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¿Qué hacer con las drogas?

Ni la aspersión de glifosato ni la erradicación forzosa o voluntaria son suficientes para combatir los cultivos ilícitos. Ninguna vía lo es por sí sola. ¿Qué hacer?

8 de septiembre de 2018
Según cálculos de la Coordinadora Nacional de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuna (Coccam) más de 38 líderes de sustitución de cultivos han sido asesinados.

El viraje en la política de drogas está anunciado y ya hay alboroto por los cambios. El ministro de Defensa, Guillermo Botero, generó gran polémica hace unas semanas cuando dijo que la “sustitución de cultivos ilícitos ya no será voluntaria, sino obligatoria” y se debe “mantener el uso del glifosato” como parte de las estrategias que explora el nuevo gobierno en la construcción de su política contra las drogas.

Aunque muchos daban por superado el debate sobre el uso del herbicida desde que el Consejo Nacional de Estupefacientes (CNE) prohibió la aspersión aérea en 2015, lo cierto es que en Colombia el químico nunca se ha dejado de usar. Todo el riesgo se trasladó a los policías que recorren el país llevando a sus espaldas aspersores cargados de glifosato y que ahora exploran la posibilidad de erradicar las 300.000 hectáreas de coca con una robusta dotación de drones.

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Iván Duque comenzó a redireccionar la búsqueda de estrategias alternativas para regresar al camino de la mano dura. Pocos resultados tangibles dejó en tres años el trascendental cambio que propuso el entonces presidente Juan Manuel Santos, desde el momento que diseñó una política propia contras las drogas para tratar de interpretar las complejidades del territorio, y no solo seguir los enfoques de la DEA, hoy en día en entredicho en el mundo.

La fumigación por si sola no sirve para contener a largo plazo la expansión de la coca.

Sin embargo, desde que suspendió la aspersión, la coca se disparó y el famoso plan que presentó en Washington jamás despegó. De ahí que la propuesta de intensificar el uso del herbicida, si bien bajo otra modalidad, cayó como un baldado de agua fría en algunos sectores. Aunque los críticos cuestionan los riesgos que implica usar el herbicida, un histórico fallo contra Monsanto en San Francisco terminó, en parte, por darles la razón.

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El gigante agroindustrial deberá pagar a un conserje casi 290 millones de dólares por no advertir en la etiqueta que el glifosato que contenían sus herbicidas era cancerígeno. Ahora Johnson, de 46 años, sufre de un incurable linfoma no Hodgkin que él atribuye al hecho de haber rociado con RoundUp y RangerPro los jardines de una escuela en Estados Unidos. Solo en Colombia, existen más de 5.000 demandas contra el Estado por 1,7 billones de pesos por afectaciones de este químico en la salud.

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Ahora bien, ya está probado que la fumigación por sí sola no sirve para contener en el largo plazo la expansión de la coca. Primero, porque los cultivos para usos ilícitos hoy en día están mezclados con otros legales. Segundo, porque los campesinos tienen estrategias para eludir el daño potencial del líquido en la mata de coca. Y tercero, porque los sembrados se trasladan pronto a otros lugares. Según cifras de la oficina de Asuntos Antinarcóticos y Aplicación de la Ley de Estados Unidos, en 2013 mediante aspersión aérea se erradicaron 57.051 hectáreas de coca; 57.237 en 2014 y 36.494 en 2015.

La fumigación por si sola no sirve para contener en el largo plazo la expansión de la coca.

Pero más allá de las dudas sobre la efectividad de la fumigación, para expertos consultados por SEMANA las políticas que delinea el nuevo gobierno deberían cimentarse de nuevo sobre una vieja consigna: garrote y zanahoria. Entre ellas están centrar un mayor esfuerzo en golpear los eslabones más fuertes de la cadena del narcotráfico, garantizar que las estrategias de carácter represivo tengan como principio la figura de no hacer daño y enfrentar los cultivos ilícitos con herramientas propias del desarrollo rural.

En ese sentido, el programa de sustitución voluntaria acordado en La Habana contemplaba partir de la recuperación del control territorial con presencia del Estado y ofrecer garantías de seguridad y una cultura de legalidad en los territorios. Pero esa propuesta poco se parece a la que terminó articulada desde Bogotá, que desnaturalizó los objetivos del acuerdo en el punto de drogas, que nunca contempló “la entrega de incentivos perversos a los campesinos”. Además, la política finalmente aplicada contempla entregas parciales, por lo que algunas de las 77.659 familias que firmaron compromisos hoy financian la resiembra con la misma plata que les da el Estado a cambio de erradicar.

Si el Estado no interviene en forma integral en las regiones que producen coca, los campesinos la seguirán cultivando. Esa experiencia quedó hace ya casi una década del Plan de Consolidación de La Macarena, que pasó de tener 26.000 hectáreas sembradas en coca a 3.000. Ahora bien, las siembras regresaron porque el Estado abandonó el esfuerzo. “Si no se modifican las condiciones que facilitaron su aparición y expansión, existe un riesgo mayor de resiembra”, advierte la Fundación Ideas para la Paz.

