POLÍTICA
Gobierno Samper contra el mundo: el relato de Horacio Serpa sobre el proceso 8.000
En su libro de memorias ‘El país que viví’, editado por Planeta, el excandidato presidencial recuerda con lujo de detalles cómo afrontó esa tormentosa crisis de Ernesto Samper en la Presidencia. SEMANA reproduce un capítulo con autorización de la editorial.
Capítulo 15 - Contra el mundo. El gobierno de Samper
La convocatoria de una rueda de prensa por Andrés Pastrana tres días después de la segunda vuelta, provocó una gran expectativa nacional e internacional. Los rumores sobre unos casetes que tenían relación con las dos campañas presidenciales, pero especialmente con la ganadora y su eventual financiación con dineros provenientes del narcotráfico, eran enormes.
En el cuartel general de Samper dábamos por sentado que nada de lo que se especulaba era cierto y que lo deseado por los contendores era descalificar el triunfo liberal, dado que la diferencia de solo 140 mil votos en un universo de casi 7,5 millones de votos era demasiado pequeña. Así tal vez podrían provocar alguna nulidad y conseguir en los pleitos y en las oficinas judiciales lo que no les había sido dable lograr en las urnas.
Pocas horas después de conocerse los resultados de los comicios, Pastrana le pidió públicamente a Samper que juntos juraran que no habían recibido dineros del narcotráfico. Seguro de que se trataba de una trampa, el presidente electo se negó a ese llamado. Sin embargo, el 21 de junio de 1994, Pastrana ofreció a los periodistas internacionales la mencionada rueda de prensa. En ella calificó a Colombia como una narcodemocracia y puso en duda los resultados electorales.
Las declaraciones del candidato perdedor causaron un alboroto monumental. Las emisoras comenzaron a transmitir la grabación de una conversación entre el reconocido periodista Alberto Giraldo, relacionista público del cartel de Cali, y un interlocutor que se decía era uno de los hermanos Rodríguez Orejuela, jefes de esa organización criminal.
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Días después apareció otro casete. Se especulaba sobre la existencia de muchos más y todo el país hablaba del tema. Los directivos de la campaña samperista éramos buscados por los medios para que aclaráramos las revelaciones de los “narcocasetes”. Respondíamos que se trataba de hechos muy graves y lo indicado era que se iniciaran las investigaciones contempladas por la ley.
Samper le pidió al fiscal general de la nación, Gustavo De Greiff, que asumiera la averiguación correspondiente. A su oficina se trasladó la atención periodística y ciudadana y se dispuso una investigación preliminar para saber más sobre el asunto. El procurador Carlos Gustavo Arrieta, a su vez, denunció que las cintas habían sido manipuladas y editadas, perdiendo su valor probatorio.
Desde lo jurídico se aseguraba, además, que una prueba obtenida por medios ilícitos –en este caso la grabación de una conversación no ordenada por una autoridad judicial– no era suficiente para sustentar una incriminación. Todas las alarmas estaban activadas y la definición del fiscal era esperada con ansiedad. Sería una de sus últimas actuaciones porque De Greiff estaba próximo a cumplir 65 años, considerada entonces por la ley colombiana como edad de retiro forzoso. Luego de una serie de averiguaciones, declaraciones y pruebas, la Fiscalía consideró que no existían razones para abrir investigación formal, y el caso fue archivado dada la manipulación técnica de las cintas.
En medio de ese agitado clima poselectoral empezó el empalme. Una tarde, por teléfono, Samper me informó que sería su ministro de Gobierno. Unas horas más tarde, a la salida de un encuentro con Gaviria en la Casa de Nariño, informó a la prensa cinco nombramientos: Horacio Serpa, ministro de Gobierno; Rodrigo Pardo, ministro de Relaciones Exteriores; Fernando Botero, ministro de Defensa; Guillermo Perry, ministro de Hacienda; y Néstor Humberto Martínez, ministro de Justicia.
Samper emprendió luego un viaje de descanso y contactos a Europa y Estados Unidos, donde se reunió con representantes del Departamento de Estado y conoció a Robert Gelbard, subsecretario de Estado para Asuntos Antinarcóticos, con quien luego tendríamos que “entendernos” con demasiada frecuencia.
En esos días se anunció el retiro de De Greiff de la Fiscalía. A Gaviria le correspondía presentar una terna de candidatos a la Corte Suprema de Justicia para que se escogiera el reemplazo del funcionario saliente, para lo cual se puso de acuerdo con el presidente electo.
Gaviria propuso a Carlos Gustavo Arrieta; y Samper, a Juan Carlos Esguerra. Dos pesos pesados de la profesión del derecho. Ambos acordaron el nombre de Alfonso Valdivieso Sarmiento, lo que me produjo alegría. Ya dije que éramos buenos amigos.
Casi todos los dirigentes de la campaña viajaron a unos merecidos días de descanso. Me quedé al frente de lo que se ofreciera. Aproveché para visitar al saliente ministro de Gobierno, Fabio Villegas.
En esos días arribó al país el coronel Hugo Chávez Frías, quien había regresado a Venezuela de su exilio y hacía sus primeras actividades como dirigente político. Como el presidente electo no estaba me correspondió recibirlo en la sede de la campaña, donde estuvo acompañado por Gustavo Petro a quien conocía de tiempo atrás por su militancia en el M-19. Después de ese encuentro deduje que Chávez sería un sobresaliente líder de Venezuela, pero nunca que en un término breve de cuatro años llegaría a la Presidencia y se convertiría en protagonista de la política regional y en un airoso rival de los Estados Unidos.
Las cosas pasaban. Los congresistas se organizaban para comenzar la legislatura del 20 de julio, mientras el nuevo gobierno esperaba que llegara el 7 de agosto para la posesión. Un día llamaron por teléfono a Alfonso Valdivieso, con quien dialogábamos en mi oficina de la campaña, y le informaron que era inminente su elección como fiscal general por el tiempo que le faltaba a De Greiff para terminar su mandato.
Cuando Samper regresó de su viaje, las cosas se animaron bastante. Con enorme sentido político se dispuso a completar la integración de su gabinete. Para ello era necesario definir las relaciones políticas. Era cierto que con Pastrana y su estado mayor eran inexistentes las afinidades y cercanías, pero no así con el Partido Conservador, presidido por Fabio Valencia Cossio, con quien yo mantenía buenas relaciones.
El presidente electo quería invitar al conservatismo a participar en el gobierno. Fui comisionado para dialogar con Valencia Cossio, quien estaba de vacaciones en Cartagena. Viajé hasta allí. Conversamos y dejamos abierta la posibilidad de un entendimiento, que algunos días más tarde se concretó en Bogotá directamente entre Samper y la directiva del conservatismo.
Unos días antes de asumir el ministerio de Gobierno, con Rosita y mis hijos nos fuimos a pasar unas cortas vacaciones a Miami. Las merecíamos.
Eran muchas las ilusiones. Estaba convencido de que con mi participación ministerial en el Gobierno concluiría mi vida política. En 1998 cumpliría casi treinta años de duro batallar en la arena política. Por eso mi llegada al Ministerio de Gobierno fue una gran satisfacción.
La posesión presidencial fue muy solemne, con un acto nutrido y bien organizado. A la posesión asistieron varios presidentes latinoamericanos. No llegó el expresidente López Michelsen, lo que produjo gran extrañeza dado que siempre se tuvo por cierto que le unía una cercana amistad con el nuevo mandatario. Después se comentó que López estaba disgustado con Samper porque le había aceptado la sugerencia de que Gómez Méndez integrara la terna para fiscal y lo había comisionado para que se lo dijera, pero después había propuesto a Juan Carlos Esguerra.
Mi primer contacto con el nuevo presidente –nunca lo volvería a tratar de Ernesto– fue al día siguiente de la posesión, como a las once de la noche. Estaba en la oficina con algunas de las personas que me acompañarían –Juan Carlos Posada y Diana Fajardo, quienes estuvieron conmigo cuando ejercí como ministro en el gobierno de Barco y volverían como viceministro y secretaria general; Hubert Ariza, mi asesor político, y Flor María Garzón, mi secretaria–, cuando entró la primera llamada por el falcón, el sistema de intercomunicación de la Presidencia: “¿Y usted qué hace ahí a esta hora? ¡No sea sapo, Serpa!”. Me dio mucha risa. En los tres años siguientes hablaríamos miles de veces por ese medio.
La primera tarea que asumió el presidente fue organizar el equipo de gobierno y poner en ejecución su programa. José Antonio Ocampo fue designado director nacional de Planeación, y se comenzó la elaboración del Plan Nacional de Desarrollo, “El salto social”, el primero que se presentaría a consideración del Congreso de la República de acuerdo con lo establecido en la Constitución Política de 1991.
Una de las estrategias más ponderadas fue la creación de la Red de Solidaridad Social, al frente de la cual se nombró al exministro Eduardo Díaz Uribe.
Por nuestra parte, nos propusimos transformar el Ministerio de Gobierno en el Ministerio del Interior para que estuviera a tono con la Constitución de 1991. Para ese efecto presenté un proyecto de ley al Congreso, aprobado por medio de la Ley 199 de 1995, por el cual me convertí en el primer ministro del Interior, cargo del que me posesioné en Cartagena en una cumbre de mandatarios seccionales el 22 de julio de 1995.
Ese primer semestre de gobierno fue más o menos tranquilo. Las relaciones con el Partido Conservador eran amistosas y estables; en el Congreso se verificaban los debates sin mayores sobresaltos; había una especie de luna de miel con los medios de comunicación, y no parecía que se fueran a presentar mayores problemas por el tema de los narcocasetes ni en las relaciones con Estados Unidos, representado en Colombia por el embajador Myles Frechette. Ni imaginábamos lo que iba a pasar.
De turbulencia en turbulencia
El comienzo del gobierno Samper se afectó por el asesinato del senador de la Unión Patriótica (UP) Manuel Cepeda Vargas, protagonista invaluable de la izquierda democrática. Para vergüenza de los colombianos y deshonor de la fuerza pública, por ese execrable crimen fueron condenados varios miembros del Ejército en servicio activo.
En esos primeros meses el Gobierno y las guerrillas hicieron declaraciones favorables a un eventual proceso de paz. Las Farc se pronunciaron cautelosamente, y el ELN comenzó a circular entre sus integrantes un documento denominado “Doce propuestas para construir una estrategia de paz”.
Orlando Vásquez Velásquez, jurista antioqueño con experiencia parlamentaria y exministro de Gobierno de la administración Barco, fue designado procurador general de la nación.
Al terminar su gestión y poco antes de partir, Joe Toft, jefe de la DEA en Colombia, calificó al país como una “narcodemocracia” y aceptó que esa agencia había preparado el escenario con el que se pretendió demostrar que los narcotraficantes habían comprado a los miembros de la Constituyente para que prohibiera la extradición de colombianos a los Estados Unidos.
En la Cámara de Representantes el Gobierno, con diligencias en las que personalmente participé al lado de otros funcionarios –entre ellos el ministro de Justicia–, se impidió la aprobación de un narcomico con el que se pretendía reformar el Código de Procedimiento Penal y modificar la calificación de algunas conductas tipificadas como enriquecimiento ilícito.
A finales de ese primer año se polemizó a propósito de un acuerdo hecho por funcionarios del Gobierno con los campesinos del Guaviare, según el cual no se erradicarían los cultivos de hoja de coca menores de tres hectáreas mediante aspersión aérea con glifosato, a los cuales se aplicaría un procedimiento diferente. La Fiscalía, al frente de la cual ya estaba Valdivieso, planteó que ese convenio permitía legalizar la coca e implementar “el minifundio de la delincuencia organizada”.
Esa acusación fue distorsionada por la prensa, mal comentada en foros internacionales y peor utilizada ante las autoridades de los Estados Unidos para asegurar injustamente que la administración colombiana estaba haciendo pactos con los narcotraficantes.
Ese acuerdo fue eliminado pocos días después por el Consejo Nacional de Estupefacientes que aprobó la fumigación a gran escala, derrotando la propuesta del procurador, quien solicitó suspender la aspersión aérea con glifosato como lo habían reclamado siempre muchas organizaciones ambientalistas.
En el primer semestre del gobierno hubo dos cuestiones en las que intervine directamente. La primera fue la presentación oficial del Programa sobre derechos humanos, y la otra la aprobación por parte del Congreso de la ley por la cual Colombia adhirió al Protocolo II de los Acuerdos de Ginebra sobre Derecho Internacional Humanitario, algo que no se había logrado durante muchos años por la oposición de sectores políticos y militares que lo veían como una concesión a la guerrilla.
Un grave error en esos meses fue la autorización de las llamadas Convivir, promovidas por el ministro Botero y a las que me opuse resueltamente. Se dieron fuertes discusiones internas por ese tema, pero prevaleció la insistencia del ministro Botero apoyada por los mandos militares. Samper designó una comisión coordinada por el vicepresidente De la Calle para que hiciera una propuesta que sirviera para ofrecer seguridad y tranquilidad a los empresarios, pero no conllevara los riesgos de violación a los derechos humanos que a esas alturas ya muchos comentaban.
La comisión se reunió varias veces en la sede de la vicepresidencia y, finalmente, se autorizó la creación de las Convivir que actuarían bajo la responsabilidad de sus organizadores, previamente registrados ante las autoridades. En excepcionales situaciones, sus componentes podrían usar armas de corto alcance para defensa personal. Para abril de 1995, el ministro Botero anunció la organización de cuarenta Convivir y quinientas al culminar el año.
Acepto que fue una pésima idea porque abrió las compuertas para la “legalización” de muchos grupos que ya venían actuando con furor, equipados con poderosas armas de guerra contra todo lo que les pareciera subversión y cometiendo infinidad de atropellos. No fue la creación del paramilitarismo, que ya venía actuando criminalmente desde por lo menos diez años atrás, pero sí fue cierto que bajo la apariencia de unas autorizaciones que nunca existieron, se protegieran de las autoridades. Es más, en muchas ocasiones esa inexistente autorización fue escudo para que diferentes autoridades consintieran y encubrieran sus deplorables acciones.
Por esas mismas semanas la Procuraduría hizo observaciones sobre la ineficacia de la política de “sometimiento a la justicia” y el Gobierno, por medio del ministro de Justicia Néstor Humberto Martínez, resaltó la forma inconveniente y laxa de su aplicación, señalando que había fracasado. El Gobierno anunció, además, un plan integral para la erradicación de cultivos ilícitos.
