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HAMBRE: el sufrimiento de miles de colombianos en medio de la pandemia
Miles de colombianos están aguantando hambre. Los hogares donde solo se consume una comida al día pasaron de 55.915 a 287.473. Además, 3,2 millones de familias solo están comiendo dos veces al día. Hay que detener esta crisis.
I
Hay que bajar por las estrechas calles del barrio El Pesebre de Medellín –unas calles repetidas, que aparecen en todas las laderas, en todos los barrios que crecieron por la fuerza de la necesidad– y llegar hasta el nivel del cauce de la quebrada La Iguaná. Hace algunos meses, aquí se incubó el coronavirus, decenas tuvieron la enfermedad que no se podía contener por cuestiones prácticas: ¿cómo permanecer encerrados en casas de pocos metros cuadrados donde la necesidad más apremiante es conseguir alimento? Aquí opera la ley del más fuerte: las bandas delincuenciales imponen extorsiones a todas las tiendas, a las ferreterías, peluquerías y cuanto negocio aparezca; hay vendedores de grandes empresas que tienen prohibida la entrada, pues pueden morir por no pagar el impuesto criminal, y por eso cada vez que espera una visita, Denis Orrego se para en la mitad de la calle a vigilar que quienes llegan no tengan ningún problema.
Orrego es una mujer de 52 años, que ya hace varios años encontró destino y vive en una casa de tres niveles en la que en cada piso vive una parte de su familia. En el primero, la madre –de 89 años y un examen pendiente para comprobar si tiene coronavirus– y una hermana de 58 años; en el segundo viven otras dos hermanas y, finalmente, en el tercero vive ella con dos nietas que cursan el bachillerato. Adentro, en el primer piso, la madre y la hermana mayor explican que llevan todo el día tratando de comunicarse con la entidad prestadora de salud para que les hagan una prueba covid, pero que es imposible, y entonces Denis Orrego dice que ya todas tuvieron la enfermedad, pero que la madre se siente muy mal desde hace varios días.
Orrego dice que desde que empezó la pandemia no trabaja. Hacía aseo en algunas casas, igual que su hermana, pero desde entonces no logra conseguir trabajo, y ni siquiera la reactivación económica le devolvió el empleo. Nadie está trabajando en esta casa de tres pisos. Todo empeoró porque a las pocas semanas de que se decretara la cuarentena, la depresión leve que tenía se transformó en severa y le recetaron tres medicamentos que suelen paralizarla. Sobrevive porque hace parte de la iglesia bautista Alas de Salvación, desde donde le envían mercado o alguna ayuda económica.
“Muchas veces no cenamos. Al almuerzo comemos una sopa y en la noche solo una aguapanela. ¿Que de qué es la sopa? De lo que haya. Por lo general es agua y pastas sin aliños, sin cebolla, sin tomate. No tenemos más”, advierte Orrego, y su hermana y su madre dicen que todo es verdad, que han sobrevivido gracias a la caridad de la iglesia, “almorzamos un caldo de papas y, si queda, lo mismo comemos en la noche”.
Tendencias
La madre, por tener 89 años, recibe un subsidio de la Alcaldía por 80.000 pesos, que se gasta en la pipeta de gas que tienen que comprar para poder cocinar. El problema es que todo es más caro por cuenta de las bandas criminales que controlan el mercado con las extorsiones. “Sí, uno aguanta hambre, pero también todo está muy caro. Una bolsa de leche pasó de valer 3.000 pesos a valer 3.200, esos 200 a uno le servían para completar para unos tomates o para una cebolla”.
En Medellín existen 110.043 hogares con gran vulnerabilidad, de los cuales la Alcaldía ha podido acompañar al 36 por ciento, que son 39.595. Pero nunca es suficiente y Denis Orrego y su familia son una confirmación. Por las calles, los niños le gritan a Denis “profe, profe” y ella se despide como si fuera una reina de belleza. Todos la quieren y ella cuenta que apoya a una fundación cristiana que hace actividades todos los fines de semana, los niños acuden en masa desde hace varias semanas a las reuniones y por lo primero que preguntan es por el refrigerio. “Mucha gente en este barrio pasa hambre, y el hambre no lo deja a uno hacer nada”, dice Denis Orrego.