Basta con revisar el censo que realizó esta organización y la Onudd hace unos meses a 6.350 familias que viven en zonas cocaleras. De ellas, 89 por ciento tiene una relación directa con los cultivos ilícitos, 57 por ciento sufre de pobreza monetaria, 97,5 por ciento ejerce su oficio desde la informalidad y apenas el 13 por ciento acredita ser dueño de su predio con escritura pública. De acuerdo con los investigadores, estos territorios están 9 años más atrás que otras zonas rurales del país.

Para salir de esta espiral, sin embargo, no hay fórmulas garantizadas. Más de 10 años tardó Tailandia en limpiar su territorio de amapola con proyectos productivos, pese a que tenía un número de hectáreas muchísimo menor al de Colombia hoy. Ahora bien, el gobierno debe planear estratégicamente el desarrollo que lleve a los territorios para no repetir el error de Afganistán, donde el simple desarrollo de vías y distritos de riego aumentó el número de hectáreas sembradas, pues al no ir acompañado de otros programas sencillamente les facilitó a los ilegales la manera de sacar el producto. Para que eso no ocurra, se requiere organizar primero la casa y articular la política de drogas que hoy cuenta con más de 1.000 programas desagregados y administrados por más de 20 instituciones. Por lo tanto, el gobierno de Iván Duque debe reajustar el diseño por completo o arriesgarse a ponerles parches a los errores que vayan surgiendo, lo que a su vez podría esconder nuevos baches en el camino.

Los ‘glifo-drones’

Por: Daniel Rico, director de C-Análisis Criminología Aplicada

Volvió a pasar, tal y como fue costumbre durante la administración Santos II, la reacción a cada reporte que señalaba el aumento de las hectáreas de coca fue el anuncio de una ‘nueva estrategia’ que ‘ahora sí’ iba a reducir las hectáreas.

Que un gobierno saliente use como su último distractor a los drones es cuestionable, pero no es grave. Lo preocupante es que el nuevo gobierno muerda el anzuelo y crea que un cambio de tipo táctico como es el uso de drones pueda ser una estrategia realista frente a semejante reto. Los ‘glifo-drones’ no son una solución realista al aumento de cultivos ilícitos que vive el país. En Colombia hay por lo menos 300.000 hectáreas de coca: si juntáramos todas las matas de coca, una al lado de la otra, ocuparían un espacio comparable a 30 veces el tamaño de la zona urbana de Medellín. Cada hectárea tiene cerca de 10.000 arbustos de coca, y como el glifosato no mata la mata, sino que la deshoja y le retrasa su producción, se tendría que asperjar al menos dos veces por año cada planta. Con esas cuentas, para acabar con el problema a punta de drones necesitaríamos asegurar una capacidad para fumigar 6.000 millones de dosis de glifosato por año.

El segundo problema del uso de ‘glifo-drones’ está en la reacción de las comunidades. Hay decenas de miles de familias a las que el gobierno de Santos dejó colgadas de la brocha, con promesas y acuerdos que no se honraron. Esto lo ha venido advirtiendo el gobernador Camilo Romero de Nariño y tiene mucha razón. Con las primeras gotas de glifosato que caigan desde el cielo, se puede prender de nuevo la chispa que inicie una nueva conflagración social cocalera, como la de 1996 en Putumayo y Caquetá o la del 2013 en Catatumbo.

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Existen otros problemas logísticos. Estos dispositivos requieren de cuatro personas para que el químico pueda ser cargado, el desplazamiento de las mezclas de glifosato y equipos difícilmente se podrá hacer por tierra, y nos quebramos si seguimos pagando horas de helicóptero para mover sustancias químicas y drones (y no a las tropas). La prueba piloto que se hizo con una docena de drones en condiciones óptimas deja por ahora más interrogantes técnicos que certezas.Los drones dan una ventaja táctica muy importante: contar con una flotilla numerosa de estos permitiría combatir mejor los eslabones superiores de la cadena del narcotráfico. Con los drones se podrían monitorear ríos y mares para mejorar la eficiencia de las interdicciones de cocaína y de paso la minería ilegal; en lo social se pueden usar para levantar cartografía rural y el mapa de vías terciarias (desactualizado desde 1992), condición fundamental, dado que la ausencia de mapas detalladas a la escala correcta tiene frenados muchos proyectos productivos y la titulación de predios en zonas críticas. No hay duda de que los drones tienen usos transformadores, lo equivocado es pensarlos como el eje central de una ‘nueva estrategia’ contra los cultivos ilícitos, como se intentaron vender en la última cortina de humo.

El glifosato no mata la mata sino que la deshoja y retrasa su producción.

El presidente Iván Duque recibió los campos de Colombia con este incendio cocalero y sin una estrategia coherente en ejecución. Por eso es crucial no perder el sentido de realidad, reconocer desde las primeras acciones de la nueva administración que reducir la coca y su criminalidad no será nada fácil. No existe una solución (ni drones, ni molécula, ni nombramientos) que mágicamente resuelva el problema.Reducir la coca a la mitad se ha conseguido varias veces en el pasado y no hay razones para creer que no se pueda volver a lograr. Los parámetros para una estrategia integral y de largo plazo ya existen, tenemos suficiente experiencia institucional para este objetivo y evidencias sólidas sobre lo que funciona y lo que no. Hay que tomarse en serio (presupuestal y estratégicamente) las conclusiones de la Misión Rural y el punto cuatro del acuerdo de paz, algo que paradójicamente no ocurrió durante el gobierno que firmó la paz.