CONGRESO

Fidupetrol y Jorge Pretelt: un proceso sin precedentes

Con la suspensión del magistrado, en medio de un acalorado debate, el Congreso revivió, después de 58 años, su papel como juez de altos funcionarios del Estado.

27 de agosto de 2016
Pretelt llegó al recinto del Congreso con su abogado, Abelardo de la Espriella. | Foto: Guillermo Torres

La suspensión de su cargo del magistrado de la Corte Constitucional Jorge Pretelt es un hito en la política y en la institucionalidad colombiana. Y es que desde 1958, cuando el Senado juzgó al general Gustavo Rojas Pinilla por el golpe que lo condujo al poder, en los años previos al Frente Nacional, ningún juicio efectuado en el Congreso había condenado las actuaciones de un alto funcionario del Estado.

Por cuenta de ello, se volvió común asegurar que todos los procesos que llegaban a la Comisión de Acusaciones de la Cámara para juzgar a funcionarios con un fuero especial (el presidente, el fiscal y los magistrados de las altas cortes) estaban destinados a dormir el sueño de los justos. Las cifras lo sustentan: según un informe elaborado por la Corporación Excelencia en la Justicia, desde que fue promulgada la Constitución de 1991 hasta 2014, la comisión recibió 3.496 denuncias: 1.957 (56 por ciento) fueron archivadas, 1.538 (44 por ciento) están pendientes de revisión y no se registró ni un solo fallo de fondo.

A comienzos del año pasado, cuando estalló el escándalo del magistrado Pretelt, muchos en el mundo político pensaron que si su caso llegaba al Congreso quedaría engavetado. No obstante, en septiembre de 2015, seis meses después de iniciadas las investigaciones, el representante a la Cámara Julián Bedoya radicó la acusación contra Pretelt por haber pedido 500 millones de pesos a cambio de interceder para que otros magistrados tramitaran una tutela interpuesta por la empresa Fidupetrol en contra del Estado, dando inicio al proceso que el miércoles pasado alcanzó una conclusión.

Tres elementos permitieron que el caso Pretelt tuviera un rumbo diferente en la Comisión de Acusaciones. El primero fue el escándalo mediático que generó. Los colombianos están acostumbrados a las denuncias sobre las actuaciones de alcaldes, gobernadores o congresistas, pero pocas veces han oído noticias sobre delitos cometidos por magistrados, mucho menos si son de la Corte Constitucional, considerada la instancia máxima de defensa de los valores y la legalidad. En el escándalo, organizaciones sociales acusaron al magistrado de cometer irregularidades en la compra de tierras en Urabá por lo cual el entonces fiscal Eduardo Montealegre le abrió un proceso a su esposa.

La participación directa del fiscal en la investigación del Congreso por el caso Fidupetrol fue el segundo elemento que le dio mayor relevancia. En mayo de este año, el fiscal general encargado Jorge Perdomo llevó al Congreso un expediente con pruebas, basadas en una declaración que desde la cárcel hizo el abogado de Fidupetrol, Víctor Pacheco, para que la Cámara acusara al magistrado y su investigación pasara a la instancia posterior: la Comisión de Instrucción del Senado. También en la investigación por paramilitarismo, la Fiscalía se había encargado de recolectar denuncias contra Pretelt.

El tercer aspecto que hizo que la investigación llegara a término tuvo que ver con los temas que hacían parte de la agenda política cuando la Comisión de Acusaciones comenzó a actuar. En particular, con el trámite del proyecto de equilibrio de poderes presentado por el gobierno, que contemplaba reemplazar la ineficiente comisión por un tribunal especial para personas con fuero, como los magistrados. Pero después de aprobado por el Congreso, ese proyecto llegó a revisión de la Corte Constitucional y esta tumbó el nuevo tribunal y blindó la existencia de la comisión al fallar que solamente los congresistas pueden acusar y juzgar al presidente, los magistrados y al fiscal. Eso tuvo dos implicaciones. Por un lado, el Congreso le metió el acelerador al caso en un intento por reivindicar su función como juez de los aforados. Por el otro, los magistrados, que usualmente tienen espíritu de cuerpo, decidieron no hacer ningún lobby por salvar a Pretelt. En parte porque algunos de sus colegas lo consideraban culpable y en parte porque un proceso eficiente en el Congreso legitimaba su oposición a que se creara un nuevo tribunal de aforados.