Ahora la pandemia es el hambre. Y el hambre arroja a los ciudadanos a las calles, porque quien tiene verdadera hambre es capaz de lo impensado. Antes de la pandemia, el 88,9 por ciento de los hogares colombianos consumían tres comidas al día, pero según los datos que arroja la encuesta Pulso Social, del Dane, en septiembre solo el 72,3 por ciento de los hogares contó con las tres comidas. No se sabe de qué se tratan esas tres comidas, ni si tienen las vitaminas y los nutrientes necesarios, porque las encuestas siempre tienen ese lado B, algo que no se puede acceder por medio de la estadística. Pero hay datos que reflejan que miles de familias la están pasando muy mal: el 25,2 por ciento de los hogares comió dos veces al día y el 2,6 por ciento una vez o menos.
II
Camilo Ernesto Pirela, de 50 años, no ha encontrado otra manera para sobrevivir que pidiendo alimentos vencidos en los supermercados. Su alacena se llena con lo que otros no se atreven a probar porque le temen a una intoxicación o al mal sabor en la boca. Vive en el barrio La Reforma Baja, en Usme, donde ya lo conocen los empleados de las tiendas y supermercados y le guardan alimentos que ya empiezan a descomponerse o bolsas de cualquier cosa que se rompen al almacenarlas.
Camilo tiene un hijo que se llama Neiler Camilo y cumplirá dos años el próximo 15 de diciembre, pero su apariencia es la de un bebé de no más de un año: enjuto y pequeño. Sus teteros, en vez de leche, son una preparación licuada de arroz o pasta hervida con agua, azúcar o panela. A duras penas el padre consigue eso y alguna que otra cosa para la única comida del día. Así ven llegar la noche él, su esposa Amelis y el pequeño Camilo. Al día siguiente el ciclo se repite. Hay largas caminatas para pedir verduras dañadas, bolsas de arroz vencido, pasta o harina.
“El día que comemos dos veces, nos sentimos en abundancia. A veces solo almorzamos, aunque es preferible cenar, porque acostarse sin nada en el estómago significa no poder dormir”, dice este hombre de cabello platinado que asegura haber perdido más de 50 kilos en los dos años que lleva viviendo en Colombia. No siempre fue así. En San Francisco, del estado Zulia (Venezuela), antes de venir al país, Camilo fue concejal dos veces por partidos de oposición y administró un hotel y una estación de servicio. También aprendió de servicio social ejecutando programas de mercados de alimentos y jornadas de salud en comunidades vulnerables. Paradójicamente ahora, en la capital colombiana, es uno de los 17 millones de pobres que buscan cómo subsistir cada día.
Camilo tiene 50 años y dos hijas más de 10 y 14 años. Ellas no viven con él, no tenía cómo darles de comer. “Perdí la cuenta de las veces que busqué empleo en restaurantes o en locales comerciales. Con solo hablar me rechazaban por mi acento venezolano o por mi edad”. Vendió empanadas, helados en los buses del TransMilenio y cuanta cosa podía por la calle. Su situación se hizo más dura cuando empezó la pandemia. En los momentos de desesperación piensa en regresar a Venezuela. Recapacita cuando piensa en los peligros de caminar de vuelta con sus hijos. No quiere exponerse al contagio de la covid-19 o de cualquier otra enfermedad en las carpas de aislamiento dispuestas en la frontera por el Gobierno de Nicolás Maduro.
Camilo trabaja ocasionalmente lavando carros y haciendo aseo en tiendas de verduras, donde gana unos 8.000 pesos al día. Paga 300.000 pesos de arriendo y debe cuatro meses. En Venezuela tenía una vida de comodidades que fue cambiando lentamente por la hiperinflación y la crisis humanitaria compleja que ha forzado a más de cinco millones de venezolanos a huir de su país en los últimos cinco años. No estaba acostumbrado a pedir ayuda a los vecinos. No le gusta pedir alimentos, pero ha tenido que hacerlo por sus hijos. “Si tengo que pedir una papa sancochada para comer, la pido. Es preferible decir que uno tiene hambre que hacer algún daño”, dice parado en la pequeña cocina de su casa, de apenas unos pocos metros cuadrados, mientras prepara un amasijo de harina con azúcar para el tetero del bebé.
