‘Tobón o Pabón… no sé’

Mientras todo eso ocurría Jorge Argiro Tobón sufría un drama parecido. Su historia aparece detallada en el libro Siete años en el infierno, escrito por el periodista Luis Felipe Atehortúa. Jorge Argiro tenía una pequeña empresa de obras de construcción en Barbosa, Antioquia. Estaba casado con una enfermera y tenían cuatro hijos. Una noche en que su esposa hacía turno en el Seguro Social y cuando la Justicia empezó a mostrar resultados del caso Cano, ella escuchó en el noticiero el nombre completo de Jorge Argiro Tobón. Lo señalaban de pertenecer a los Priscos. Su nombre siguió saliendo en los medios días después. Jorge Argiro envió una carta a un diario de Medellín con copia al juez que llevaba el caso, solicitando que se hiciera claridad porque posiblemente se trataba de un homónimo y se ofrecía para dar las explicaciones del caso. La carta salió publicada en el periódico, pero el juez nunca lo llamó.

En el expediente aparecía su nombre porque un testigo dijo que quien coordinaba a los sicarios de los Priscos era Jorge Pabón, a quien apodaban Jorgiño o el Negro Pabón. Los investigadores cotejaron el nombre en la Registraduría y encontraron que el más parecido era Jorge Argiro Tobón. Interrogaron al testigo y le preguntaron si se refería a él y respondió: “No sé decirle. Yo entendía que era Jorge Pabón o Tobón y otros Jorge Pajón”. Dijo que no lo conocía, pero que le habían contado que era negro y alto.

En enero de 1989, un policía conocido le contó a Jorge Argiro que el DAS en Bogotá había emitido una orden de captura en su contra y lo señalaba de participar en el homicidio de Guillermo Cano. Asustado, viajó a Bogotá para presentarse voluntariamente. Fue a la Procuraduría y allá le recomendaron que no lo hiciera, que le iban a ayudar a resolver el caso.

Su esposa se puso al frente del proceso, para evitar que Jorge Argiro se presentara ante las autoridades, como se lo habían recomendado. Como el caso estaba en Bogotá y ellos vivían en Medellín, le tocaba viajar con frecuencia. A veces, terminaba su turno de enfermera, salía para Bogotá a hacer diligencias y regresaba al día siguiente a su trabajo, sin haber descansado. Las cosas no se arreglaron.

El 21 de septiembre de 1994, Argiro salió a trabajar en la madrugada y empezó a ver salir gente de todas partes con pasamontañas, vestida de negro y con armas. Más o menos 40 agentes allanaron su casa. Se lo llevaron para el DAS en Medellín, lo tuvieron encerrado y luego lo presentaron a la prensa. Lo trasladaron para la cárcel de Bellavista y después lo llevaron a La Modelo en Bogotá. Allá conoció a Pablo Zamora, el otro sindicado por el mismo crimen. El vía crucis de Jorge Argiro duró siete años. Su esposa tuvo que asumir sola la carga económica del hogar.

Finalmente, Jorge Argiro Tobón logró demostrar que el miércoles 17 de diciembre de 1986 estaba construyendo una piscina en una finca con sus seis trabajadores. A las cinco y media de la tarde terminaron de trabajar. Mientras se preparaban para salir a tomarse unos tragos en el quiosco del pueblo, escucharon en el televisor la noticia del asesinato de Guillermo Cano, el director de El Espectador. El 19 de diciembre, cuando se hizo la protesta en todo el país, Jorge Argiro viajó a Medellín porque tenía que hacer unas vueltas. Cuando pasaba por el centro, se encontró con la manifestación. Como lo hicieron centenares de conductores ese día, detuvo su vehículo, sacó la mano por la ventanilla y agitó un pañuelo blanco. Todos, en ese preciso momento, clamaban justicia.