NARIÑO
Golpizas, asesinatos y barbarie: la dramática historia de los centros de tortura en Nariño
SEMANA revela los desgarradores relatos de los familiares de quienes fueron asesinados en dos supuestos centros de rehabilitación en Ipiales. Golpizas y actos de barbarie eran una constante.
Joan Sebastián Lozada Martínez alcanzó a suplicar por su vida más de 48 horas. “¡Por Dios, ayúdenme, llamen a mi mamá, que venga por mí!”, decía con insistencia antes de caer desmayado producto de una golpiza y actos de tortura. Le fracturaron el cráneo provocándole un derrame de al menos un litro de sangre sobre su cerebro. Al joven, de apenas 19 años, lo molieron a golpes hasta que su cuerpo llegó a tal extremo de debilidad que no tuvo fuerzas suficientes para retener su alma. A Joan Sebastián lo mataron.
El caso sucedió en junio de 2021, seis meses atrás, pero apenas se conoció la semana pasada cuando la Fiscalía informó que en Ipiales, Nariño, existían dos fundaciones de supuesta rehabilitación de jóvenes drogadictos. Sin embargo, esos lugares eran verdaderos centros de tortura.
El ente investigador señaló que las torturas ocurrían desde enero de 2020 en las fundaciones Ría Nazareno y Proyectos Vida, propiedad de los hermanos Jaime Alberto y Álex Andrés Benítez Benavides. Ellos fueron capturados y enviados a la cárcel junto con otras siete personas que trabajaban como cuidadores y supuestos profesionales de la salud.
Joan Sebastián llegó por azar a la fundación Ría Nazareno en abril de 2021. Se maldecía constantemente por haber caído en el mundo de las drogas y quería cambiar su realidad sin importar las consecuencias. Vivía en Pasto con su mamá, Aura Alicia Martínez, quien lo animó a tomar la decisión final. Ella consiguió los 400.000 pesos para el pago de la fundación, le compró los pasajes a Ipiales y lo dejó marchar con la ilusión de que, a la vuelta, vería a un hombre nuevo. Nada de eso ocurrió.
Los jóvenes internados no podían recibir visitas, tampoco llamar a sus familiares. Permanecían en un aislamiento extremo, a merced de las personas que los debían cuidar. Esos cuidadores, que no tenían ninguna carrera afín con el sector de la salud o de rehabilitación de pacientes con adicciones, eran sus verdugos.
Golpeaban a los internos por cualquier falta, la comida era racionada a una pequeña porción diaria y, cuando los castigos eran severos, los amarraban por días a una columna de hierro donde los mojaban y luego golpeaban con una tabla seca. A Joan Sebastián quisieron atarlo a la columna, pero él no se dejó. Eso desató la furia de los cuidadores y lo golpearon hasta dejarlo al borde de la muerte. Así permaneció 48 horas implorando que llamaran a su mamá; era su último deseo. Al verlo deteriorado físicamente, lo llevaron a la Clínica Las Lajas, de Ipiales. Dijeron que era un habitante de calle y no tenían más datos.
“Me llamó el señor Benítez y me dijo que mi hijo entró en un estado de ansiedad, que empezó a autoagredirse y darse golpes en la cabeza, que quedó mal. ‘Lo acostamos y se cayó del camarote, por eso me tocó traerlo a la clínica’, me dijo”, cuenta Aura. Pero su pálpito de madre no le permitía creer esa versión.
Horas después, la contactó la trabajadora social de la clínica y le explicó que no solo se trataba de simples golpes, sino de un panorama de salud mucho más serio: Sebastián llegó sin signos vitales; con un trauma craneoencefálico severo fue reanimado e ingresado a cirugía. Le cosieron 700 puntos y le drenaron 11 mililitros de sangre.
“Mi hijo quedó en coma varios días; posteriormente, reaccionó un par de días y aprovecho para preguntarle qué había pasado, pero él no tenía habla por el golpe tan fuerte. Entonces, le dije que me comunicara de alguna manera: que si las respuestas eran sí, que me apretara la mano. Le pregunté ¿a ti te golpearon? Y él me apretó. Entonces, le pregunté si eran compañeros, él no me apretó la mano. Le respondí que si eran los cuidadores, y él me apretó la mano”, relata Aura.