Uno de cada cuatro hogares hoy pasa hambre o están subalimentados. La situación es más dramática en algunas ciudades del Caribe. En Cartagena, Barranquilla, Santa Marta y Sincelejo más de la mitad de los hogares no tiene cómo asegurar las tres comidas diarias. Por el contrario, Bucaramanga se convirtió en la ciudad donde hubo una menor afectación por este flagelo, mientras que en Cúcuta fue donde más creció el hambre. Los hogares donde solo se puede comer menos de una vez al día se dispararon con la pandemia al pasar de 3.702 a 33.490. Los que alcanzan a consumir una comida al día pasaron de 55.915 antes de la pandemia a 287.473 en septiembre. Mientras que los hogares con dos comidas al día pasaron alrededor de 1,3 a 3,2 millones.
III
Fabián Maldonado, un reconocido payaso del sur de Barranquilla, colgó los coloridos trajes para rebuscar dinero en la calle y darle de comer a su hija de dos años y al resto de la familia. El tipo alegre, positivo y dicharachero desapareció tras la amargura de la necesidad. Él, un experimentado payaso que por más de 20 años ha vivido de fiesta en fiesta, tuvo que resignarse a guardar en el armario los zapatos gigantes y los trajes coloridos, fue el camino que encontró para que su pequeña hija Michelle no se muriera de hambre durante los días de encierro total.
Carcajadas es el nombre artístico de Fabián, vive en el barrio Santo Domingo de Guzmán, en el sur de Barranquilla. Además de su niña y otro hijo de 14 años, comparte un pequeño apartamento con su esposa y sus suegros. Aunque no tiene que pagar arriendo, la obligación de los servicios y la alimentación se le ha convertido en una carga insostenible porque sus ingresos dependen del trabajo en las fiestas y los eventos culturales. De ganarse un millón y medio de pesos mensualmente, Fabián pasó a ceros.
Los primeros días de la cuarentena vendió huevos, verduras e hizo domicilios. Días después reunió un dinero y empezó a vender cactus diminutos en materitas pequeñas que él mismo decoraba. Pero cada día la situación era más crítica, Fabián cree que la incertidumbre de no saber qué iba a pasar hizo que mucha gente prefiriera guardar dinero y alimentos. Pensó en caminar por las calles del mercado, en el centro de la ciudad, para recoger sobras de las bolsas que botan los vendedores. Luego se le ocurrió hacer pequeños shows virtuales a cambio de alimentos, el canje era simple, por una pequeña felicitación para un cumplimentado recibían una bolsa de arroz, lentejas, cualquier cosa que sirviera.
Fabián se hizo payaso a los 18 años, cuando se ganaba la vida en las calles rifando pequeños cuadros, a cambio de monedas lanzadas por los transeúntes. Fue en esos días cuando el dueño de un circo lo invitó a trabajar de librea, que no es más que una especie de todero, lo mismo vendedor de tiquetes en la entrada del espectáculo, ayudante a subir a la trapecista, o hacer de extra en el show de los payasos.
Dos décadas después de su debut artístico, en tono jocoso dice que los días duros del encierro y el hambre le han servido hasta para crear un nuevo recetario, como la colada de espaguetis con guayaba, que se convirtió en fiel compañera de los teteros de su hija. “A cambio del trabajo del día en los negocios del barrio, me daban paquetes de espaguetis y yo le pedía al dueño de la verdulera que me regalara las guayabas que ya se estaban pudriendo. Eso los poníamos a cocinar y luego lo licuábamos. A veces solo alcanzaba para Michelle, pero con eso quedábamos tranquilos”.