Fue notable que el Gobierno en boca del propio presidente de la república, por primera vez en la historia del país, reconociera la responsabilidad del Estado por acción y omisión en la desaparición, tortura y asesinato de 107 personas ocurridas entre 1988 y 1990 en Trujillo, Valle del Cauca. Así ratificó su férrea voluntad en la defensa de los derechos fundamentales y en la lucha contra la impunidad.
Al principio del nuevo año, en respuesta a una solicitud del presidente de la república, el fiscal Valdivieso manifestó que no había elementos jurídicos que justificaran reabrir la investigación criminal por el caso de los “narcocasetes”, pero dispuso diferentes diligencias con el objeto de recibir información.
Valdivieso dijo que debía implantarse de nuevo la extradición. Estos y otros aspectos relacionados con la financiación de la campaña y la lucha contra el narcotráfico, eran el centro de la agenda informativa de los medios de comunicación y de los foros políticos. El diario pastranista La Prensa, por ejemplo, publicó en primera página un fotomontaje en el que aparecía el presidente vistiendo camiseta de presidiario, lo que motivó una airada protesta del Consejo de Ministros, promovida por Rodrigo Marín Bernal quien estaba al frente de la cartera de Desarrollo.
En la prensa estadounidense se mencionaban aspectos semejantes, promovidos con intención política desde Colombia por los enemigos del Gobierno, que cada día eran más radicales. Desde la oficina del poderoso senador republicano Jesse Helms, presidente de la Comisión de Relaciones Internacionales, se anunció la inminente presentación de María, una colombiana de la que se aseguró conocía de cerca los supuestos vínculos del presidente con los hermanos Rodríguez Orejuela y testificaría sobre diversos aspectos ocultos de la financiación de la campaña del 94. Los temas estaban sobre el tapete y allí seguirían por mucho tiempo.
El embajador Frechette empezó a referirse con frecuencia a la situación colombiana y dijo que veía muy difícil que Washington certificara al Gobierno colombiano por la lucha contra el narcotráfico. Meses más tarde, el diplomático recibiría un llamado de atención de la Cancillería colombiana por intervención indebida en asuntos de política interna.
La preocupación en el Ejecutivo era grande. Muchas veces los colegas del gabinete y otros altos funcionarios, lo mismo que congresistas amigos, me preguntaban sobre aspectos de la campaña electoral y la forma como veía el desarrollo de los acontecimientos. Siempre les aseguré que el Gobierno tenía interés en que los hechos se aclararan y que estaba seguro de que de cualquier irregularidad estábamos alejados Samper y los directivos de la campaña.
Me tranquilizaba la serenidad del presidente, con quien hablaba con frecuencia del proceso electoral vivido, sin dudar nunca de su palabra y su comportamiento, aun cuando por esa época era cada día más evidente que sí se habían filtrado dineros ilegales en las elecciones de 1994.
Abierta la investigación formal sobre los “narcocasetes”, el periodista Alberto Giraldo, requerido para que explicara las conversaciones grabadas, se presentó a la Fiscalía.
Mientras tanto, en cumplimiento de órdenes emitidas por la Presidencia y el ministerio de Defensa, la Policía y el Ejército adelantaban insistidas y permanentes actividades para capturar a los jefes del cartel de Cali, denunciados públicamente por el ministro Botero.
El 9 de junio de 1995, luego de diligentes pesquisas adelantadas personalmente por el director de la Policía general Roso José Serrano, fue capturado en Cali Gilberto Rodríguez Orejuela. Al poco tiempo empezaron a entregarse de manera voluntaria algunos de los señalados jefes de esa organización criminal, como Víctor Patiño Fómeque y Phanor Arizabaleta.
El vicepresidente, a una embajada
La situación se puso al rojo vivo y no cesaban los ataques de un sector de la prensa contra Samper para producir un vacío institucional que motivara su retiro. Se comentaba que dicha actitud tenía el respaldo de destacados miembros del gobierno y comandantes de las Fuerzas Militares, lo mismo que de respetables dirigentes de la política nacional.
Se rumoraba que De la Calle estaba a la expectativa de lo que finalmente ocurriera con la Presidencia. No conozco la forma como Samper y él trataron el tema, pero lo cierto es que de común acuerdo decidieron que el vicepresidente viajara a España como embajador.
En los días en que se conoció la noticia le dije a De la Calle que deseaba reunirme con él antes de su viaje. Así se lo comenté en las diferentes reuniones en las que nos encontrábamos atendiendo mutuas responsabilidades oficiales, que en esos días fueron más frecuentes puesto que me encargaría de varias de las importantes funciones que él estaba atendiendo. Nunca fue posible esa reunión. No sé si para bien o para mal. Lo que quería decirle era que contara con mi apoyo para su próxima aspiración presidencial, que se suponía evidente. Tal era el grado de admiración y aprecio que tenía hacia él.
Por esos días sucedió un acontecimiento que me causó enorme impresión.
Dentro de los escándalos que a diario se hacían en los medios, se comentó que se estaba investigando la forma como en la campaña había actuado una fundación que trabajaba aspectos de cultura y medioambiente, con la que estaba relacionada la primera dama.
El asunto no era para preocuparse. Pero un viernes me llamó por teléfono el presidente y me dijo que averiguara de qué se trataba una citación que la Fiscalía le había enviado a Jacquin, de la cual me podrían informar en la Secretaría General de la Presidencia.
De inmediato le puse atención al asunto y traté de hablar con Valdivieso, quien no se hallaba en su despacho. Contacté al director nacional de fiscalías, Armando Sarmiento, quien me dijo que se trataba de una simple declaración. Pero había que hacerla en Paloquemao y ante un juez sin rostro, lo que me pareció absolutamente innecesario y agresivo.
Si solo era una declaración, podrían haberla tomado en la Casa de Nariño por medio de un juez comisionado. Así se lo dije a Sarmiento, quien me respondió que lo hablaría con Valdivieso y el funcionario investigador. Todo ello lo comenté al presidente, quien estaba muy molesto y señaló en tono vehemente: “Aguantaré todas las bellaquerías que quieran hacer conmigo, pero no toleraré de ninguna manera, al costo que sea, que se vayan a meter con Jacquin”. Aun cuando Sarmiento fue atento en su respuesta, me impuse la tarea de esperar hasta el martes que regresara el fiscal para tratar el asunto con él.
En la mañana siguiente me llamó Juan Fernando Cristo. Me dijo que se había presentado una dificultad y que deseaba tratarla conmigo y otros amigos del Gobierno de manera personal. Acordamos reunirnos esa mañana en su apartamento. Allí estuvimos, además, Fernando Botero, Rodrigo Pardo y Juan Manuel Turbay, entre otros. El tema era que se sabía que al día siguiente la revista Semana publicaría la grabación de una conversación entre Elizabeth Montoya de Sarria y el presidente.
De Elizabeth Montoya se decía que tenía relaciones con los carteles de la droga, lo mismo que su esposo Jesús Amado Sarria. En la conversación, supuestamente, se hablaba en términos de mucha confianza sobre reuniones, regalos y aportes para la campaña, lo que se consideraba francamente inconveniente. Además, aun cuando no se trataba de cuestiones ilegales, la tal conversación daría lugar a enormes especulaciones y echaría más leña al fuego, como evidentemente ocurrió con este episodio que pasó a la historia con el nombre de “La monita retrechera”. Cristo nos dijo que el presidente ya estaba enterado y se encontraba muy desconcertado e indignado.
Ante la situación decidí viajar a Cartagena para acompañar al mandatario. Cuando arribé me trasladé a la Casa de Huéspedes. Ya era una realidad la publicación y no quedaba más que esperar sus efectos, que se suponían devastadores en materia de imagen.
Samper estaba realmente muy molesto. Nunca lo había visto así, y nunca lo volvería a ver tan alterado, especialmente por el caso de la Fiscalía. Lo afectaba notablemente que el nombre de la primera dama fuera utilizado por los contradictores para producir efectos políticos. En la noche salimos juntos a caminar por los alrededores de la Casa de Huéspedes. Samper me hizo una referencia de lo que había sido su trayectoria política y, luego, una relación muy amplia de la situación. Me dediqué a escucharlo. Sabía que si él hablaba y comentaba sus inquietudes y pareceres se tranquilizaría.
Calificó de injusta la situación, me reiteró su interés porque se supiera todo lo que había ocurrido en la campaña, a lo que no le temía, pero se refirió en términos muy fuertes sobre quienes estaban utilizando ese argumento para desestabilizar su administración. También me dijo que no creía que retirarse fuera ninguna solución, como algunos ya lo estaban reclamando, pero que no permitiría que se metieran con su familia.
Fue una larga caminata. En un momento dado me tomó por el brazo y me dijo: “Horacio, me tienen contra las cuerdas”. Cuando creí oportuno le di mi parecer y le ratifiqué que para mí era claro su comportamiento en la campaña y en el gobierno, y que por eso lo acompañaba con toda decisión, pero que no podíamos desequilibrarnos porque eso era lo que esperaban nuestros enemigos.
“Tenemos que aguantar así nos llegue el agua al cuello, le dije, porque el país se está polarizando y si defeccionamos se va a presentar una confrontación de efectos impredecibles. Su permanencia en el cargo contiene a nuestros amigos y mantiene a raya a nuestros enemigos, que no se atreverán a ir a las vías de hecho. Echemos para adelante y cuente conmigo”.
La cena fue muy lánguida. Había una preocupación muy grande en el ambiente. Pedí un whisky después de la comida y me quedé hablando con el médico Alonso Gómez hasta bien entrada la noche. El presidente se retiró temprano a su habitación.
Cuando aún no había amanecido comenzó a timbrar el teléfono. Contesté somnoliento y muy molesto y me encontré con la voz agitada de un reportero radial que quería mi opinión sobre la captura de Miguel Rodríguez Orejuela. Quedé despierto. Parecía un milagro. Esa noticia confirmaría al país la voluntad del Gobierno en la lucha contra el narcotráfico y le quitaría fuerza a la grabación de “La monita retrechera”. Salté de la cama y me fui a buscar al presidente, que ya tenía otro semblante. Todos lo teníamos. Esa tarde regresamos a Bogotá.
Claro que el daño estaba hecho, pero el momento se pudo superar. Me quedó grabado lo mucho que valen los afectos y que el “talón de Aquiles” de todas las personas es su familia. De ese momento en adelante el Gobierno empezó a definirse por acontecimientos, sustos, amenazas, decisiones judiciales, filtración de expedientes y toda clase de publicaciones.
Después ocurrirían más episodios de novela.
Las quejas del tesorero de la campaña
Un día me llamó Santiago Medina, a quien después de la campaña me había encontrado un par de veces. Nuestra relación no era cercana, pero le tenía consideración por los problemas que enfrentaba. Me parecía una persona tranquila y amable. Me dijo: “Sé que acostumbra a almorzar en la oficina con un sándwich; invíteme un día de estos que deseo conversar con usted”.
Así lo hice en el transcurso de esa semana y tuvimos un ameno almuerzo. Desde luego, el diálogo giró en torno a la investigación de la Fiscalía. Me reveló que lo estaban presionando para que denunciara a la campaña y al presidente, pero que él no tenía nada que ocultar. Me dijo que Samper no había resuelto para dónde enviarlo en misión diplomática, y que él quería irse pronto para alejarse de tanto bullicio.
Entendí la razón del encuentro. Además, me informó que en caso de necesitar los servicios de un abogado le habían recomendado a Ernesto Amézquita. Le conté de mi amistad con él y mi parecer de que era un excelente penalista. Dije que hablaría con Samper para que resolviera su situación, lo que hice en la primera oportunidad que tuve. El presidente me respondió, al respecto, que estaba pendiente de encontrarle una salida, pero debía esperar que se superara la situación surgida por las acusaciones contra la campaña.
Un par de semanas más tarde Medina me volvió a llamar y quedamos de vernos en la noche, a mi regreso de un viaje a Urabá programado con el fiscal Valdivieso y el procurador Vásquez Velásquez. Unos días antes, el gobernador de Antioquia, Uribe Vélez, había convocado allí una reunión de las comunidades de la región. En algún momento del periplo el fiscal me dijo que seguramente tendría que llamar a indagatoria al extesorero de la campaña. Quedé preocupado. No porque me extrañara la decisión, sino porque sabía que el indagado no se lo esperaba y la noticia lo iba a intranquilizar. Le informé que precisamente esa tarde, al regreso de Urabá, tenía una reunión con él, y pregunté que si le podía decir algo al respecto. Me respondió que sí, pero que no contara la fuente.
Así lo hice cuando me reuní con Medina, sin mencionar para nada a Valdivieso. Me limité a decirle que dadas las cosas que estaban ocurriendo podrían llamarlo a indagatoria. Se molestó mucho. Se puso colorado, alzó la voz y me indicó en tono casi amenazante que el Gobierno lo tenía desamparado y que iba a contar todo lo que sabía, sin importar quién se viera afectado.
De inmediato me reveló que sí era cierto que la segunda vuelta de la campaña había sido financiada, en buena parte, con dineros del cartel de Cali.
Me contó de su visita a los Rodríguez Orejuela y de su apoyo sustancial en dinero en efectivo. Se cuidó mucho de mencionar a otras personas, pero cuando le pregunté si el presidente Samper había estado al tanto de la situación, me respondió que no le constaba directamente, que nunca hablaron sobre el asunto, pero suponía que sí sabía.
Me informó, también, que no existían compromisos con los Rodríguez Orejuela y que él pensaba que la campaña conservadora también había recibido ayudas del cartel de Cali.
Totalmente asombrado por lo que escuché lo invité a serenarse y a asumir la defensa jurídica del caso. Se fue muy intranquilo. Igual quedé yo.
Esa misma noche hablé con el presidente. Le conté las aseveraciones de Medina y le señalé que me parecía desastroso para el país, el Gobierno y todos nosotros. Samper me hizo un comentario a fondo sobre la forma como fue diseñada la financiación de la campaña y me ratificó que no sabía cómo había ocurrido tamaño despropósito, del cual era totalmente ajeno. Le creí.
Tenía muchas razones para creerle: sus antecedentes, su modo pulcro de obrar en la política, mis propias observaciones sobre la campaña y, desde luego, las apreciaciones que unas horas antes le había escuchado a Medina. Nunca le di credibilidad o validez a los rumores y a los ataques contra la honorabilidad del presidente. Mi convencimiento sin fisuras sobre su inocencia marcó con tinta indeleble mi comportamiento a lo largo de los difíciles hechos que enfrentaríamos en lo sucesivo.