El día después de esa corta conversación de señales, Joan Sebastián murió de un paro cardiorrespiratorio. La necropsia mostró que no solamente tenía dos grandes hematomas en la cabeza, sino fractura de tabique, columna vertebral, así como golpes desde los tobillos hasta la frente.
Aura recibió una llamada anónima una semana después. Un joven que logró escapar de la fundación le contó todo lo que hicieron con Joan Sebastián: “Me dijo que lo bajaron de la habitación entre cuatro personas, lo arrastraron, patearon, hasta que él se puso en posición fetal; entonces, una tal Maira le pegó una patada en la cara y le fracturó el tabique, lo dominaron, lo agarraron, lo amarraron contra una columna, le pegaron con una tabla. Todo eso mientras se reían y le decían malas palabras. Cuando ya lo soltaron de la columna, mi hijo cayó con todo su cuerpo hacia atrás. Mi hijo les suplicaba que me llamaran para que lo fuera a traer, porque se sentía muy mal ‘¡Por Dios, ayúdenme!’, les decía”.
Desde ese momento, Aura se instaló en Ipiales con el propósito de obtener evidencias para denunciar el asesinato de su hijo. Recogió testimonios de quienes lograron salir con vida de la fundación, contactó a dos familias más que también perdieron a un ser querido en iguales circunstancias en esa misma entidad.
La Fiscalía especificó que, sumado a los golpes, los jóvenes eran obligados a tomar su propia orina y sometidos también a maltrato psicológico; pero la descripción se quedó corta, porque lo informado es apenas la punta del iceberg de lo que vivieron quienes estuvieron –y murieron– en esas fundaciones.
Los otros muertos
Darío Jiménez Guamantico fue entregado a su familia en noviembre de 2020. Lo enviaron con un desconocido, como si fuera un paquete. Pesaba 30 kilos menos desde la última vez que lo vieron, seis meses atrás; no podía caminar, utilizaba pañales y no podía hablar. Solo se comunicaba con miradas y lágrimas. Doce horas después murió de desnutrición crónica. Nadie les dio explicaciones, solo lo enviaron de vuelta de la fundación Proyectos Vida, porque ya no podían tenerlo ahí.
Sus ganas de superar la adicción a las drogas fueron contrarrestadas con torturas. “Él fue devuelto irreconocible. Le preguntaba ¿qué había pasado?, pero él no podía hablar, solo lloraba. A mi hermano lo mataron de hambre en ese lugar”, dice Diana Guamantico.
En la fundación les negaban el derecho a la alimentación, a pesar de que los familiares pagaban entre 300.000 y 400.000 pesos mensuales para la atención de los internos. La comida era escasa, a veces se limitaba a un trozo de pan con agua de panela por día.
A Daniel Andrés Salazar también lo mataron a golpes. Su mamá, Mónica Aza, alcanzó a verlo con vida en el hospital. Estaba temeroso de denunciar, pues lo amenazaron con asesinar a sus familiares si contaba algo. Murió en silencio con la firme certeza de que con su dolor salvaba la vida de otros. Salvaba a quienes quería.
Los abusos
Juan Carlos Riascos estuvo un mes internado en la fundación Ría Nazareno. En ese tiempo, le cortaron parte de la lengua por hacer una llamada sin permiso para denunciar los vejámenes, lo hicieron arrodillar un día entero sobre alambres de púas –situación que ahora le impide la movilidad plena–, lo obligaron a tomar orina de cerdo y también a ser testigo de cómo uno de los dueños del lugar violaba a su hermana, una paciente psiquiátrica internada en ese mismo sitio.
“Ella no se podía defender y este señor la violaba. Un día la tiró de un tercer piso, yo trataba de denunciar todo eso, pero me golpeaban, se burlaban de mí porque yo soy homosexual. Nos torturaban y abusaban. Yo aún tengo las secuelas de todo eso. Ya no soy el mismo”, dice Juan Carlos, quien aún no ha recibido apoyo psicológico.
Juan Carlos vio cómo mataban a Joan Sebastián a golpes, lo vio llorar y suplicar para ver a su mamá. No pudo hacer más que acostarlo en el camarote de solo tablas, sin colchón, en el que dormían hasta seis personas. Fue testigo de su agonía. Todos sabían que moriría de dolor, pero nadie se atrevía a levantar la voz, porque en aquella fundación del horror las palabras eran una sentencia de muerte.