Gabomanía

La autobiografía de Gabriel García Márquez, 'Vivir para contarla', fue el hecho literario del año. Viaje por un sueño real de una parte de la historia de Colombia.

Juan Gustavo Cobo Borda*
23 de diciembre de 2002

Expulsado de ese parai-so de la infancia que conforman los cuentos de su abuelo el coronel y la edad de oro de la United Fruit en Aracataca, este niño llamado Gabriel García Márquez (1927) busca corregir la injusticia del mundo mediante el exorcismo creativo de la literatura.

Los ojos atónitos devoran la realidad desde la foto de la portada y así combaten con la palabra lo que su maestro William Faulkner expresó en Estocolmo al recibir el premio Nobel en 1949: "La base de todas las cosas es tener miedo: y aprendiendo eso, es necesario olvidarlo para siempre, y no permitir un espacio más que para las viejas realidades y verdades del corazón, las verdades universales que necesitan de cualquier historia efímera y condenada -amor y honor y lástima y orgullo y compasión y sacrificio-". (Discursos Premio Nobel, Bogotá, Común Presencia Editores, 2002, p.71).

Para vencer tantos miedos como estas casi 600 páginas de sus memorias conjuran, tendrá que convertirse, primero que todo, en escritor. Tal la razón de ser de este libro: Vivir para contarla. Bogotá, Norma, 2002. Desengañando a su madre y a su padre y en definitiva a una familia de 11 hermanos que habían apostado sus precarios recursos a la falaz lotería del título universitario como inversión garantizada en el hijo mayor, este recuento autobiográfico cuestiona mitos y seduce, en ocasiones, con sus artes de hechicero fabulador. Pero entre la memoria de su tribu y la crónica cultural de su formación como escritor hay un desnivel estilístico que sólo sus novelas resolvieron a plenitud. En todo caso estas páginas nos permiten asomarnos a verdades inquietantes.



¿Qué es ficción? ¿Qué es realidad?

Vivir para contarla es el exhaustivo recuento literario de cómo un muchacho lector de Aracataca se vuelve gran escritor. Solo tenebrosos, sagaces lectores, llegan a ser recursivos escritores.

Podemos aludir a su rigor y a la firmeza de su ego; podemos mencionar su innata capacidad para soñar lo real y escuchar el murmullo del mundo o a los mecanismos compensatorios con que traspone metafóricamente la esquemática realidad. Podemos rastrear, a partir de lo que significó Jorge Eliécer Gaitán, su paulatina adquisición de una postura política, de izquierda socialista. Podemos, por cierto, comprender su conciencia de clase a partir de los traumas, desaires y humillaciones que la pobreza inflige y que este libro, sicoanálisis doloroso de sí mismo, reconstruye con una entereza aún mayor si calibramos su legendaria timidez. O podemos celebrar, sin reticencias, el milagro mayor: cómo la literatura transforma el mundo y ya nada será igual.

Así, al parecer, lo entienden millones de personas en el mundo entero, que coparticipan de su angustia trascendida gracias a la forma como la volvió ficción y ahora la desmonta, en apariencia, para devolvérnosla como realidad. Ese charco de gallinas muertas donde naufraga la alegría salutífera del mar. Esa balacera torpe convertida en masacre épica. Pero en este recalentamiento alquímico de la materia primordial el mistificador no anda muy lejos del periodista y el novelista de la atmósfera y los personajes no declina del todo sus armas ante el poeta de las remembranzas nostálgicas. ¿Dónde aprendió estos pases mágicos y estos trucos invisibles de gran levitador?

Nos los cuenta, y nos engaña una vez más, al explicar la relación entre el primer muerto que vio, cuando niño; el viaje con su madre para vender la casa -el sábado 18 de febrero de 1950- y la escritura de su escueto y conmovedor relato: La siesta del martes fechado en 1962. ¡Qué proceso ambiguo, turbio, complejo y fascinante, para restañar la herida y reedificar, en la transparencia insondable de ese espejo autónomo que es la ficción, la rugosa realidad!.

La entereza moral de la madre del ladrón, tan afín a la erguida terquedad con que su propia madre afronta los caprichos de la fortuna y las veleidades del padre, se conjugan en un sólido bloque de plenitud literaria donde lo no dicho es más elocuente que lo explícito. Donde una mujer sola vence los rumores insidiosos con que el pueblo, coro del drama, zumba allí detrás, cruel pero perceptible. Por algo los griegos, al referirse a la bondad de la tragedia, utilizaban la palabra catarsis.