Al atardecer del día siguiente me avisaron que un cordón de la Policía rodeaba la mansión de Medina en el norte de la ciudad, cuya captura había sido ordenada por la Fiscalía. El escándalo era gigantesco en todo el país. Según las noticias estaba acompañado de su abogado, a quien de inmediato llamé por el celular. Me dijo que precisamente en ese momento viajaba en el carro con Medina para la Fiscalía, y me lo comunicó. Lo saludé y le expresé mi solidaridad. También mi voluntad de estar pendiente de la situación para colaborar en lo que se le ofreciera. Muy nervioso me contestó que agradecía la llamada. Fue la última vez que conversamos.
El extesorero fue oído en indagatoria, y por lo que se supo insistió en la versión rendida cuando fue llamado a declarar por orden del fiscal De Greiff. Sabiendo lo que me había contado, estaba muy intranquilo. Ese sábado viajé, acompañado por Juan Carlos Posada, a Puerto Boyacá, a donde fui invitado con insistencia por el alcalde de esa zona afectada por el paramilitarismo.
El domingo regresamos a Bogotá. Del aeropuerto me dirigí al ministerio. Estuve un rato largo y luego del medio día tomé toda la correspondencia pendiente y me la llevé a la casa para leerla esa tarde.
En esas estaba cuando encontré en un sobre de papel manila amarillo una copia de la ampliación de la indagatoria de Medina, en la que relataba con detalle la forma como la campaña había sido penetrada por los dineros del cartel de Cali. Aun cuando era una versión muy amplia, coincidía en mucho con los puntos que él me había expuesto. Me sobresalté y me comuniqué con Samper quien se encontraba en Hatogrande, para donde salí enseguida y le mostré el documento.
El presidente me recibió en la habitación que fue dormitorio del general Santander. Esa noche nos reunimos allí varios de los más cercanos funcionarios de su Gobierno, entre ellos Juan Manuel Turbay, Fernando Botero, Rodrigo Pardo, Armando Benedetti y Ramiro Bejarano, director del DAS. Fue una noche muy tensa y complicada.
A lo largo de esa reunión, entre opiniones, averiguaciones y llamadas telefónicas, supimos que efectivamente Medina había resuelto cambiar su primera indagatoria y relatar su versión particular sobre la financiación, a cambio de beneficios judiciales y un sitio de detención con trato preferencial. Relató cómo y cuándo visitó en Cali a los jefes del cartel, quiénes lo acompañaron, cómo le enviaron la plata, cuándo y en dónde la recibió y de qué manera fue distribuida, más todos los detalles y afirmaciones que pocas horas después empezarían a ser de dominio público.
Para la nueva indagatoria le revocó el poder a Amézquita. Las referencias a Giraldo, Mestre, Botero y otras personas eran comprometedoras en diferente grado. Del presidente hizo referencias más especulativas que incriminatorias, y de mí hizo alusiones de otra dimensión, diciendo, por ejemplo, que tenía amistad con Ignacio Londoño, hijo de mi amigo el Tigre Londoño, relacionado según él con personas afectas al grupo de Patiño Fómeque; y que le había impuesto como abogado a Amézquita para mantenerlo controlado sobre todo lo que él sabía en materia del ilícito.
¿Qué hacer?, nos preguntábamos. El escándalo sería tremendo. Todos estábamos muy afectados y nadie se atrevió a discutir lo que verdaderamente había ocurrido.
Aquella noche partíamos de la base de que Medina había sido el cerebro y ejecutor del hecho y que ahora, acosado por la Fiscalía, trataba de hacer pagar “a justos por pecadores”. Alguien informó que al día siguiente Juan Gossaín publicaría la noticia, que era una “superchiva”. Debíamos contrarrestar el hecho y lo mejor era desvirtuarlo antes de que el impacto de la noticia nos echara a todo el mundo encima.
Se decidió, entonces, reunirnos temprano en la Casa de Nariño para revisar de nuevo el caso, y luego pasar con Botero al ministerio del Interior para ofrecer una rueda de prensa que sería citada por Juan Fernando Cristo.
Así lo hicimos, y en la Secretaría General de Palacio afinamos con Botero los detalles de la cita con los medios. La trascendencia del momento quedó establecida con la asistencia masiva de periodistas, quienes no cabían en el amplio patio del ministerio del Interior. A esas horas, Gossaín ya había empezado a revelar la indagatoria. Era el 31 de julio de 1995.
Empecé diciéndole al país que el Gobierno y el presidente eran los más interesados en que todo se aclarara, y que junto con Botero responderíamos hasta dónde fuera necesario por todo lo ocurrido, de lo que no teníamos certeza ninguna, como no fuera por las revelaciones e imputaciones que Medina había hecho en la ampliación de la indagatoria ante la Fiscalía ese fin de semana.
Botero empezó a hablar en su calidad de responsable de la campaña en la parte administrativa y financiera, pero en un momento dado comenzó a hacer comentarios no convenidos y a mencionar a personas que habían asumido responsabilidades en la campaña, como extendiendo a todas ellas la responsabilidad de lo que pudiera haber ocurrido. Quedé desconcertado.
La explicación que se complicó
De pronto, cuando ya se había hablado varias veces de la indagatoria de Medina, el periodista Jorge Enrique Botero le preguntó al ministro de Defensa cómo nos habíamos enterado de esa diligencia, sobre cuyo contenido nos estábamos refiriendo. Botero, atónito, sin responder, giró la cabeza y me miró a los ojos como diciendo “el que sabe es Serpa”. Un poco sorprendido, respondí sin vacilaciones: “Por un anónimo”.
Nunca supe por qué el ministro Botero hizo eso. Tampoco he estado de acuerdo con quienes aseguran que esa rueda de prensa fue un desastre y la peor de las decisiones que tomó el Gobierno durante la crisis. No sé qué otra cosa hubiéramos podido hacer, siendo que en esos momentos la pelea, que comenzaba a darse en el terreno judicial, también venía librándose de manera enconada en los medios de comunicación.
A partir de ese momento se desarrollaron una serie de acontecimientos verdaderamente dramáticos:
La investigación contra el presidente en la Comisión de Acusación de la Cámara de Representantes. Samper designó como su apoderado al penalista Antonio José Cancino, quien lo asistió en la declaración que rindió en las oficinas de la Presidencia el 26 de septiembre de 1995.
Fui llamado a rendir indagatoria por un fiscal delegado ante la Corte Suprema de Justicia por violación de la reserva sumarial, al haber informado sobre la indagatoria de Medina. El procurador fue señalado como el autor del “anónimo”.
La renuncia de Botero a su cargo de ministro de Defensa, de donde fue despedido en medio de reconocimientos y aplausos por parte de los funcionarios y miembros de las Fuerzas Militares y de Policía.
La detención formal de Medina, a quien se le dieron tratamientos preferenciales en materia de reclusión, que fue cumplida en su residencia al norte de la ciudad.
La declaración que rindió ante las autoridades de los Estados Unidos el contador de los hermanos Rodríguez Orejuela, Guillermo Pallomari, quien informó a su manera sobre la forma como actuaba el cartel de Cali y sus implicaciones en la financiación de políticos y otros personajes a lo largo de diferentes etapas de la vida nacional.
La indagatoria de Botero y su reclusión en la Escuela de Caballería de Usaquén.
Pero vendrían acontecimientos peores. El país se estremeció con el asesinato de Álvaro Gómez Hurtado, el 2 de noviembre de 1995, cuando salía de dictar clases en la Universidad Sergio Arboleda al norte de Bogotá. En ese momento me encontraba en mi despacho reunido con una comisión de representantes de organizaciones no gubernamentales internacionales, cuando Flor María me pasó un papel en el que me informaba del crimen.
La situación no podía ser más dramática. Gómez Hurtado no solo era un aprestigiado hombre público, sino que encabezaba un movimiento de opinión en contra de lo que llamaba “El régimen”, y en sus críticas era implacable con el Gobierno. Ese día estaban reunidos en la Casa de Nariño los gobernadores con el presidente Samper, quien repudió ese atroz crimen. En medio de la tormenta no faltaron especulaciones sobre el origen del asesinato, algunas de las cuales hablaban de “crimen de Estado” para insinuar responsabilidades en el Ejecutivo. Como consecuencia, renunció el ministro de Comercio Exterior, Daniel Mazuera Gómez, sobrino del inmolado líder, aduciendo razones políticas y personales, y su voluntad de defender el proyecto político de su pariente.
Fue un asesinato repudiable y una afrenta a la democracia. Y es una lástima que hasta el momento no se haya podido esclarecer ese magnicidio, sobre el cual surgieron toda clase de especulaciones, como la presunta participación de militares activos.
Lo que sí se supo a raíz de ese crimen, fue que personas muy importantes estuvieron hablando en reuniones secretas sobre la necesidad de darle un golpe de Estado al presidente Samper, para lo cual habían pretendido comprometer a oficiales de alto rango y a reconocidos personajes públicos, entre ellos a Gómez Hurtado, y que incluso habían visitado al embajador Frechette para informarlo de sus actividades y pedir la aquiescencia de Estados Unidos.
Y tan era cierto en lo que estaban, que una mañana le hicieron un atentado criminal a Antonio José Cancino, el defensor del presidente. Estaba en mi apartamento cuando me llamó Ramiro Bejarano y me informó del hecho. Nos encontramos en el Hospital Militar donde atendían al jurista. También llegó Néstor Humberto Martínez. Nos enteramos de lo ocurrido, celebramos que los sicarios hubieran fallado en su designio criminal y nos fuimos al salón de crisis de la Casa de Nariño, a donde nos convocó el presidente para analizar la situación que evaluábamos muy grave.
En medio de una atmósfera de tensión, escuchamos todas las ideas que afloraron sobre el origen del atentado y las diferentes acciones que se debían emprender. Comenté que estaba enterado de unas grabaciones hechas a funcionarios de la DEA, en las que un señor de apellido Séneca informaba a sus superiores en los Estados Unidos que la situación era de convulsión y que él aspiraba a “mantener el momento”. Al respecto se hicieron diferentes hipótesis y especulaciones.
Unas horas después, al salir de la Comisión de Acusaciones a donde fui a dar una declaración, me abordaron los periodistas. Cuando me interrogaron sí pensaba que la DEA podría estar involucrada en el ataque armado a Cancino, contesté sin vacilaciones y casi desprevenidamente: “Me suena, me suena”.
Fue la respuesta del año. No imaginé el escándalo que se armaría. La situación general era demasiado complicada. Eran muchos los acontecimientos, proliferaban las hipótesis y fluían permanentes informaciones, bastantes de ellas originadas formal o informalmente en los servicios de inteligencia del Estado. El “me suena” era algo muy preocupante que por esos días me daba vueltas en la cabeza.
Reconozco que nunca hubo pruebas de ninguna especie sobre la responsabilidad de la DEA en ese u otro acontecimiento que estoy contando en este texto, pero en esos momentos tan delicados, estando bajo el impacto de tantos hechos violentos y tensionantes, la desconfianza era muy grande. Días después, por cierto, se cumplió un debate en la Cámara en el que el representante Carlos Alonso Lucio hizo conocer las explosivas grabaciones que comenté.
Esa tarde las tensiones en Palacio eran evidentes. Los asesores de imagen del presidente dijeron que yo me había “tirado” con mi frase el único hecho de los ocurridos que, no obstante lo criminal, podría ser utilizado por el Ejecutivo para denunciar la existencia de una verdadera conspiración armada, ilegal y antidemocrática contra el Gobierno. Les dije que por no ser sinceros ni frenteros sobre lo que estaba sucediendo era que nos tenían tan “jodidos”, pero que yo no era un obstáculo para que siguieran haciendo lo que consideraran apropiado.
Renuncia por decir “me suena”
Sabía que a esas horas la situación para el presidente era muy delicada, pues ya se conocía la protesta del embajador Frechette y del Departamento de Estado por intermedio del señor Gelbard, a quien poco le faltó para señalarme como agente del narcotráfico. Todos le pedían aclaraciones al Gobierno. Entonces fui a buscar al presidente y le dije que dejara de preocuparse por el “me suena”, pues le tenía la solución: presentaba la renuncia inmediata y que si ello no bastaba para “calmar la jauría”, que me destituyera fulminantemente. Samper se quedó mirándome y me dijo: “No voy a ser tan pendejo de perder a la persona que más está poniendo el pecho por el Gobierno. Tranquilo que de esta también salimos juntos”. Nos abrazamos y seguimos pensando qué hacer.
En esas estaba cuando me encontré con Sonia Durán, entonces secretaria de Comunicaciones de Presidencia, quien me dijo la siguiente frase que le agradeceré toda la vida: “Usted lo único que no puede hacer es echarse para atrás, porque se le acaba la vida política”. Le di las gracias por esa opinión que me dio fuerzas.
En la Casa de Nariño me pidieron hablar con unos asesores contratados en Washington, y uno de ellos me dijo que la única solución era retractarme. De inmediato terminé la conversación. Después llamé al presidente y le informé que estaba dispuesto a hacer una declaración en la que diría que no tenía pruebas suficientes para acusar a la DEA, pero afirmaría, además, que sí habíamos estudiado esa hipótesis entre las diferentes que fueron examinadas.
Agregaría, asimismo, que el Gobierno estaba muy inconforme por una cantidad de hechos que conocía sobre intervenciones indebidas del gobierno estadounidense en la vida interna del país, entre ellas las conversaciones del embajador Frechette en los cocteles y otros actos sociales diciendo que el presidente y mucha gente de la administración colombiana estaban comprometidas con el narcotráfico y que la situación no era sostenible. El divorcio del Gobierno nacional con las autoridades de Estados Unidos había quedado definido.
Durante ese semestre tuve que emplearme a fondo en el Congreso de la República. En el Senado me enfrenté a los más pugnaces voceros del conservatismo, entre ellos Enrique Gómez Hurtado, quien fue especialmente agresivo con Samper y conmigo.
El país seguía atento los debates parlamentarios que se transmitían por el canal institucional de la televisión. Las barras, que siempre permanecían desiertas, se volvieron a llenar. El problema era esencialmente político y en el Congreso se libraron contiendas de mucho vuelo intelectual y dialéctico, con intervenciones elocuentes de lado y lado que eran poco usuales.