Varios de esos días duros solo podían hacer una sola comida. Preparaban un buen almuerzo “bien reforzado” y con eso había que aguantar hasta la mañana siguiente. “Lo lleva a pensar a uno qué va a pasar con los niños, porque uno adulto siente que puede aguantar más. La bebé pide sus teteros y uno no sabe cómo solucionar eso”, cuenta. Como Fabián y su familia, durante la cuarentena 414.014 personas consumieron menos de una o dos comidas diarias en Barranquilla. En el punto más crítico de la pandemia duraron más de 24 horas sin probar bocado. Eso sí, siempre trataron de buscar soluciones, aunque fuera haciendo cosas a las que no estaban acostumbrados, como pedir ayuda. “Eso es fuerte”, dice Carcajadas.
Más de 12,3 millones de personas en el país tienen días en los que aguantan hambre, más de 2,5 veces el número de personas que sufrían de hambre en el país antes de la pandemia. Y si bien es en las ciudades de la costa donde un mayor porcentaje de los hogares no tienen acceso a las tres comidas diarias, en las grandes capitales –por el tamaño de su población– es donde más personas pasan hambre. Según el Pulso Social, 1,15 millones de hogares en Bogotá no tienen acceso a las tres comidas, 477.000 en Medellín, 414.000 en Barranquilla y 372.000 en Cali. Esto significa que el 69 por ciento de los hogares que pasan hambre está en alguna de estas cuatro ciudades.
IV
El sustento de Mercedes Ruiz es un pedazo de tierra junto al páramo El Rabanal, donde de tanto frío solo se puede cultivar papa. Ningún otro fruto resiste la humedad del suelo y las temperaturas heladas que bajan con la niebla, que tiende su velo sobre la media fanegada de terreno empinado que heredó de su madre. Mercedes habla de la papa como si lo hiciera de una comadre con quien ha compartido 35 años de dichas y tristezas. Este 2020 solo le ha traído pesares: precios bajos, cargas perdidas y bultos sin vender con los que alimentar a los animales. Desde hace dos meses en su mesa solo se sirve papa, no hay plata para carne.
“Cuando la papita vale, la gente se puede hasta vestir”, dice Mercedes, como disculpando a la papa por los malos ratos. Este año, el precio cayó a cifras históricas de 15.000 o 16.000 pesos por carga. Las más de 100.000 familias colombianas que dependen del cultivo perdieron sus inversiones. Fue como si sus cosechas enteras se hubieran caído por un barranco. Hoy un kilo de papa cuesta 160 pesos: ¿cómo sobrevivir cuando los costos de producción son en promedio de 600? En la casa de Mercedes, en la vereda Albarracín del municipio de Ventaquemada, viven ella, su esposo y su hija de 13 años. Los tres dependen de la papa. “Yo no sé hacer nada más que sembrar –cuenta Inés con tono de desespero–. Apenas pude terminar quinto de primaria. Tengo 53 años y desde los siete trabajo la tierra. Porque en mi pueblo las mujeres solo tienen dos opciones: echar azadón o preparar arepas”.
No se augura nada bueno con los precios de la papa y la arveja por el piso y los locales de arepas golpeados por la pandemia. Mercedes cuenta con un presupuesto de 80.000 pesos para el mercado de todo un mes. Compra sal, panela, lentejas, arroz y aceite. No alcanza para más. Las pocas gallinas que tiene le dan los huevos, y la vaca, que ordeña todos los días a las seis de la mañana, la leche para la familia. Hace más de un mes no saborea el dulzor de las frutas. “Ni pensar en comprar unas moras, unas guayabas, unos mangos, más que sea para un juguito”. La carne también es un lujo que no se puede dar. A falta de dinero para consumirla, suele comprar por 4.000 pesos dos libras de hueso en las carnicerías de Ventaquemada. “De todas maneras –dice– el hueso le da algo de sabor a la sopa”.
El hambre también revela la inequidad en materia de género. Las familias que pasan hambre tienen mayoritariamente como cabeza de hogar a mujeres jóvenes, sin educación o que apenas han logrado terminar su bachillerato. La mitad de estas están integradas por cuatro o más miembros, otro 22 por ciento son hogares de tres personas y el 18 por ciento son familias de dos personas. Si bien se supondría que quienes pasan hambre son solo las familias pobres, dos terceras partes de los hogares que no alcanzan a tener sus tres comidas son catalogados como no pobres por el mismo Dane, lo que señala una contradicción, una metodología extraña que no termina de medir bien la inequidad.
