La semana pasada arrancó su segunda y decisiva etapa en el Congreso una de las reformas más difíciles de este gobierno: se radicó la ley estatutaria que regula la ampliación del fuero militar. El debate promete ser tan álgido como el del acto legislativo que le dio origen, aprobado el año pasado. Y, por lo breve de la actual legislatura, el proyecto deberá surcar sus cuatro debates a ritmo marcial, antes de pasar a revisión en la Corte Constitucional.
El proyecto ha opuesto al ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, con los defensores de derechos humanos dentro y fuera del país. Ahora, llegó la hora de la verdad. Esta ley –y otra, ordinaria, que se presentará dentro de una semana, y un decreto presidencial pronto a expedirse– pasa de las generalidades constitucionales a definiciones concretas. Y el diablo está en los detalles. Estos son los temas más sensibles.
Hostilidades
Con la excepción de los crímenes de lesa humanidad y los delitos de genocidio, desaparición forzada, ejecución extrajudicial, violencia sexual, tortura y desplazamiento forzado, que son competencia de la Justicia ordinaria, la esencia de la reforma es que las violaciones que cometan los militares en las hostilidades de un conflicto armado serán investigadas y juzgadas por la justicia penal militar bajo las normas del derecho internacional humanitario (DIH) y no de los derechos humanos. Si no hay conflicto armado y un “contexto de hostilidades”, esta ley no aplica.
Según el artículo 14, hay una situación de hostilidades cuando se ataca un grupo armado o un blanco legítimo. Pero hay otros elementos. Basta que el uniformado tenga “la convicción” de que el objeto de su ataque es un blanco legítimo para que se considere que su conducta fue en el marco de las hostilidades. Y la conducta puede ocurrir no solo en el planeamiento y la ejecución de la operación sino en los “procedimientos inmediatamente posteriores”, lo cual, a juicio de algunos expertos, puede ser peligroso.
Todo ataque contra blancos legítimos y objetivos militares se asume como realizado “en el marco de las hostilidades” (artículo 40). La responsabilidad de probar lo contrario recae en la Fiscalía, pese a que es la Policía Judicial Militar la que inicia la investigación.
Blanco legítimo
El artículo 10 determina que son “blanco legítimo” los miembros de grupos armados y civiles que participan directamente en las hostilidades. El artículo 11 define que cumple con esta participación no solo quien cause daño a la fuerza pública o los civiles, sino quien realice actos que “inequívocamente, tengan la potencialidad de causar (ese) daño”.
¿Quién y cómo define esta potencialidad y, en consecuencia, convierte a quienes supuestamente preparan esos actos en blancos legítimos? Inteligencia militar tendría una elástica potestad para determinar ‘potenciales’ participantes en las hostilidades y usar contra ellos la fuerza militar. En una guerra irregular, en la que los grupos armados se camuflan como civiles y la población ha sido muy estigmatizada, esto conlleva serios riesgos.
El artículo 13 define como “objetivo militar” los bienes que, entre otras consideraciones, “por el lugar donde están ubicados contribuyen eficazmente a la acción violenta”. Esos bienes pueden ser capturados o destruidos.
Daño colateral
El artículo 22, que se refiere a la proporcionalidad, estipula, entre otros, que no se deben realizar ataques que causen muertos, heridos o daños civiles “manifiestamente excesivos” en relación con la ventaja militar prevista. ¿En caso, por ejemplo, de un bombardeo, cuántos muertos o heridos civiles lo serían? Se traza una delicada línea entre el daño colateral y la violación al DIH. Y se favorece la interpretación de que todo daño, salvo si es “manifiestamente excesivo”, es colateral.
El artículo 38 dice que, si la planeación y la ejecución de una operación se hacen de acuerdo a los principios del derecho internacional y en su desarrollo mueren civiles o son dañados bienes civiles, ni quien dio la orden ni quien la ejecutó pueden ser responsabilizados penalmente.
Grupo armado
Si una organización ejerce contra el Estado o los civiles una violencia cuya “intensidad supere la que suponen los disturbios y tensiones interiores” y si tiene mando centralizado, se la considera grupo armado. Esta definición del artículo 8, que, a diferencia de la actual legislación, no requiere que el grupo tenga control territorial, abre la puerta a ‘graduar’ como partes del conflicto a los grupos sucesores de los paramilitares, las bacrim, o a otros que surjan en el futuro.
¿Quién decide que una organización es un grupo armado y autoriza combatirlo con métodos de guerra? Según la ley, el presidente es uno de esos responsables. Pero los otros quedan sin especificar. La gran pregunta es: ¿tendrán los militares esa potestad?
Los autores de la ley sostienen que su intención es introducir parámetros objetivos para definir qué es un grupo armado, más allá del nombre o el móvil de la organización: un grupo de 100 hombres con fusiles, como operan las bacrim en ciertas zonas, debería ser combatido por el Ejército, no por la Policía, dicen. Y quieren prevenir que los militares puedan ser culpados por omisión, por no enfrentar un grupo armado que ataca a civiles.
Exención de responsabilidad
El superior militar o policial se considera responsable por acciones punibles de sus subordinados si estas tienen lugar en las hostilidades, si tiene “mando y control efectivo” sobre ellos, si sabía o debió saber que se cometió un delito y si evitó prevenirlo pudiendo hacerlo (artículos 32 a 38). La relación jerárquica por sí sola no lo hace responsable. Quienes hacen una operación contra objetivos legítimos respetando los principios de proporcionalidad, distinción y precaución, no son objeto de responsabilidad penal por los resultados, aun si hay daños colaterales.
Para los críticos, estas fórmulas blindan excesivamente a los militares. Los diseñadores de la reforma responden que introducen reglas de responsabilidad que estipulan claramente qué pueden hacer y qué no los uniformados.
Ejecución extrajudicial
El artículo 43 dice que incurre en una ejecución extrajudicial (‘falso positivo’) “el servidor público que con ocasión del ejercicio de sus funciones matare a una persona y puesto (sic) con este propósito después de haberla dominado en estado de absoluta indefensión”.
No solo por su alambicada redacción sino por las condiciones que estipula –dominar completamente a la víctima y ponerla en absoluta indefensión– casi ningún falso positivo cumpliría con la figura. Los críticos de la ley temen, además, que muchos de estos casos terminen en manos de la justicia militar por el principio de legalidad, pues los abogados pueden alegar que no se puede inculpar de un delito nuevo a quienes se procesa por otro.
Fin del conflicto
La gran paradoja es que sin conflicto armado, esta ley no aplica. El gobierno y las Farc esperan llegar a fin de año a un acuerdo para ponerle fin. ¿Para qué, entonces, todo el ruido y el costo político en que incurre el gobierno al impulsarla?
Los arquitectos de la ley ofrecen dos argumentos. Dicen que la ley refleja la política del gobierno de negociar en medio del conflicto y proteger a los militares mientras este dure. Además, el conflicto con el ELN podría continuar si no hay acuerdo con esta guerrilla, y otros grupos o eventuales disidencias de las Farc podrían calificarse como grupos armados, con lo que se mantendría un conflicto armado y la ley seguiría vigente.
Lo único que parece claro es que el gobierno –y los militares– prefieren tener en la mano todas las cartas. Incluida la de que la guerra no termine.