Una de ellas se cumplió en la Cámara de Representantes, donde la oposición citó un debate para pedir el retiro del presidente. Los ánimos estaban caldeados y momentos antes de intervenir le dije a Juan Carlos Posada: “Aquí nos toca jugarnos el todo, por el todo”. Mis respuestas fueron tan duras o más que las interpelaciones que le hicieron al Gobierno, y uno a uno respondí los agudos argumentos de la oposición y repliqué las acusaciones, especulaciones y suspicacias.
De todo ello quedó una sola palabra. La pronuncié casi que sin pensarla, en un momento en el que al dirigirme a la audiencia levanté la voz y les dije con el puño derecho en alto: “¿Qué renuncie el presidente Samper? ¡Mamola!”.
Al otro día tuve una entrevista radial con Darío Arismendi en la cabina de Caracol Radio, y me preguntó con insistencia sobre esa palabra. Quería saber de dónde la había sacado, si era una copia de Gaitán y por qué la había utilizado. Así empezó a consagrarse. Tomé al vuelo que el término había impactado, y comencé a pronunciarla con un éxito extraordinario. “Mamola” sería durante varios años un punto de referencia muy importante en mi carrera política.
Ese año terminó con dos episodios importantes. Uno de ellos fue el llamado “narcomico”.
Tuvo que ver con el interés que manifestaron algunos parlamentarios por introducir en una ley que se tramitaba en el Congreso un artículo por virtud del cual las acciones denominadas “subalternas” no tendrían dimensión ilegal si la principal, de la cual aquella derivaba, no se había establecido previamente. Lo que en pocas palabras dejaba sin vigencia el delito de enriquecimiento ilícito con dineros provenientes del narcotráfico como conducta autónoma, por el cual varios congresistas y excongresistas estaban detenidos.
El asunto fue planteado a título de tesis jurídica y se empezó a discutir en diferentes círculos. No fue nada sorpresivo, ni imprevisto. La prensa lo comentó y denunció que se trataba de una maniobra del Congreso para proteger y salvar a sus colegas presos. El propio embajador Frechette declaró en alguna ocasión que estuvo enterado oportunamente de lo que se tramaba. Ocurrió sí, que en la medida en que el tema se estigmatizaba, los congresistas que gestionaban la propuesta poco deseaban que se conocieran sus nombres porque fácilmente podrían ser tratados como testaferros del narcotráfico.
Al Gobierno le plantearon el caso con bastante sigilo, y varios senadores estuvieron en mi oficina en dos o tres ocasiones en las que me hablaron del tema y pidieron apoyo para la propuesta. Se sustentaban en conocidas jurisprudencias y documentos doctrinales. Sin embargo, el propósito “oculto” era ampliamente conocido. En repetidas ocasiones se los dije con la mayor franqueza y les advertí que el Gobierno no autorizaría ese artículo, a pesar de lo cual insistían, asegurando que se trataba de algo muy jurídico que restablecería muchos derechos violados.
Le había comentado el tema al presidente y siempre me contestó que era del resorte del ministro de Justicia, Néstor Humberto Martínez y quien marcaba la pauta sobre ese asunto. Un día Samper me dijo: “Fíjese que hay muchos comentarios en la prensa. No se dejen meter en vainas”.
Los congresistas insistían en sus argumentos tratando de “eliminar las prevenciones del Gobierno”. Les ofrecí trasladar sus inquietudes al ministro de Justicia. Como al día siguiente teníamos un desayuno con senadores de la Comisión Primera para estudiar los términos de un proyecto de ley que estaba a su consideración, dije que allí les transmitiría la opinión de Néstor Humberto.
Esa tarde visité al ministro y le conté de mi encuentro con los congresistas, poniéndole de presente sus argumentaciones. Él me explicó con tesis muy sólidas por qué el Ejecutivo tendría que oponerse a esa pretensión.
En el desayuno de la mañana siguiente en Residencias Tequendama, transmití textualmente a los congresistas las opiniones del ministro Martínez. Les dije que él era solidario con esa posición, la misma del Gobierno. Y les recomendé que no insistieran en su propósito.
Tan pronto terminó la reunión informé al ministro Martínez lo hablado. En ese mismo momento le dije que viajaría al medio día, del 13 de diciembre de 1995, a Barrancabermeja a un acto de reconocimiento que la Junta Directiva de la Cámara de Comercio ofrecía a un grupo de comerciantes. Era el invitado especial y estaba muy comprometido a asistir.
Cuál no sería mi sorpresa cuando estaba en el Club Miramar de Ecopetrol, donde se realizaba el solemne acto, y recibí una llamada de la periodista María Isabel Rueda del noticiero QAP, quien me preguntó qué estaba haciendo en el puerto petrolero, seguido de un reclamo en mal tono por mi ausencia porque el Senado había aprobado el narcomico por 56 votos.
Diez de los senadores que votaron a favor de ese proyecto estaban siendo investigados por la Fiscalía y la Corte Suprema de Justicia, acusados de enriquecimiento ilícito y testaferrato. Es decir, habían legislado en causa propia. El escándalo en los medios de comunicación estremeció al país.
Entendí que los senadores no habían hecho caso a mi solicitud, pero no me preocupé demasiado porque estaba seguro de que en la Cámara de Representantes atajaríamos el orangután.
Así se lo dije al presidente Samper al llegar a Bogotá muy temprano el siguiente día, cuando me pidió que le explicara lo sucedido, así como mi percepción de la situación. Mis argumentos lo tranquilizaron. Me comuniqué con Néstor Humberto y le subrayé que en la Cámara impediríamos su aprobación y que contara con mi participación. Como me comentaron que el presidente del Senado, Luis Fernando Londoño Capurro, había expresado que según su colega Salomón Nader yo había autorizado la aprobación del proyecto, me fui esa mañana al recinto para rectificar la indebida información pues la plenaria había sido citada a esa hora para sesionar. Cuando llegué al Capitolio me informaron que la reunión se había cancelado.
Al día siguiente, previa discusión de una estrategia en la que los ministros de Defensa, Justicia e Interior actuaríamos de común acuerdo, nos fuimos a la plenaria de la Cámara. Al ingresar, un representante amigo me dijo: “El proyecto va a ser aprobado por unanimidad”.
El ambiente era muy denso. Noté que muchos amigos eludían encontrarse con nosotros, lo que me dio mala espina. No obstante, íbamos dispuestos a luchar hasta el último momento. Hablamos con el fiscal Valdivieso sobre nuestras presentaciones, pero se opuso a la aprobación del proyecto y denunció su inconveniencia y una segunda intención.
Después intervinieron Juan Carlos Esguerra y Néstor Humberto. Con sólidos argumentos, ambos manifestaron que para el Gobierno era una determinación improcedente, dañina e inaceptable.
Samper había hecho saber que objetaría la ley si era aprobada. Fui el último orador y expliqué que más allá de lo jurídico, esa determinación afectaría la credibilidad y prestigio del Congreso. Aclaré que era mentira mi apoyo al proyecto y reté a los senadores, muchos de los cuales estaban presentes, para que dijeran en público si en alguna oportunidad me había comprometido a respaldar ese entuerto. En tono severo dije: “Sí es cierto que escuché a los senadores, pero todos saben que mi actitud fue siempre sincera, clara y concreta. También lo saben varios representantes, a los que manifesté, igualmente, que el Gobierno no estaba de acuerdo con respaldar el artículo”.
No se movía una hoja de papel. No se oía un murmullo. Todos estaban atentos al desarrollo del debate.
Hablé, asimismo, de la importancia del Congreso para la democracia, en cuyo nombre les pedía votar de manera negativa. Cuando terminé, el presidente de la corporación sometió a votación el artículo que fue negado por unanimidad.
Días después la Comisión de Acusación, tras muchas diligencias y averiguaciones, determinó que no había mérito para iniciar una investigación formal contra el presidente de la república por la financiación de la campaña electoral.
Fue un año muy pesado. Samper y Jacquin nos invitaron a algunos de sus ministros a pasar con ellos las fiestas de fin de año. Una noche de esas, tranquilos y comentando las incidencias que sorteamos, Samper levantó una copa de vino y nos pidió que brindáramos porque ya habían pasado todos los tropiezos. “El año entrante –agregó– vamos a trabajar el doble y a recuperar el tiempo que hemos perdido con tantos inconvenientes que se nos presentaron este año, que por fortuna ya va a terminar”.
Todos brindamos jubilosos. No sabíamos “lo que nos subía pierna arriba”.
La despedida de Botero
Con Fernando Botero, como ya lo señalé, no era que tuviera malas relaciones personales, pero estas nunca fueron cercanas. Durante la campaña cada uno cumplía sus deberes sin invadir el campo del otro. Era claro que teniendo una misma responsabilidad, cada uno representaba un pensamiento político diferente.
A pesar de ello, nunca dejé de reconocer la inteligencia de Botero, su moderna visión del accionar político y el entusiasmo y compromiso con que cumplía las tareas que le correspondían. Él era cabeza de varias áreas muy importantes: la administrativa, financiera, estratégica y publicitaria. Su trabajo se cumplía específicamente en Bogotá, y pocas veces acompañó al candidato en las giras por el país.
Por el contrario, yo trabajaba más en la calle y las regiones que en la oficina; “apagaba incendios” que eran frecuentes; y acompañaba al candidato en reuniones políticas y giras nacionales.
No obstante, al comenzar la administración se dio un mayor acercamiento con Botero. Entendimos que la responsabilidad era muy grande y como equipo nos tocaba trabajar en armonía bajo la orientación del presidente. En los primeros meses de Gobierno, Botero se mostró a los medios de comunicación como un ministro diligente que le había llegado al alma de los comandantes de las Fuerzas Militares y de Policía.
Realmente se ganó su aprecio y respeto. También el de muchos sectores de la opinión pública, pues era un mago del mercadeo político que recibía trato preferencial de los dueños y directores de los principales medios impresos y audiovisuales. Se comenzó a decir que opacaba a los demás miembros del gabinete, incluso hasta al mismo presidente.
A mí realmente esos comentarios no me desvelaban. Tenía un oficio definido, sabía lo que me correspondía hacer y era la oportunidad de mi vida. De manera que permanecía tranquilo, entusiasmado con mis funciones ministeriales y muy comprometido con Samper y su programa de gobierno.
Me impresionó mucho la renuncia de Botero y su posterior proceso judicial. Antes de retirarse tuvo la amabilidad de ir a mi oficina a despedirse, y lo noté sereno. También cuando, ya detenido, fui a visitarlo a la Escuela de Caballería en Usaquén. Su fortaleza, tranquilidad y buen ánimo me dieron una magnífica impresión de su carácter. Como consecuencia de esos acontecimientos me acerqué mucho a él. Lo visitaba con frecuencia, con mucha sinceridad, y en mí se despertó un alto grado de solidaridad con su causa. Percibí que él recibía esa actitud con simpatía.
En una ocasión que lo visité lo encontré muy alterado. Me pidió que fuéramos a hablar a un lugar retirado del que siempre utilizábamos. Hizo unos comentarios duros sobre el presidente Samper, de quien se quejaba por haberlo dejado solo, al punto de que ni siquiera había ido a visitarlo. Le expliqué que era testigo de la amistad y preocupación del mandatario y que si no había ido era por mutua conveniencia.
Le relaté a Samper algunos detalles de ese encuentro y un día me pidió que lo acompañara a visitar a Botero. Fuimos un domingo en la noche y después de los saludos protocolarios en presencia del comandante de la guarnición militar, los tres salimos a caminar por las instalaciones con el objeto de hablar sin testigos. Botero llevaba un hermoso perro sostenido con una correa, y los dos amigos hablaron con franqueza y mutuo respeto sobre diferentes temas, incluida la situación judicial de Botero y los trámites para superarla pronto.
Estuve en silencio todo el tiempo, tratando de memorizar el diálogo y de no congelarme en esa noche tan fría. De esa reunión surgieron mil especulaciones, como era de esperarse. Una de ellas se refería a que el exministro había grabado la conversación en una minigrabadora oculta en el collar del perro.
Un domingo estaba en Barrancabermeja leyendo en El Tiempo un reportaje en el que Juan Manuel Santos decía que “si Botero habla, Samper se cae a los diez minutos”, cuando recibí una llamada de Samper y me dijo: “Véngase urgente que tenemos un problema de atención inmediata”. Luego de explicarle a Rosita que se trataba de algo inesperado, salí por tierra a Bucaramanga donde abordé el primer vuelo para Bogotá.
Por la tarde visité al presidente en Hatogrande. Me explicó que esa noche tenía acordada una comida con Botero, pero que las declaraciones de Santos le daban mala espina. Máxime cuando en los últimos días se especulaba sobre la inminencia del “destape” de Botero y su relato de “la parte oculta” de la campaña. “He decidido no ir. Quiero pedirle el favor de que lo visite y se lo diga. Excúseme y explíquele que he tenido una dificultad insalvable”. Le respondí que cumpliría la misión, pero que el disgusto de Botero sería mayúsculo. Ya de salida, Samper me dijo, además, que le avisaría a Cristo para que me acompañara.
Durante mi vida tuve que soportar graves contratiempos, sortear grandes crisis, afrontar riesgos de toda clase, tomarles el pulso a las más duras situaciones de orden público, sufrir desprecios, amenazas, insultos y mil cosas más. Como muchas veces lo había dicho, creía que “ya me había curado de sustos”. Estaba equivocado porque ese día tuve una de las experiencias más difíciles de mi vida.
Al anochecer, salí de mi apartamento a la Escuela de Caballería. Cuando llegué, Cristo conversaba con Botero, quien nos agradeció la visita y nos dijo que sería una velada muy especial pues lo visitaría el presidente Samper. Para celebrarlo había encargado una paella y una botella de vino tinto. Estaba eufórico.
“Por Dios, esto va a ser muy complicado”, pensé de inmediato. Creí que lo mejor era enfrentar de una vez el asunto y dije que el presidente no podía cumplirle la cita, dado que se le había presentado un imprevisto. ¡Quién dijo miedo! Se transformó y su alegría se volvió furia. De inmediato me contestó indignado que él no le podía hacer ese desplante. Que era una burla inconcebible e inexcusable, y que no toleraría ese agravio que entendía como una declaratoria de enemistad.
