ANÁLISIS
La Farc se pone a prueba en estas elecciones
El aterrizaje electoral de la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común tiene muchas resistencias entendibles. Pero contrario a lo que muchos creen, más que debilitar la democracia, la llegada de los exguerrilleros a la arena política podría fortalecerla.
Colombia mató el tigre de la guerra. El 27 de junio pasado se cerraba el último contenedor con armas de una guerrilla que por más de medio siglo azotó al país con la violencia. El desarme fue una bocanada de optimismo en medio del asfixiante pesimismo en el que se encuentra el país. Sin embargo la foto del desarme, es apenas la mitad de la imagen completa del proceso de paz. Si se amplía el foco, esta no se puede entender sin el ingreso a la política de los exguerrilleros. Y esa irrupción es material y concreta. No sólo se trata de la construcción de un partido, sino de ir a elecciones. Y los partidos van a elecciones con candidatos de carne y hueso, con sus líderes. En este caso, los mismos que hicieron la guerra. Por eso ahora, muerto el tigre, no es dable asustarse con el cuero.
La decisión de la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, Farc, de lanzar a su máximo jefe, Rodrigo Londoño, a la presidencia, y de nombrar a 10 de sus comandantes, farianos purasangre, en las listas a Senado y Cámara, puede ser polémica, por razones morales y políticas, pero es legal y legítima en términos del acuerdo de paz que se pactó con ellos. Además, tiene una gran lógica intrínseca.
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La controversia fundamental es si es correcto que los guerrilleros desmovilizados lancen a la arena pública a quienes llevan sobre sus hombros la mayor responsabilidad por crímenes atroces. Ese es hoy un debate prácticamente resuelto. Esta semana el Consejo Nacional Electoral les otorgó la personería jurídica, y según el acuerdo de paz, ya refrendado por el Congreso y la Corte Constitucional, no hay restricción para su participación electoral de ninguna naturaleza.
Foto: León Darío Peláez / SEMANA
Hay que recordar que la Corte dijo que los congresistas pueden modificar el acuerdo sin tocar su esencia. Y la participación en política de los miembros de las Farc es el almendrón de la negociación. Como lo ha dicho Humberto de la Calle, sin ello no habría desarme. En otras palabras, sin la foto de Timochenko como candidato, o Márquez como senador, nunca se habría visto la de los fusiles hechos trizas. Las dos cosas van juntas. Son inseparables. Ese es justamente uno de los grandes dilemas que tiene que resolver un proceso de paz y en Colombia se resolvió de esta manera, no de otra.
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Ahora, sobre como será la relación entre las futuras sanciones impuestas por la JEP y el desempeño legislativo, se tendrá que pronunciar el tribunal de paz en el futuro. El Congreso tiene la responsabilidad de aterrizar los matices de la Jurisdicción Especial para la Paz en una ley estatutaria que luego será revisada por la Corte. Y los mismos magistrados elaborarán unas reglas de procedimiento en las cuales muy probablemente quedará claro cuáles serán las limitaciones para participar en política de quienes sean investigados o condenados por la JEP. Por ahora, el enredo en el que se encuentra ese proceso en el capitolio y la pelea electoral que tiene detrás ha contribuido a que no exista claridad frente a las reglas del juego de 2018.
El asco moral que produce en buena parte de la sociedad el hecho de que los guerrilleros, con sus crímenes a cuestas, lleguen al Congreso es entendible. Sin embargo, más allá de la indignación, hay otras lecturas. Por un lado, ver a Márquez en el Congreso puede leerse como una ganancia para la democracia. Hasta hace poco todos ellos buscaban destruir el Estado. Hoy quieren hacer parte de él. Han reconocido que las instituciones son legítimas y desean ser miembros de estas.
En segundo lugar, la llegada de Timochenko y sus hombres a las elecciones es la consecuencia lógica de una transición donde hay muchas situaciones excepcionales. Una de ellas es el cambio de traje y de escenario: del camuflado al cachaco, de la trinchera a la tarima. Es un cambio profundo en la identidad de los actores y de manera más radical, de la guerrilla. No solo cambian las formas de lucha. También van cambiando los lenguajes, las formas de actuar, incluso muchas de las ideas. La Farc va dejando de ser las Farc poco a poco, y ese cambio ocurre ante los ojos de todos, lo que no deja de sorprender.
En tercer lugar, no existe proceso de paz en el mundo donde las aprehensiones jurídicas se hayan puesto por encima de las realidades políticas. En muchos países incluso la paz se ha sellado con gobiernos de transición en los que antiguos enemigos han terminado compartiendo gabinete de gobierno. Aquí el costo político, objetivamente, ha sido mucho menor para el establecimiento. En el fondo, nada en las estructuras políticas ni económicas, ni en los balances definitivos del poder, estaría en juego con la participación de las Farc en las elecciones.
Foto: León Darío Peláez / SEMANA
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Ahora, ¿qué tan riesgoso es que a la Farc le vaya bien en política? La respuesta es cero. La Farc ha optado por hacer unas listas al Congreso ensimismadas, aferradas al pasado, dentro de la lógica de conservar la cohesión interna. Lo mismo puede decirse de la candidatura de Timochenko. Esta, sin embargo, les garantiza espacios de debate y de propaganda, que seguramente piensan aprovechar para contrarrestar la mala imagen que tienen entre la opinión mayoritaria. Lo bien o lo mal que les vaya dependerá de la manera como salgan a la arena pública. El proceso de paz no puede ser un remedo de apertura democrática, sino un proceso serio de inclusión política.
En materia de reconciliación está todo por hacerse y en este campo los exguerrilleros tienen grandes oportunidades. Habrá que ver si la Farc tiene la grandeza de echarse esa tarea sobre los hombros de manera genuina e inteligente. Si será capaz de sembrar un imaginario de futuro o si por el contrario actuará de la manera mezquina como lo hicieron en la guerra.
Que a la Farc puedan hacer política es importante para el país. Que su partido se consolide, que tenga arraigo regional, que sea relevante, y que sus líderes tengan un desempeño democrático, maduro y sereno, serían indicadores de la estabilidad y la durabilidad del pacto de paz. Colombia ha sido una nación intolerante con la izquierda, al punto del exterminio físico de algunos de sus líderes como sucedió con la Unión Patriotica. Siempre se ha dicho que esto ha ocurrido por la guerra, porque en ella se han combinado todas las formas de lucha. Ahora, camino a la paz, la democracia se pone a prueba.
Los extremos ideológicos estarán por primera vez, en mucho tiempo, enfrentados en el escenario electoral. Esta vez sin violencia. El experimento de tener a los exjefes guerrilleros en la contienda de 2018 es de alto riesgo. Pero como en toda gran apuesta, las ganancias también podrían ser inconmensurables.