Romper prejuicios

Esa maledicencia generalizada estará presente en toda su narrativa, trátese de los pasquines de La mala hora (1962), la voz coral en El otoño del patriarca (1975) o de los amigos, conocidos, familiares, madre incluida, que conducen la fatalidad en Crónica de una muerte anunciada (1981) y que muestran otro de los ejes centrales de su narrativa: el desenmascaramiento de una sociedad hipócrita y unos prejuicios ancestrales que deforman todas las relaciones humanas.

El desdén, por ejemplo, con que es mirado su padre el violinista-homeópata por su abuelo el coronel con ínfulas aristocratizantes y ademanes moralistas pero no por ello menos pobre y menos pecador fuera de casa. Como lo escribe su nieto, el machismo proverbial estaba "inscrito en el código de la tribu". "Este prejuicio atávico, cuyos rescoldos perduran, ha hecho de nosotros una vasta hermandad de mujeres solteras y hombres desbraguetados con numerosos hijos callejeros" (p. 64). ¿Provendría todo ello de una sociedad como la española obsesionada por el honor y limpieza de sangre?

La buena narrativa recrea el desequilibrio del mundo, al esclarecer lo inerte, y propugnar visiones alternativas de los opacos hechos. Pero esta luz que denuncia y consuela sólo fija su foco luego de infinitas aleaciones.

El adolescente que llega a esa prisión sombría llamada Bogotá no era sólo el costeño despreocupado, informal y auténtico -ese otro cliché-

sino el novicio de las letras que aspira a recibir las ordenes sagradas. El doctor Adolfo Gómez Tamara le regala El doble de Dostoievsky y le asigna la beca para Zipaquirá. El poeta Carlos Martín el deleite inagotable de descubrir a Alfonso Reyes o pasear por La vida maravillosa de los libros de Jorge Zalamea. Gustavo Ibarra los dramaturgos griegos y me pregunto quién La Peste de Camus -la más actual de las novelas colombianas- con su acuciante pregunta acerca de la responsabilidad individual en una catástrofe colectiva que sólo despeja ese informe redactado por el doctor Rieux. No son los antibióticos los que cercan el bacilo: es la sobria y humana literatura.



El maestro del maestro

Por ello resulta tan revelador que sea precisamente la lectura de la novela de Faulkner: Luz de agosto (1932) la que abra de modo tan sugestivo estas memorias y ella haya tenido, ya en 1943, en la Revista de las Indias, un lector tan zahorí como Alvaro Mutis. Decía Mutis en su reseña: "En una prosa común, cansona y gris, y en un estilo lleno de incongruencias y monstruosidades, sus novelas están inscritas en ese mismo ritmo de vida del sur de los Estados Unidos, monótono, perezoso; de sus obras va emergiendo una vida rara y exótica a fuerza de común y vulgar.

"Seres monstruosos de puro humanos", concluía Mutis. Y unos años antes, en 1938, otro lector privilegiado, Jorge Luis Borges en El Hogar ya presagiaba también la fascinación futura de García Márquez por la obra de Faulkner: le enseñaba a ver lo propio.

"Ríos de agua morena, quintas desordenadas, negros esclavos, guerras ecuestres, haraganas y crueles". El mundo de Faulkner es "consanguíneo de esta América y de su historia, es criollo también".

Faulkner, a quien interesaban por igual los procedimientos de la novela y el destino y el carácter de las personas, "prodiga las inverosimilitudes para parecer verdadero -y lo consigue-. Mejor dicho: el mundo que imagina es tan real, que también abarca lo inverosímil".

Ya estaban dadas las bases para erigir ese vasto cosmos narrativo que sería la obra de García Márquez e incluso su rótulo descriptivo: realismo mágico. Lo real maravilloso de esta América mestiza. Pero al contrario de la novela perdida de Eduardo Zalamea Borda, mentor suyo, de Alvaro Mutis, Mejía Vallejo y Alejandro Obregón, que ahora hemos recuperado: La 4a. batería (Villegas Editores, 2001) ella no resurge, como al ave Fénix, del purgatorio que fue el incendio de El Espectador, sino que se ahonda en el desciframiento paulatino de las nuevas lecturas. Ahora García Márquez hace la suya. Se lee a sí mismo. Con el pretexto de contarnos su autobiografía y la saga de esa familia atrincherada en un Macondo que les vuelve extranjeros en su propio pueblo, nos habla de literatura.

Sabe que sólo gracias a ella la realidad se torna comprensible, la pobreza menos dura y "el miedo a la oscuridad, anterior a nuestro ser", no tan intimidante y paralizador como temíamos. Las historias son comunes. Lo que importa es el cómo de quien las dice. En este caso, quien las vivió hasta el fondo y sólo necesitó un poco menos de cien años para decírnoslas. He aquí el don impagable de la creación y el modo como se forjó un gran escritor.