Y diciendo eso y otros insultos, ante nuestro asombro se levantó de la silla, tomó un vaso de la mesa y lo estrelló iracundo contra la pared. Los vidrios saltaron por todas partes y le pedimos en buen tono con Cristo que se calmara, y que habláramos como amigos sobre el particular porque le estaba dando al asunto unas características que no tenía.
Botero se sentó un momento y respiró profundo, pero luego se levantó y empezó a recorrer la pieza de un lado a otro, vociferando y haciendo reclamos sobre la falta de solidaridad del Gobierno que, según él, lo había dejado solo afrontando una situación que debíamos asumir todos, con el presidente a la cabeza.
Nosotros tratábamos de hablar, pero él nos interrumpía y en tono mayor seguía con sus imprecaciones y reclamos. La situación se ponía cada vez peor. No sabía qué hacer, si mantenerme en la actitud tranquila y conciliadora que había tenido hasta el momento, que no lo tranquilizaba; o encararlo, y con voz fuerte exigirle una mejor compostura.
Calmado le propuse, otra vez, que dialogáramos en calma. Tampoco mejoraron las cosas. Siguió con su diatriba y cogió otro vaso y lo estrelló contra la pared. Entonces me levanté de la silla y en tono fuerte le señalé que nosotros merecíamos buen trato y que no iba a tolerar que se aprovechara de nuestra paciencia para seguir faltándonos al respeto. Le indiqué que su comportamiento irreflexivo era absurdo y que no aceptaba ni una sola palabra más contra el presidente y contra el Gobierno.
Botero intentó tomar otro vaso y me interpuse. Viendo que las cosas se podían agravar le pedí a Cristo que saliéramos. En segundos cruzamos la puerta sin despedirnos. A la salida llamé al presidente y le conté azorado lo ocurrido. Quedamos de hablar sobre el incidente con más detalle el martes a mi regreso de Quibdó, a donde iría el día siguiente a participar en un foro universitario. No imaginaba que tendríamos que hablar antes de lo previsto.
El lunes 22 de enero de 1996, muy temprano, viajamos con Posada a Quibdó. Todo salía a las maravillas hasta cuando en pleno desarrollo del foro, momentos antes de mi conferencia, recibí una llamada urgente del presidente. Eran cerca de las seis de la tarde y estaba oscuro. “Botero va a dar unas declaraciones a CMI esta noche. Véngase inmediatamente de donde esté”, me dijo.
De inmediato pensé que Samper había tenido razón en sus comentarios del día anterior. Fue imposible regresar a Bogotá porque no solo estaba cerrado el aeropuerto, sino que el avión no estaba autorizado para volar de noche.
No hubo más remedio que terminar la reunión con una conferencia que es de las más inconexas que he dictado en la vida y, luego, esperar la entrevista con Yamid Amat. Salimos con Posada para el hotel, donde prestamos la mayor atención al reportaje que el país seguía con gran expectativa por las revelaciones que se harían.
Botero, muy tranquilo y bien acicalado, con un crucifijo de fondo, corroboró la tesis de la financiación irregular de la campaña con dineros aportados por el cartel de Cali y dijo que el presidente estaba enterado de esa situación.
Contó diferentes detalles, pero desde un principio percibí que no se responsabilizaba de nada irregular, ni señalaba a Samper como autor intelectual del hecho u organizador de las gestiones que llevaron al fin delincuencial. “Samper sí sabía”, fue su más contundente declaración de cargo.
De inmediato llamé al presidente, le expresé mi solidaridad y le di mis impresiones. Me dijo que estaba preparando una declaración, pues a pesar de que Botero no lo había incriminado como responsable de la financiación de la campaña, había mentido y de inmediato lo iba a desenmascarar ante el país.
Una ventana quedó abierta
La mayor acusación era sobre el origen de los recursos de la campaña, que en ese momento no eran noticia pues todo el mundo sabía lo acontecido. Unos minutos después Samper hizo una alocución nacional y dijo que “Botero miente para salvarse”. Se habían roto definitivamente las relaciones.
Cuando el presidente terminó de hablar timbró mi celular. Al contestar, con sorpresa escuché la voz de Botero.
Llamaba para decirme que estaba apenado por el incidente de la noche anterior y que se había visto obligado a denunciar al presidente porque lo había traicionado, que su declaración a Yamid era consecuencia de la insolidaridad de Samper, que le parecía injusto que él tuviera que pagar por lo que otros habían hecho en la campaña, y que esperaba seguir contando con mi amistad.
Le contesté que agradecía el mensaje, que lamentaba lo ocurrido el día anterior y mucho más lo que acababa de escuchar en la entrevista a CMI. “Usted Fernando –le dije– se ha dado cuenta de mi amistad y solidaridad, como personalmente me lo ha reconocido, pero debo decirle que en esta confrontación que usted ha planteado estoy con el presidente Samper y eso es inmodificable”. Fue la última vez que conversamos.
Al día siguiente, tan pronto amaneció, regresamos a Bogotá. Los medios se estaban dando un banquete con la entrevista de Botero, y en todas partes el tema era lo que “habló Botero”. Se creó la imagen de que había incriminado directa y personalmente a Samper, lo que no fue cierto. Además, al examinar con atención la entrevista, era evidente que él no había aceptado ninguna responsabilidad, lo que no era creíble.
Así lo expliqué esa mañana en la reunión del Consejo de Ministros convocada para examinar a fondo la situación. Se sentía el nerviosismo, la preocupación, y hasta cierto punto la incertidumbre. Fue anunciada la renuncia de Augusto Galán al Ministerio de Salud, y empezaron a conocerse dimisiones de diplomáticos y otros altos funcionarios. La más notable fue la de Noemí Sanín a la embajada en Londres.
Se estaba desbaratando el tablado y era absurdo desconocer que en el país cundía la zozobra y que el Gobierno tenía serias dificultades porque perdía credibilidad y apoyo ciudadano. En ese Consejo de Ministros el presidente Samper reconoció que la situación era muy complicada, y dijo: “Entre Horacio y yo manejaremos esta crisis. Ustedes pónganse a trabajar con la mayor decisión y encomio, pues tenemos una responsabilidad de gobierno que de ninguna manera podemos defraudar”.
Debo decir que nunca vi al presidente tan tranquilo.
Por supuesto, sabía que por dentro estaba muy preocupado, pero su ánimo era resuelto y manejaba personalmente la situación. Nos propusimos una serie de acciones, entre ellas recoger el apoyo de los sectores sociales –que no estaban comprometidos con los llamados “conspiretas”–, y acudir a la gente del pueblo en todo el país.
Era claro que Colombia vivía dos ambientes distintos: el que promovían los medios con la clase media y alta de Bogotá y otras ciudades; y la actitud de la gente en las barriadas del sur y en los territorios. Había un espacio enorme para trabajar, pero la tarea era colosal.
Entendí que para lograr un efecto favorable era preciso mantener la cohesión interna. Por eso me propuse tranquilizar a los colegas del Gobierno y proporcionarles toda clase de informes y aclaraciones. Algunos tenían preocupaciones explicables. Uno de ellos era Guillermo Perry quien tenía que viajar permanentemente al exterior y mantener tranquilas a las entidades multilaterales de crédito, los acreedores, las calificadoras de riesgo y a muchos líderes y organizaciones de las que dependían el crédito y la estabilidad económica del país.
Perry era una de las personas de mayor cercanía con Samper. Los dos teníamos una amistad muy sólida. En general mi relación con todos era de confianza y a pesar de la gran presión que se hacía desde distintos frentes, nos manteníamos firmes al lado del presidente. El domingo de esa semana, mientras esperábamos los resultados de un almuerzo que iba a realizarse en Hatogrande entre el presidente y algunos de los expresidentes, uno de los cuales era Misael Pastrana Borrero, nos reunimos en mi apartamento con varios de los más cercanos amigos del gabinete. Recuerdo a Rodrigo Pardo, Juan Manuel Turbay, Juan Fernando Cristo, Juan Meza y Juan Carlos Posada, parte de la guardia pretoriana. Con ellos conversamos sobre las salidas a la crisis.
Renuncia, licencia, plebiscito, gobierno de unidad nacional, anticipación de elecciones. Comentarios iban y venían hasta cuando decidimos llamar al presidente para saber cómo le había ido en el almuerzo. Nos enteramos de que había sido cancelado porque se supo a tiempo que algunos expresidentes deseaban pedirle la renuncia a Samper. Entonces le dijimos que deseábamos hablar con él para exponerle nuestro análisis.
Cuando llegamos, Samper hablaba con sus hermanos. Daniel, siempre muy objetivo, argumentaba que no valía la pena dar la pelea para sostenerse en el poder con tantos factores adversos. Sostenía que lo indicado era buscar una salida democrática que le sirviera al Gobierno y al país, en cambio de prolongar lo que podría ser una lánguida agonía durante más de dos años que faltaban para terminar el periodo.
El presidente nos pidió la opinión a cada uno de los presentes. Fueron surgiendo diferentes ideas, con la expresa manifestación de que en todo caso lo apoyaríamos en su decisión. En medio de la conversación uno de los ujieres le entregó al presidente un papel que leyó sin musitar palabra.
Hablé de último y dije que “un mandatario no tiene más remedio que inmolarse por defender sus ideas y por ello considero que a usted le toca quedarse en la Presidencia a cualquier costo, incluso el de la vida; cuente conmigo inclusive en esta contingencia”.
Samper habló tranquilo y explicó sus deberes con Colombia y su disposición a buscar salidas sensatas, democráticas, que le sirvieran al país. Entre esas alternativas no estaba renunciar porque sería prolongar y hacer más enconados los enfrentamientos y la polarización. Larga y muy sentida fue su exhortación para que trabajáramos con patriotismo y compromiso, con las ideas sociales que teníamos el deber de sacar adelante.
Al terminar leyó el papel que le habían entregado unos minutos antes, que le había enviado su mamá: “Hijo, si como yo pienso usted es inocente, tiene que resistir hasta el final”. Todos estuvimos de acuerdo en que había que seguir adelante. Entonces Daniel dijo con la mayor franqueza y como si fuera adivino: “Muy bien, esa es una opción, pero ténganse de atrás porque los van a volver mierda”.
Por esos días Samper citó al Congreso, su juez natural, a sesiones extraordinarias. La decisión fue de gran coraje porque significaba abrir el espacio para que su actuación fuese examinada con la mayor amplitud. Era apenas entendible que allí se concentrara toda la opinión referente a su conducta.
El momento era de notable expectativa. El día de su instalación, el 30 de enero de 1996, el Salón Elíptico estaba atiborrado de congresistas, autoridades, periodistas y curiosos. Nunca había escuchado al presidente hablar con tanta emoción y sentimiento. El discurso lo había escrito él mismo para que más allá del recinto de las leyes lo escuchara la gente.
En un momento se le quebró la voz y a muchos se nos arrugó el alma. Fue un momento de triunfo. Cuando Samper terminó se escuchó un gran aplauso.
Pero apenas estaba empezando la lucha.
Algunas semanas después, el 14 de marzo de 1996, el fiscal Valdivieso presentó ante el Congreso de la República una acusación formal en la que solicitó el inicio de una investigación contra el jefe de Estado por el delito de enriquecimiento ilícito y otras conductas delincuenciales. Su petición fue sustentada en un mamotreto que contenía toda clase de evidencias, que junto con una larga valoración de las averiguaciones que había hecho su despacho le sirvieron casi que para condenar anticipadamente a Samper.
Ya para entonces se tramitaba en el Consejo de Estado un proceso contra la campaña, y por ende contra el presidente y sus principales colaboradores por haber violado “los topes” de financiación, lo que en caso de reconocerse no solo entrañaba sanciones de tipo administrativo y electoral, sino investigaciones penales por falsedad, fraude procesal y diferentes modalidades delictivas.
Habían arreciado, asimismo, los cuestionamientos contra el Gobierno desde la embajada de Estados Unidos en Colombia y el Departamento de Estado, en Washington, donde Gelbard no ahorraba esfuerzos para desacreditar al presidente y a su administración. En particular, tenía una ojeriza enfermiza contra mí.
El país había sido descertificado en la lucha contra el narcotráfico, lo que era una insensatez porque nunca antes se habían cumplido tantas acciones para combatir el flagelo de la droga y a sus directos responsables.
Samper, sin visa a EE.UU.
Estaban presos los principales jefes del narcotráfico y se fumigaban los cultivos ilícitos; se habían destruido cientos de laboratorios y pistas de aterrizaje; incautado aeronaves, armas, lanchas, camionetas y elementos de diferente tipo; también destruido rutas y decomisado centenares de toneladas de cocaína y grandes cantidades de heroína.
El Gobierno había cumplido una tarea edificante, entre la que figuraban los cambios de legislación en materia de expropiación de bienes originados en conductas ilícitas y hecho más severas las normas para castigar a los delincuentes.
En esos días fuimos convocados de urgencia a la casa privada de la Casa de Nariño, entre otros, Juan Carlos Esguerra, Rodrigo Pardo, Juan Manuel Turbay y Juan Meza, para que conociéramos una nueva y difícil situación que debían enfrentar el presidente y su Gobierno. Habían llegado noticias de que a Samper le habían cancelado la visa de ingreso a los Estados Unidos.
En cada momento era más complicado todo.
Y como para darle validez a la “ley de Murphy”, en esos momentos llegó la copia de un comunicado expedido por De la Calle desde la embajada en Madrid, en la que en un lenguaje muy sibilino lamentaba el hecho, sin manifestar ninguna clase de solidaridad o al menos de acompañamiento formal con el presidente.
No me gustaron para nada el estilo ni el tono de la declaración.
La verdad es que desde antes De la Calle había venido poniendo distancia con el presidente. Muchas veces había expedido declaraciones o asumido posiciones que dejaban ver claramente su propósito de evidenciar que nada tenía que ver con los desafortunados sucesos de la campaña, a la que solo había llegado después de la convención nacional del Partido Liberal, sin nunca haber tenido responsabilidades en materia económica o financiera.
Eso era cierto. Pero era fastidiosa su persistente “lavada de manos” en medio de semejante batahola. Mucho se rumoraba sobre su permanente relación con los “conspiretas” y su expresa o tácita aprobación de las duras arremetidas que desde tantos flancos se hacían para “tumbar” el Gobierno, en el entendido de que él estaba listo para asumir sus responsabilidades de vicepresidente. Se comentó, incluso, que en semanas anteriores había sostenido una larga conversación con el señor Gelbard en la embajada de los Estados Unidos en Madrid. Todo eso me pareció insólito.