El hambre en la ‘despensa’ del mundo
Mientras uno de cada cuatro hogares no tiene las tres comidas diarias, según el Dane, el país sigue viendo escenas de campesinos a orillas de las carreteras intentando vender sus productos agrícolas: papa, maíz, yuca, plátano y frutas al precio que les quieran dar.
Toda una paradoja que en un país con capacidad de producir tanta comida, haya gente pasando hambre. Para los expertos, las causas no son los TLC o las importaciones de alimentos. Es un problema más complejo que va desde baja demanda, la falta de ingresos de un segmento importante de la población, fallas en la estructura de comercialización, deficiencias en el modelo de financiación, debilidades en la infraestructura y hasta falta de planificación para que las siembras coincidan con la demanda. Todo esto se agravó por la pandemia y también en el campo hay hambre. La producción agropecuaria estaba planeada para un año en normalidad, pero el coronavirus y las medidas de aislamiento “nos dejaron sin consumidores”, dice el presidente de la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC), Jorge Enrique Bedoya. Y aunque el sector agropecuario no paró, hoy está pagando las consecuencias de una drástica caída en la demanda.
Ante el frenazo de la economía se produjo una fuerte pérdida de ingresos en muchos hogares, sobre todo en los informales que viven en el día a día, mientras en otros aumentó el desempleo y la inactividad, que hoy está alrededor del 20 por ciento.
El cierre de la economía afectó también la distribución de alimentos en hoteles, restaurantes, cafeterías, colegios y universidades. Cayó toda la comida fuera del hogar, desde el corrientazo hasta los grandes restaurantes. Solo en el caso de la papa, el 30 por ciento de la producción va para ese canal, que sufrió por las cuarentenas.
Para Bedoya la solución es seguir reactivando el consumo con la reapertura de los sectores, incluyendo hoteles y restaurantes, eso sí, con todas las normas de bioseguridad, y evitar nuevos confinamientos. También pidió acelerar las obras públicas y el gasto estatal en carreteras y VIS, para ponerle plata en los bolsillos a la gente y lograr que vuelva a consumir con la misma frecuencia.
El drama de la pobreza oculta en Bogotá
Una de las caras más dramáticas que está dejando la pandemia es la que muestra la pobreza oculta en Colombia. Se le llama así a la situación que enfrenta una persona o grupo familiar que ha tenido ingresos, un buen nivel de vida e incluso ha acumulado un patrimonio inmobiliario, como una casa o vehículos, pero por cuenta de la pérdida de empleo o una quiebra enfrenta profundas dificultades económicas.
El hecho de que un choque así signifique llevar a la pobreza a una persona muestra la enorme vulnerabilidad que tiene una parte de la población que ni siquiera habiendo tenido éxito empresarial puede cantar victoria.
Una investigación de la Secretaría de Integración Social del Distrito en 2019 y con base en los datos de la Encuesta Multipropósito de Bogotá (EMPB) 2017, la situación de pobreza oculta en la capital es más grave de lo que muchos piensan.
En total hay 16 por ciento de hogares que sufren de la condición de pobres ocultos y hay casos dramáticos en Usme y Tunjuelito, donde la pobreza oculta puede tener una incidencia del 30,7 y 26,5 por ciento respectivamente.
Se destaca que el estudio de la situación social de los capitalinos desde la perspectiva del Índice de Pobreza Multidimensional arroja que apenas 4,8 por ciento de los hogares sufre esta condición. Eso pone en evidencia una de las dificultades a la hora de estudiar el fenómeno y diseñar políticas para enfrentarlo: es un problema que no se identifica ni se revela a simple vista. Muchas veces son pobres vergonzantes.
El país está despertando a una realidad: la pandemia ha golpeado el balance de muchas familias y eso las ha llevado a la pobreza y a impactar su capacidad de financiar los consumos más básicos, como el mercado diario. El fenómeno se daba antes del confinamiento, no afecta solo a las personas de los estratos bajos y se agudizó con la pandemia. En los estratos medios y altos se ha generalizado también la situación de pobreza oculta que afecta a personas que no están en el radar de las políticas sociales. Las alertas están encendidas.