El miércoles pasado, con 55 votos a favor y 5 en contra, la comisión decidió separar a Pretelt del cargo y acusarlo ante la Corte Suprema de Justicia. “Es uno de los actos más bochornosos de corrupción”, dijo el parlamentario Juan Manuel Corzo, jefe de la Comisión de Instrucción que llevó el caso en el Senado, en medio de un debate en el que hubo toda clase de intentos por torpedear la decisión. El principal de estos corrió por cuenta del pastor de la Iglesia Metodista Misionera Luis Ernesto Correa Pinto, quien recusó a más de 40 parlamentarios. En redes sociales el religioso aparece como un consagrado seguidor de Álvaro Uribe.

Ese mismo día, y antes de la decisión, el Congreso le permitió a Pretelt defenderse. Además de afirmar que su juicio tuvo problemas de forma, el magistrado insistió en que la decisión de separarlo del cargo era consecuencia de una persecución política por cuenta de sus posiciones contrarias a legalizar el aborto en ciertas condiciones, a permitir a parejas del mismo sexo adoptar a menores y a que en los manuales de convivencia de los colegios se incluyan herramientas para evitar la discriminación por orientación sexual. También insistió en que detrás de esa persecución estaba el gobierno, por cuenta de que el expresidente Uribe lo ternó en 2009 para llegar a la corte, y de que el presidente Santos, un día antes, había pedido a los congresistas celeridad en el proceso.

Pero más allá de su vieja cercanía con el uribismo, el debate político en el proceso contra Jorge Pretelt se encendió por las características de la coyuntura en que se dio. Así como se inició en medio del debate sobre el equilibrio de poderes, concluyó en medio de la agitación por la campaña por el plebiscito y después de las marchas contra los manuales de convivencia escolar. En aras de generar simpatías y recoger algo de la favorabilidad popular de esas marchas, días antes del juicio, Pretelt decidió presentarse en redes sociales como el magistrado de la familia. Adicionalmente, recibió el apoyo abierto del pastor Erik Gamba, representante legal de la Misión Carismática Internacional, la Iglesia que le sirvió de sede a Uribe para lanzar su campaña por el No.

En la sesión en que fue suspendido, los congresistas del Centro Democrático y quienes defendían la absolución de Pretelt se retiraron del recinto del Senado argumentando que el proceso había tenido vicios de forma. Álvaro Uribe, por su parte, estaba impedido por haber candidatizado al magistrado para la Corte Constitucional. No obstante, y como le dijo un senador de La U a SEMANA, “la identificación entre los argumentos de Pretelt frente a su propio proceso y los uribistas hizo que la plenaria, en la que se tomó la histórica decisión de separar al magistrado del cargo, pareciera un debate entre los defensores del Sí al plebiscito, y los del No”.

Pretelt tiene dos caminos posibles en la Corte Suprema de Justicia. Si esta lo encuentra culpable del delito de concusión podrá imponerle una pena de hasta seis años de prisión, una multa de hasta 100 salarios mínimos e inhabilitarlo hasta por ocho años para ejercer cargos públicos. Si en cambio determina que antes de juzgarlo el Congreso debe hacerle un juicio de indignidad, que coloquialmente equivale a un juicio disciplinario, la situación del magistrado quedaría en el limbo. Pero más allá de cómo se resuelva el tema, que después de 58 años el Congreso haya suspendido a un aforado es un hecho que pasará a la historia.