Al día siguiente de la reunión que menciono yo viajaría a Alemania, pero pensé en postergar el periplo porque presumí que vendrían días tormentosos. El presidente, sin embargo, se opuso y me dijo: “No, de ninguna manera. Ese viaje es muy importante y aprovéchelo para dar declaraciones públicas a propósito de esta nueva agresión y para decirle al gobierno alemán y a sus principales empresarios, comenzando por el presidente de la Siemens, que aquí hay un presidente limpio y un gobierno digno y pulcro que se la va a seguir jugando por la democracia, por los pobres y por la paz”.
Sin titubear le respondí: “Entonces, antes de irme quiero expresar algunos conceptos sobre lo de la visa y las declaraciones de De la Calle”.
“Hágale”, me respondió Samper.
A la salida del Palacio di unas declaraciones a la prensa que le echaron “leña al fuego” de la disputa entre presidente y vicepresidente. Al rechazar la actitud del Gobierno de los Estados Unidos, calificándola de injusta y dirigida a intervenir inapropiadamente en el desarrollo y desenlace de la crisis que vivíamos, cuestioné las declaraciones de De la Calle. Ante su falta de claridad y la imprecisión de sus términos dije, como en la famosa canción de Ana y Jaime, que “no eran ni chicha, ni limonada”.
Esa frase fue tomada por los medios e hizo más diciente el enfrentamiento entre Samper y De la Calle, del que hasta entonces me había mantenido al margen.
Al día siguiente viajé a Alemania acompañado por Carlos Villamil Chaux, prestigioso empresario y muy reputado funcionario de varias administraciones liberales.
Resulta que algunas semanas antes me llamó el presidente para decirme que había conversado con Villamil sobre el tema de la paz y le había oído unos importantes comentarios que yo debía conocer. Le respondí que lo llamaría. Así lo hice.
En pocas palabras, Villamil me dijo que conocía a un alemán llamado Klaus, que era de confianza de la administración germana y tenía relación con dirigentes del ELN. Agregó que esa guerrilla estaba decidida a entrar en conversaciones de paz con Samper, si existía la intermediación del gobierno demócrata cristiano del señor Helmut Kohl.
De inmediato me interesó el asunto, y como Villamil me manifestó que sus amigos, a quienes conoció cuando fue cónsul de Colombia en Berlín, estaban en Panamá, convinimos que les propusiera que vinieran a Bogotá para conversar conmigo. Así sucedió unos días después en una comida en su casa en La Calera.
Al día siguiente le informé al presidente que Klaus me generaba bastante confianza porque se notaba que hablaba en serio. Recordé que había bombardeado al alemán con preguntas de diferente índole y me quedó claro que sí tenía cercanía con el gobierno de Kohl; que sabía mucho sobre el ELN y conocía a Antonio García, jefe militar de esa guerrilla; que estaba enterado de la situación política de Colombia y Latinoamérica, y sabía de los esfuerzos por la reconciliación realizados en el país en épocas anteriores.
Le señalé al presidente que Klaus y su esposa Micaela viajarían ese día a Alemania y habíamos acordado visitar en una fecha próxima al ministro de Seguridad, señor Bernd Schmidbauer y a otras personalidades germanas para buscar apoyo a un eventual proceso de paz con los “elenos”.
“Esperaremos un par de semanas para ver si se concreta la cita con el ministro alemán”, expresé a Samper.
Me sorprendió mucho a la mañana siguiente cuando me llamó Klaus desde la cancillería alemana para decirme que el ministro Schmidbauer me esperaba lo más pronto posible en Alemania, y que si volaba al otro día me recibiría directamente el propio canciller.
Era imposible desplazarme de inmediato, pero acordamos que cuatro días después viajaría con Villamil y llevaría una carta del presidente Samper al canciller Kohl para agradecerle su interés por Colombia y los buenos oficios para lograr la convivencia en nuestro país.
Puse como condición que se trataba de un viaje confidencial. Las cosas se estaban poniendo interesantes. No solo era importante desde una perspectiva de reconciliación, que el Gobierno anhelaba con enorme compromiso, sino que era la mejor manera de ofrecer a los colombianos un tema diferente a la crisis política.
El 13 de julio de 1996 salimos con Villamil para Frankfurt. Durante el vuelo, en el que nos ascendieron a primera clase, Villamil me dio toda la información que tenía sobre Klaus y su mujer.
Al llegar a nuestro destino tuvimos una gran sorpresa: antes de autorizar la salida de los demás pasajeros nos pidieron salir de primeros. Luego, en cambio de tomar el conducto acostumbrado para hacer los trámites de inmigración, nos condujeron por una escalera metálica hasta la pista. Allí nos esperaban dos carros Mercedes Benz idénticos y con el mismo número de placa.
En la puerta de uno de esos vehículos estaba Klaus, quien nos serviría de conductor. Le dije que debíamos pasar por inmigración. Me respondió que no era necesario, pues el viaje era confidencial y las autoridades estaban avisadas. Le comenté que necesitábamos recoger las maletas. Me contestó que ya estaban en el baúl del carro. Yo estaba sorprendido.
Mientras conducía, Klaus nos informó que esa misma tarde tendríamos cita con Schmidbauer en Bonn, y que nos invitaba a descansar un rato en su casa –que quedaba entre las dos ciudades–, para ducharnos, cambiarnos de ropa y almorzar antes de continuar. Le dije que tenía especial interés en encontrarme con el embajador de Colombia en ese país, Jorge Bendeck Olivella. Me contestó que lo haríamos en el despacho de Schmidbauer.
Comprendí que todo estaba previsto y me dispuse a disfrutar del viaje que duraría cerca de hora y media.
En el almuerzo, Klaus nos invitó a quedarnos en la casa. Nos dijo que tenía previsto dos idas a Bonn, pues debíamos visitar a los jefes de las principales bancadas del Bundestag. También estaba programado ir a conocer el tren superrápido que se estaba construyendo en Alemania y a almorzar en Munich con el presidente de la Siemens, para lo cual debíamos viajar en un avión que nos recogería en el aeropuerto que quedaba a tres kilómetros de su casa. Con ese argumento, otras explicaciones relacionadas con la seguridad y la confidencialidad del viaje, y el visto bueno de Villamil, accedí a quedarme allí. Fue un error, pero en ese momento no alcancé a darme cuenta de ello.
Nos fuimos para la entonces capital del país. Entramos derecho al edificio de la Cancillería. Nadie nos pidió documentos, ni preguntó nada. Apenas veían a Klaus se franqueaban todas las puertas. En el lujoso despacho del ministro Schmidbauer tuve la satisfacción de encontrarme con el embajador Bendeck Olivella, amigo desde Barrancabermeja, cuando trabajó en Ecopetrol.
Bendeck Olivella, Klaus, Micaela y yo, nos entrevistamos con el ministro alemán, quien saludó a sus coterráneos con afectuosa familiaridad. Al término de la larga entrevista, el gobierno alemán, por decisión de su propio canciller, se comprometió a colaborar con Colombia en la búsqueda de la paz con el ELN. Para ultimar detalles y definir otros conceptos, Schmidbauer nos esperaría dos días después para seguir conversando, luego de lo cual me invitaba a un almuerzo en el que solo estaríamos los dos y la traductora. Así quedamos. Yo estaba muy satisfecho por esa perspectiva de reconciliación.
La historia de Klaus y Micaela
Después de conocer una base de la Otán situada al lado de la casa de Klaus, e ir a conocer el famoso tren superrápido en el que tuvimos un viaje experimental a quinientos kilómetros por hora, nos trasladamos a la capital de Baviera, al almuerzo en el despacho del hombre más poderoso de Alemania: el presidente de Siemens. Durante el almuerzo comenté a él y a los ejecutivos de la multinacional la situación política en Colombia. Hice, además, un elogio sobre la honradez y las capacidades del presidente Samper y les pedí apoyar al país y a un eventual proceso de paz con el ELN.
Fueron muy atentos y receptivos. Uno de los asistentes, en un momento dado, me habló del metro de Medellín y de unas diferencias que existían entre su compañía y la empresa promotora de la obra. Comprendí el interés que les asistía por lograr que el Gobierno colombiano ayudara a solucionar los problemas. Para no ahondar en cosas que no conocía le dije que únicamente me ocupaba de la política, pero que con gusto transmitiría sus inquietudes al presidente Samper. Eso hice al regresar.
Por lo que escuché, y atando cabos con otros comentarios, me formé la impresión de que Klaus era un antiguo servidor del servicio de seguridad alemán, que prestaba asesoría profesional especializada a empresas de su país en el exterior. Luego vine a saber que su portafolio de servicios era mucho más amplio.
Al día siguiente tuvimos una reunión igualmente interesante con Schmidbauer. Me preguntó cuál era a mi juicio la institución más respetada y acatada por los colombianos. No dude un momento en decirle que la Iglesia católica. Me señaló que le parecía bien su intermediación y que su Gobierno tenía las mejores relaciones con la Iglesia. Por ello, agregó, conseguirían la participación del presidente de la Conferencia Episcopal alemana. Yo haría lo mismo en Colombia.
Una vez regresé me comuniqué por teléfono con monseñor Alberto Giraldo, a quien solicité su colaboración y la de la Iglesia, con el mayor respeto y esperanza. Monseñor fue muy receptivo. Me dio la impresión de que los jerarcas de la Iglesia en Alemania ya se habían comunicado con él y convinimos en tener en las próximas semanas una reunión con Antonio García, comandante del ELN. También en seguir adelantando las diligencias requeridas para formalizar el inicio de un proceso de paz, teniendo como garantes al Gobierno germano y a la Iglesia católica. No se podía pedir más.
Estando en Alemania decidí regresar a Colombia un día antes. Volaría de Frankfurt a Madrid y de ahí a Bogotá por Iberia.
A mi regreso me actualicé con las últimas noticias y me mantuve pendiente de que funcionaran los asuntos tratados en Alemania. El presidente me recomendó que los mantuviéramos en reserva y en esos días me ocupé de mis temas del ministerio, que atendía varios frentes, todos sensibles y en permanente agitación.
Dos semanas después me llamó Carlos Villamil y me dijo que se había comunicado Klaus, quien el lunes siguiente deseaba hablar con nosotros y compartirnos muy buenas noticias. Ello me alegró.
Al atardecer de ese domingo estaba revisando documentos en mi apartamento y por la radio escuché la noticia sobre la captura, en el aeropuerto de Medellín, de unos alemanes involucrados en un secuestro.
Me llamó la atención el caso y quedé pendiente de conocer la información.
Un buen rato después se comunicó conmigo Villamil. Esperaba su llamada para convenir sitio y hora de la reunión con Klaus, que podría ser en cualquier momento, menos a la hora del medio día pues tenía en la Casa de Nariño un almuerzo con Samper y el fiscal. Noté a Villamil muy agitado.
—¿Oyó la noticia sobre la captura de un alemán en Medellín?
—Sí.
—Pues se trata de Klaus, nuestro amigo alemán.
No pude hablar con Samper durante esa mañana, de manera que aproveché la hora del almuerzo para comentarle, en presencia del fiscal Valdivieso, que el alemán capturado bajo el nombre de Mauss era el mismo de mi viaje a Bonn, a quien yo conocía con el nombre de Klaus.
Sobre Mauss se comenzó a tejer una leyenda sórdida que involucraba espionaje, transacciones entre la guerrilla y compañías aseguradoras, secretos de todo orden y mil cosas más. Ese día no sabía que indirectamente le estaba rindiendo una declaración sin juramento al fiscal para los efectos de la investigación que habría de realizar, y por cuenta de la cual Klaus o Mauss y Micaela pasarían largo tiempo en la cárcel.
La detención se había verificado a raíz de la denuncia formulada por el gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez, debido a las imputaciones hechas contra el alemán por la empresa Control Risk que lo señaló como corresponsable del secuestro de una mujer de nacionalidad alemana.
En los siguientes días se libró una nueva batalla sobre la vicepresidencia. Las relaciones estaban rotas. El enfrentamiento era claro. Samper se quedaba y De la Calle hacía fuerza para reemplazarlo. Ya no cabían los dos en la misma fórmula.
El vicepresidente le propuso a Samper que los dos dimitieran simultáneamente para que el país resolviera la crisis en la forma más adecuada. Samper replicó que su desempeño era legítimo y que De la Calle era el que debía irse. Luego, desde Miami, a donde se había trasladado para hablar tranquilamente con sus amigos, el vicepresidente envió una comunicación en la que planteaba una licencia mientras definía completamente su posición.
Fue lo que me dio la oportunidad de referir la copla del armadillo que se hizo tan famosa:
“Esto dijo el armadillo,
subido en un palo e’ coco;
ni me subo, ni me bajo,
¡ni me quedo aquí tampoco!”.
La cuerda, como ocurre casi siempre, se rompió a los pocos días por lo más delgado. Renunció De la Calle y el presidente por mi intermedio hizo el guiño al Congreso para que se eligiera como sucesor a Carlos Lemos, quien en ese momento se desempeñaba como embajador en Londres, a donde había sido destinado en reemplazo de Noemí Sanín.
Con tanto escándalo de por medio, con los alemanes presos y con Valdivieso enterado de todo, era presumible que se sabría mi visita a Alemania en compañía de Klaus. Decidí comentarlo. Y con ocasión de una entrevista radial dije con la mayor tranquilidad que conocía a los alemanes detenidos y que con ellos había adelantado unas gestiones de paz ante el gobierno del canciller Helmunt Kohl.
Como lo suponía, se propuso contra mi una moción de censura promovida por Fabio Valencia Cossio, Luis Guillermo Giraldo, Íngrid Betancourt y otros importantes congresistas, especialmente conservadores. De inmediato supe que era una gran oportunidad para responder tantas infamias que se estaban diciendo sobre mí. No hubo en esa época calumnia, especulación o distorsión de la verdad, de la cual no hubiera sido objeto.
Convencidos los detractores del Gobierno de que “el hombre de asbesto”, como le decían al presidente, no se quemaba con tanta candela como le echaban, se vinieron contra mí con la idea de eliminar a uno de sus soportes y continuar luego con otros, hasta cuando no tuviera en qué ni en quiénes sostenerse.
Por eso, tan pronto como llegó el cuestionario me dediqué a preparar la defensa con mis asesores. Como los impugnadores iban a ser implacables e incisivos y no iban a ahorrar epítetos ni argumentaciones, yo debía ser fuerte, veraz y coherente, e impactar a la opinión pública pues el debate sería transmitido por televisión.
Existía mucha expectativa. Esperé con tranquilidad las arremetidas de los proponentes, que fueron fuertes, incisivos y argumentados. Las horas habían transcurrido y ya eran más de las ocho de la noche cuando comencé a hablar. No acepté que se suspendiera el debate, como lo propuso Valencia Cossio, porque no podía dejar que me “enmochilaran” esa valiosa oportunidad.
Esa noche las palabras me salían con facilidad. Presenté con claridad mis argumentos, no exentos en ciertas oportunidades de toques retóricos e histriónicos, algunos preparados y otros espontáneos, con los que logré interesar a la audiencia.
A la media noche empezó a desocuparse el salón, pero sabía que me tocaba continuar pues suponía que muchos televisores continuaban prendidos. Respondí todas las acusaciones y expliqué ajustado a la verdad cada uno de mis comportamientos. Pero también hablé de mi vida personal, familiar y profesional; relacioné las vicisitudes del Gobierno frente a la permanente impugnación de sus contradictores; los acusé de estar causándole daño al país con sus pretensiones individualistas y hablé de democracia, de derecho penal y de la situación de los colombianos.
Desenmascaré muchas pretensiones torcidas, como los intentos golpistas que se estaban urdiendo contra el orden constitucional. Fue muy emocionante. En ningún momento me agoté. Solo quería decir todo lo que tenía recargado en mi cerebro y en mi espíritu. Fue un sano desahogo. Y fueron pasadas las tres de la mañana cuando concluí la larga intervención; la más larga pronunciada en el Congreso colombiano hasta ese momento, después de la de José Jaramillo Giraldo, presidente del Senado, en el acto de posesión de Mariano Ospina Pérez en l946.
Terminé el discurso recitando un poema que mi papá me había enseñado de niño “para que sepa que la vida es dura y solo los que luchan siempre y nunca se cansan ni desfallecen pueden salir adelante en sus metas”.
“No te des por vencido, ni aun vencido,
no te sientas esclavo, ni aun esclavo;
trémulo de pavor, piénsate bravo,
y arremete feroz, ya mal herido.
Ten el tesón del clavo enmohecido
que aún viejo y ruin, vuelve a ser clavo;
no la cobarde intrepidez del pavo
que amaina su plumaje al primer ruido.
Procede como Dios que nunca llora;
o como Lucifer, que nunca reza;
o como el robledal, cuya grandeza
necesita del agua y no la implora…
¡Que muerda y vocifere vengadora,
ya rodando por el polvo, tu cabeza!”.
De ese debate recuerdo dos aspectos que quiero anotar.
El primero, reconocer que cometí un error cuando pretendí hacerle un comentario despectivo a Juan Manuel Santos. Lo había conocido en un viaje que varios dirigentes hicimos a Alemania invitados por la Fundación Neumann, más de diez años atrás, y habíamos mantenido buenas relaciones, pero había sido muy duro con el presidente Samper y pretendí pasarle una cuenta de cobro. Para referirme a una columna suya, siendo una persona tan conocida, dije algo así como “el columnista ese de El Tiempo que es de los dueños y ni me acuerdo como se llama”. Muchos de los presentes respondieron: “Juan Manuel Santos”. Y, claro, jubiloso dije: “Sí, sí, ese Santos que dice tantas boberías”.
Nunca imaginé su reacción. Se vino con dos piedras en la mano y me pegó una “retacada” mayúscula. Como yo había expresado en el debate que ni siquiera tenía casa propia –lo que era verdad en ese momento–, Santos dijo “que desconfiaba de una persona que habiendo estado en el Congreso y en puestos tan sobresalientes, con buenos ingresos, ni siquiera había tenido la elemental precaución de proporcionarle una casa a la familia”. Después nos reconciliamos gracias a la intervención del desaparecido amigo Samuel Alberto Yohai. Desde entonces existe una cordial y respetuosa amistad.
No cesa la horrible noche
Esa noche también dije, como sin querer queriendo, que me llamaba la atención continuar en la política y alcanzar más importantes responsabilidades. Los periodistas la tomaron al vuelo: Serpa va a ser candidato presidencial. Lo dije con esa intención. Desde luego, sin tener nada preparado, y solo como un globo de ensayo. Y poco a poco, con el tiempo, se fue volviendo realidad.
Pero faltaban muchas cosas por pasar. Una de ellas fue la del juicio al presidente Samper en el Congreso de la República.
Con la acusación del fiscal, el asunto tomó otro tono. Los detractores asumieron por fin que esa era la jurisdicción competente para procesar al presidente, y se dedicaron a hacer la mayor presión posible contra los congresistas para coaccionarlos ante la opinión pública. Se descalificó a los investigadores del Congreso, hubo toda clase de reparos, propuestas estrambóticas y actitudes dilatorias, para lo cual se utilizaron los medios de comunicación, congresistas de la oposición, planteamientos de la Fiscalía y muchos métodos más.
Se convino que las sesiones no fueran secretas sino públicas. El Gobierno aceptó todo lo que se estimó necesario para la transparencia del proceso y el país se mantuvo alerta al desarrollo de cada capítulo de ese inusual espectáculo. Desde el general Rojas Pinilla, más de treinta años antes, no se presentaba un evento judicial y político de ese tipo.
Le dije al presidente que el juicio era de naturaleza política y que yo debía asumir su defensa ante el Congreso, pero algunos de sus consejeros me replicaron que era un asunto muy judicial. Finalmente, se impuso la idea de buscar a un jurista no afecto al Gobierno. El presidente escogió a Luis Guillermo Nieto Roa. Fue un acierto porque Nieto, con gran altura jurídica y gallardía, cumplió su papel como el mejor. No me extrañó, porque lo había visto actuar en la Asamblea Nacional Constituyente, al lado de su amigo y mentor Álvaro Gómez Hurtado.
Fueron semanas de intenso trabajo. Seguí el proceso minuto a minuto a través de la transmisión por televisión. Día tras día le tomaba el pulso a la Cámara de Representantes, observaba las reacciones de sus miembros y prestaba la mayor atención a sus exposiciones. La conducta del presidente Samper fue examinada al detalle, lo mismo que las sindicaciones de la Fiscalía, las pruebas presentadas y los argumentos de la oposición. A diario se anunciaba la presentación de “la prueba reina” contra Samper. Nunca se hizo y cada nueva sesión iba quedando claro que la financiación irregular sí había ocurrido, pero a “espaldas” del candidato.
Como se estaba dilatando el proceso más allá de lo indicado, hablé con Rodrigo Rivera, presidente de la Cámara de Representantes, y le pedí con el mayor respeto que impidiera tantos alargues. Hice lo propio con algunos amigos para decirles que ante la falta de argumentos la oposición no tenía más recurso que prolongar las sesiones, para ver si de pronto ocurría algo extraño que provocara la nulidad de lo actuado. Agregué que lo más conveniente para el país era que lo más pronto posible se conociera la decisión de la Cámara.
De la conversación con Rivera me quedó la sensación de que votaría en contra del presidente, lo que consideré una actitud respetable de quien, de manera tan imparcial como severa, había dirigido las audiencias. Así le daría mucha credibilidad al juicio. Por fin unos y otros se pusieron de acuerdo en señalar la fecha para el fallo. Habían transcurrido varias semanas de intenso análisis. Nada dejó de estudiarse. Todas las pruebas fueron analizadas. Hubo espacio amplio para todas las argumentaciones y garantías para cada una de las propuestas y congresistas. Hasta los asuntos y aspectos más nimios se revisaron con ponderación. Fue un proceso transparente, desarrollado a la luz del día, de cara al país que lo siguió con interés. Ya era la hora del fallo.
Estaba haciendo mis propias cuentas sobre el resultado que se iba a dar esa noche, cuando Samper me llamó de urgencia.
“Ha ocurrido un asunto inesperado. Tiene que ver con el secuestro de Juan Carlos Gaviria, hermano del expresidente Gaviria, a propósito de cuya libertad él me acaba de llamar para decirme que evite el fallo porque si la decisión es de absolución esta noche matan a su hermano. Es preciso esperar hasta que concluyan unas diligencias que se adelantan sobre su libertad, en las que está interviniendo el gobierno cubano. Haga la gestión, pero no puede decirle a nadie de qué se trata”, me dijo el presidente.
¡Quedé frío! De inmediato salí corriendo a la Cámara para hablar con Rivera. Me escuchó con atención y me dio la impresión de que ya estaba enterado, seguramente por comentarios del propio expresidente Gaviria. Nos pusimos de acuerdo. Me comprometí a buscar en la bancada liberal tres o cuatro amigos que propusieran aplazar el fallo para alguno de los días siguientes, de manera que la votación culminante del juicio se hiciera a plena luz del día para que todos los colombianos estuvieran informados. Con ese argumento colaboraron varios congresistas y de esa manera fue posible la libertad de Juan Carlos Gaviria esa misma noche. Al otro día, el 12 de junio de 1996, en medio de la mayor expectativa, 111 congresistas de diferentes tendencias y partidos, mayoritariamente liberales, absolvieron al presidente Samper.
El secuestro de Juan Carlos Gaviria no había pasado desapercibido para el Gobierno, que tenía gran preocupación, máxime cuando era de dominio público el distanciamiento entre Samper y el expresidente Gaviria. Por orden presidencial las autoridades estaban muy activas en la búsqueda del plagiado, pero nadie tenía pistas.
Una tarde me llamó un amigo desde Bucaramanga y me dijo: “Horacio, una persona a la que conozco me pide que le gestione una audiencia con usted para darle una razón sobre Juan Carlos Gaviria”. Sin mucha esperanza respondí: “Dígale que lo atenderé mañana temprano, a las nueve, en el ministerio”.
Al día siguiente me vi ante un hombre de apariencia apacible, de unos 45 años, barbado, quien me dijo que un amigo suyo de colegio lo había buscado para enviarme la razón de que un grupo guerrillero tenía secuestrado a Gaviria y estaba dispuesto a ponerlo en libertad previa una negociación con el Gobierno. Le hice unas preguntas sobre su vida para saber con quién estaba tratando, y luego exploré sobre las condiciones para la liberación. Me dijo que no las sabía, pues su amigo le había comentado que solo las entregaría después de saber si el Gobierno estaba interesado. Le dije que sí, y nos pusimos una nueva audiencia dos días después, que fue el tiempo que mi interlocutor me dijo que le tomaría encontrarse con su condiscípulo. No quedé muy convencido, pero por lo delicado del asunto me impuse la tarea de llevarle la cuerda a mi visitante. Para la próxima visita le dije a Juan Carlos Posada que me acompañara.
Cumplido volvió el intermediario y me transmitió la posición de los supuestos secuestradores.
“Samper –dijo– había traicionado al pueblo porque para evitar su juzgamiento se le había entregado a los Estados Unidos. Gaviria era el responsable de la ruina de los agricultores y del fracaso de la economía con la apertura. Valdivieso también estaba entregado a los gringos, y era tanta su desvergüenza que en Puerto Rico instruían a sus fiscales para que vinieran a reprimir a los colombianos”.
Rescatar a Juan Carlos Gaviria
Requerían la entrega de Valdivieso para hacerle un juicio popular. Exigían del Gobierno un vuelco en su política económica y social para que fuera en favor del pueblo, una actitud de independencia frente a los Estados Unidos por parte del Gobierno y reclamaban la entrega de unas armas, cuya lista me entregaron. Ya era de noche. Le informé que debía disponer de tiempo para analizar la propuesta y consultarla con el presidente, pero que necesitaba la prueba de que ese grupo efectivamente tenía en su poder a Gaviria. Me preguntó qué clase de prueba quería. Tomé un ejemplar de El Tiempo que tenía a la mano y le dije: “Necesito una fotografía de Gaviria leyendo este periódico”. En eso quedamos.
Al otro día estuve muy ocupado y no pude visitar al presidente Samper. Le pedí una audiencia para hablar del tema. Tenía la agenda llena, pero le insistí diciéndole que era sobre el secuestro de Gaviria. Quedamos de vernos a las ocho de la noche. En su oficina hablamos largo rato sobre el caso. Le conté todo, incluida mi solicitud de una fotografía con el periódico del día anterior. Terminamos la conversación a las nueve y media de la noche porque Samper tenía la costumbre de mirar los noticieros que empezaban a esa hora. Salí para mi apartamento. Cuando llegué, Rosita me informó que me había buscado Samper y que lo llamara enseguida. Me comuniqué de inmediato. “Serpa, su pista es la correcta. En el noticiero de Yamid Amat acaban de publicar una fotografía de Gaviria leyendo El Tiempo de ayer. Véngase enseguida que ya llamé al ministro de Defensa”.
No les di ninguna información sobre mi interlocutor, ni siquiera la fecha de nuestra próxima cita. Sabía que cualquier imprudencia podría dañar la “negociación” y costarle la vida al secuestrado. Pero para esa nueva entrevista el nervioso era yo. Volví a hablar con el intermediario y de acuerdo con lo que habíamos conversado con el presidente, comencé a regatear con él, quien siempre actuó muy sereno, asegurando con frecuencia que él solo estaba cumpliendo un mandado.
La verdad es que no le veía cara de secuestrador. Lo primero que le dije fue que Valdivieso era innegociable, pues lo que él hacía era en cumplimiento de sus funciones constitucionales. Sobre Samper hablamos largo rato y en los argumentos que me presentaba había muchas contradicciones. A veces, por ejemplo, decía que las armas eran para apoyarlo en su lucha contra Estados Unidos. A propósito de ellas empecé a buscar acuerdos sobre número, modelos, marcas y demás referencias, con el ánimo de crear confianza, para llevarlo a unas condiciones que fueran aceptables y permitieran la libertad de Gaviria. Se llevó las propuestas y nos fijamos una nueva cita que sería a principios de la semana siguiente.
Ese fin de semana estuve muy pendiente y nervioso por lo que se avecinaba. Habíamos resuelto no compartir la información para no malograr las diligencias. Ese lunes a las siete de la mañana, como todas las semanas, se reunió en el ministerio del Interior la Junta de Inteligencia que habíamos creado con el anterior director del DAS, Ramiro Bejarano, para integrar las diferentes agencias de inteligencia del Estado.
Marco Tulio Gutiérrez era el nuevo director del DAS. A la reunión asistieron, entre otros, los generales Rosso José Serrano y Harold Bedoya, así como los comandantes de la Armada y la Fuerza Aérea Colombiana. Hablamos de diferentes temas. Había resuelto no comentar nada, pero eso iba en contra de mi insistencia para que cada agencia compartiera sus informaciones. Yo no representaba ninguna, es cierto, pero era el coordinador de la junta. De todas maneras, resolví poner el tema sobre el tapete. El general Serrano nos dijo que tenía muy buenas informaciones y que adelantaban unos seguimientos que los habían llevado a la cárcel y estaban vigilando a unos detenidos por subversión. Agregó que era muy probable que de un momento a otro dieran con el paradero de Gaviria, pues les habían proporcionado información fidedigna sobre uno de los jefes del secuestro al que seguían paso a paso. Le pregunté si él había visto a esa persona. Respondió que conocía las fotografías. Le pregunté si tenía barba y era un poco calvo y de mediana estatura. Respondió que sí. Le pregunté, además, si vestía de corbata y saco. Dijo que sí. El general me inquirió sobre el motivo de mis preguntas y le dije que era porque alguien me había estado hablando sobre un personaje de esas características, pero que no tenía mayor cosa que decir. Para mis adentros pensé: “Es el mismo hombre”.
Cuando salimos de la junta le conté lo que sabía al general Serrano y llamé enseguida al presidente. Me dijo que acababa de enterarse sobre algunas gestiones para la liberación que se estaban haciendo con la colaboración del gobierno cubano. “No haga nada y esperemos a ver qué pasa”. Un rato después me llamó para que aplazara la sesión de la votación de la Cámara de Representantes. Ese mismo día se logró la libertad de Juan Carlos Gaviria.
Al día siguiente, entre las personas que viajaron a Cuba como consecuencia de los acuerdos con los secuestradores, vi a mi interlocutor en la fotografía que publicaron los periódicos. Unas semanas después fui informado de que Hugo Antonio Toro, alias Bochica, era el cerebro del secuestro y había anunciado que su grupo me iba a matar, acusado de haber hecho seguir a mi visitante. Nunca lo hice.
Sobre la acusación al presidente ya se iba despejando el panorama. Pero faltaba lo peor, por lo menos para mí.
Con Valdivieso nos encontrábamos con alguna frecuencia para hablar del país, el gobierno, la justicia y las situaciones en las que de una u otra forma interveníamos y en ocasiones teníamos que coincidir. Eran unas conversaciones cordiales, francas, confidenciales, que muchas veces sirvieron para solucionar problemas de Estado o aclarar malentendidos. Ni siquiera teníamos que decirnos dónde nos encontraríamos. Solo el día y la hora. El lugar era un conocido restaurante al norte de Bogotá donde nos separaban un reservado y nos atendían con bastante discreción. No pretendíamos hacer sesiones secretas. A veces teníamos invitados. Una vez estuvimos cenando con el nobel Gabriel García Márquez y el ministro Armando Benedetti.
Por eso no me extrañó cuando me invitó a comer en compañía de Armando Sarmiento, el jefe nacional de fiscalías. A Armando lo conocía y estimaba de tiempo atrás. Cuando fui procurador lo invité a que se trasladara a Bogotá como agente del Ministerio Público ante el Tribunal de Orden Público. Había muchos motivos para no preocuparse con esa reunión.
Las cosas comenzaron a complicarse cuando al momento de los postres Valdivieso asumió una actitud muy tensa y me dijo que tenían el deber de comentarme algo oficial. Le pidió a Sarmiento que me dijera de qué se trataba: nada menos que de llamarme a rendir indagatoria. Me sorprendió el anuncio. Cuando me explicaron que les era preciso aclarar unas cosas sobre la financiación de la campaña, les pregunté que si era una averiguación de tipo preliminar. “No, es una indagatoria y debes llevar abogado, pues lo mejor es aclarar estas cuestiones de una vez para que no queden por ahí asuntos sin resolver. A ti te conviene más que así sea”, me respondió Valdivieso.
El susto de ir a la cárcel
El asunto me tomó por sorpresa y de inmediato reflexioné como penalista: “Si a esto han llegado siendo dizque tan amigos, es que me deben tener un guardado bastante grande y quién sabe cómo lo organizaron”.
En ese momento recordé a todos los que de una u otra manera me habían dicho que Valdivieso estaba decidido a quitarme del medio, para poder atacar con más eficacia a Samper. “Además, él va a ser candidato y lo ve a usted como uno de sus más fuertes rivales, de manera que prepárese”, me había dicho un agudo asesor político. También recordé una reunión social a la que semanas antes me invitaron varios poderosos periodistas antisamperistas, para sondear mi grado de solidaridad con el presidente. Allí había estado Valdivieso. Solo en ese momento comprendí que su asistencia no había sido tan inocente. Antes de que respondiera me dijeron que lo mismo les pasaría a Rodrigo Pardo y Juan Manuel Turbay.
Ya repuesto del “golpe” les dije con muy buenas maneras que les agradecía el favor de comunicarme la decisión de tan “amistosa” forma, y que habiendo sido juez y procurador entendía muy bien cuáles eran sus deberes y esperaba que los cumplieran a cabalidad.
No había nada más que hablar. De manera que me despedí muy cordial, disimulando gran tranquilidad. Pero por dentro estaba hirviendo. Cuando llegué al apartamento le dije a Rosita: “Amor, preparémonos porque me van a meter a la cárcel”. Y luego le expliqué que si se atrevían a llamarme a indagatoria era porque ya me habían constituido un acerbo probatorio grande, con el cual justificarían mi detención y mi acusación ante los jueces. “Es preciso que seamos muy fuertes; ayúdame a pensar cómo le contamos el asunto a los muchachos”. Esa noche empezó un calvario que se prolongó por varios meses.
El 13 de marzo de 1996 la noticia apareció en primera plana. Nunca quise polemizar a través de la prensa, ni referirme en términos descomedidos a la Fiscalía. Dije, simplemente, una y otra vez, que me valdría de los recursos de la ley para probar mi inocencia sobre cualquier cargo, que a esas horas no conocíamos.
Nos comunicamos entre los ministros señalados. El presidente nos llamó para hablar del tema. Si consideraba injusto y arbitrario mi propio caso, el de Pardo y Turbay me parecía exageradamente descabellado. Nunca estuvieron relacionados con cuestiones de dinero, ni de política, ni su función fue tomar decisiones fundamentales en cualquier orden.
Cada uno de nosotros le dijo al presidente lo que pensaba hacer. Sin vacilaciones le ofrecimos la renuncia. “Ni de vainas”, respondió. “Eso es injusto con ustedes que se han fajado a mi lado, y sería darle gusto a Valdivieso, quien se propone desmantelarme el gabinete con acciones judiciales”. Le agradecí sus palabras, pero le señalé que lo pensara bien porque lo iban a criticar cuando en el Consejo de Ministros hubiera tres en indagación y, luego, quién sabe si en la cárcel. “Me la juego”, agregó. Le informé que me iba a defender por mi cuenta.
Publicada la noticia me visitó Jaime Bernal Cuéllar en el ministerio del Interior. “Horacio –dijo– yo leí que no vas a nombrar abogado. Con gusto me ofrezco para representarte, sobre la base de que toda mi oficina estará a tu disposición. Sé que nada tienes qué deber y me gustaría ayudar a aclarar las cosas”. Fue providencial. Mi defensa quedó en sus manos y, posteriormente, en las de Gerardo Barbosa, cuando Bernal se desempeñó como procurador.
Para el día de la indagatoria me propuse enviar un mensaje al país a través de mi corbata.
Resulta que unos meses atrás, como estaban de moda las corbatas de animalitos, tuve la idea de enviar recados al país por medio de esas figuritas. En un debate en el Congreso, para denunciar un “mico” vestí una de monos saltando de palo en palo; en el debate sobre la moción de censura llevé una de cerdos; cuando El Tiempo publicó un editorial diciendo que se destaparan las candidaturas presidenciales con el título de “Patos al agua”, vestí una de patos. Para la indagatoria le pedí a Rosita que me comprara una de sapos. Esa mañana llegué con la respectiva corbata que causó muchísima risa a los periodistas; por docenas me esperaron a la entrada de la Fiscalía ante la Corte Suprema de Justicia. Por supuesto, la noticia fue “los sapos de la Fiscalía”.
Esa primera diligencia tardó catorce horas. Comencé diciendo: “Conocí al doctor Ernesto Samper en el año...”, y no paré sino cientos de hojas y varias escribientes después, cuando el fiscal me dijo que por la hora debía suspender la diligencia y aplazarla para otra fecha después de Semana Santa.
Opté por ser bastante explícito. Quería dejar bien clara mi vinculación con la política, mis relaciones con el presidente Samper, las labores que había desempeñado en la campaña y mis limpios antecedentes en treinta años de vida profesional, durante los cuales cumplí mis labores con honestidad y pulcritud.
Pero me sentía muy desdichado. En una de esas diligencias había estado cientos de veces como investigador criminal, juez y defensor, pero nunca como sindicado. Era deprimente. Aun cuando estaba convencido de que se trataba de un asunto politizado, me avergonzaba de alguna manera con el país. No soportaba que me vieran respondiendo acusaciones ante un fiscal por haber violado la ley. Y los cargos eran muchos. Casi una decena. Falsedad, encubrimiento, fraude procesal, enriquecimiento ilícito, ocultamiento de pruebas, y muchas conductas más.
En la familia vivíamos un infierno que cada uno trataba de disimular. Cuando llegaba a casa me daba cuenta de que Rosita y Sandra habían estado llorando. Rosita hija llamaba de mañana y tarde desde Barrancabermeja, donde estudiaba, y le contaba a su mamá la persecución de sus compañeras que la señalaban de tener un papá delincuente. Horacio José, para eludir a sus compañeros, se iba a mi oficina tan pronto salía de clases.
Yo trataba de concentrarme para hacer bien mi trabajo, pero siempre terminaba pensando en la indagatoria, en la cárcel y en el escándalo cuando me ingresaran esposado a la penitenciaría.
Fueron dos o tres ampliaciones de indagatoria al cabo de las cuales expliqué mis criterios y contesté las preguntas del fiscal y del agente del Ministerio Público. Mis colegas ya habían terminado sus exposiciones y solo quedaba esperar “la definición de la situación jurídica”.
Los días pasaban y nada que salía la determinación. Una vez llegaron en tropel a la oficina mis mejores amigos del Senado, con la idea de que mi detención era inminente. Me dije: “Cuando el río suena, piedras lleva” y lo mejor es estar listo para lo que sea. Le pedí a Flor María que me comprara un par de sudaderas. Para esa noche me propuse seleccionar unos buenos libros y alistar mi computador portátil. Pensaba que pronto estaría detenido en Aquimindia, la escuela de formación del DAS.
Esa noche tuvimos en la casa un rato de esparcimiento porque cuando llegué con las sudaderas y fui a guardarlas en un clóset que poco se utilizaba, me encontré con que estaba lleno con sudaderas, toallas, tenis y hasta un pequeño equipo de sonido. Rosita había comprado ese equipamiento “por si acaso”. Reímos mucho con nuestros mutuos ocultamientos.
Samper llamó temprano la mañana siguiente y me pidió que lo acompañara a una ceremonia a la Escuela de Policía General Santander, pues era preciso que abordáramos un asunto impostergable con el general Serrano. Quedé sorprendido cuando el general nos llevó al dormitorio de los oficiales para enseñarme la habitación que, por instrucciones de Samper, había arreglado para cuando se produjera mi detención. A esas alturas ya estaba bastante condicionado, más que resignado, al carcelazo. Le volví a decir al presidente que no dejara meter preso a un ministro suyo, y le reiteré mi renuncia. No la aceptó.
Después de todos esos avatares y muchas desgraciadas, tortuosas y afrentosas situaciones, nadie podía esperar que me mantuviera muy serio cuando supe que todos los cargos habían sido desestimados. Únicamente se profirió una medida de precautelamiento, consistente en informar a la Fiscalía mis cambios de domicilio y las salidas al exterior como incurso en un posible delito de encubrimiento. Tan solo quedó la sospecha de que en algún momento de la campaña o posterior a ella me había enterado de la financiación ilegal y no la había denunciado oportunamente. También era un cargo infundado.
Durante todo ese tiempo, que fueron cerca de tres meses, nunca volví a hablar con Valdivieso. Las cuentas habían salido claras en el aspecto judicial, pero en el alma habían quedado muchas cicatrices. Fue el momento más amargo de mi vida y el de mayor desasosiego que hemos pasado en la familia, que no desfalleció gracias a los consejos y voces de aliento de mamá, el apoyo afectivo de mi suegra y la fortaleza de Rosita. Mis hijos sufrieron mucho, pero fueron valientes y me dieron mucho afecto.
A esa fecha, para todos era seguro el lanzamiento de la campaña de Valdivieso. Las circunstancias de la política lo favorecían y solo estaba pendiente su renuncia. La presentó el 8 de mayo de 1997.
De inmediato convocó a los medios a un acto en el Centro de Convenciones de Bogotá donde hizo una moderna presentación de su aspiración, que muchos consideraban ganadora. No faltaron las referencias al gobierno de Samper, concretas unas y veladas otras.
Yo observaba entre intrigado y receloso. Mi aspiración ya era un hecho también, aun cuando nada tenía preparado. Sabía que asumir una campaña presidencial era ponerme de blanco de todos los resentimientos, pero me sentía capaz de hacerlo. No tenía ninguna seguridad de que podría ganar, pero sí estaba convencido de que debía dar esa batalla.
Samper no estaba tan seguro de que valiera la pena hacer ese esfuerzo. Fueron tantos los problemas que le tocó sortear que se sentía desmotivado de la función pública. Cuando lo visité para decirle que era definitiva mi decisión de retirarme, me repitió que volviera a pensar en quedarme y acompañarlo hasta el final de su mandato. Ya no había marcha atrás porque se acercaba la fecha de la inhabilidad, y al día siguiente le enviaría la carta de dimisión. Le pedí que solo la hiciera pública cuando yo me encontrara en Barrancabermeja. En ese momento convocaría una rueda de prensa para anunciar mi aspiración desde la ciudad a la que tanto debía en mi carrera política. Nos despedimos con un abrazo y quedamos de estar en comunicación.