Historias
“Hay cosas que no se cierran”, una historia de luto en la pandemia
La historia de un médico que no sobrevivió a la covid-19 y el relato paralelo de su esposa, quien cuatro meses después, recuerda cada detalle de sus últimas semanas.
Cuando regresó a Villavicencio después de pasar varios días en Bogotá, Carolina entendió que César, su esposo, a quien conoció cuando tenía 13 años y con quien compartió 20 años de su vida, ya no estaría más. Gritó, gritó y gritó. Lloró de dolor. Sintió su ausencia, que aun hoy está con ella, y sigue viviendo el luto en medio de una pandemia que impide los abrazos, los encuentros, las despedidas jamás imaginadas.
El doctor Pacheco permaneció casi 9 meses viviendo solo en una habitación, pues trabajaba en el Hospital de Villavicencio y en otra entidad en el área de triage respiratorio, y temía por el posible contagio de su esposa y de sus tres hijos de 19, 16 y 5 años. Cuando él le dijo a Carolina que se iba, algo la hizo sentir que debía despedirse, porque en el fondo, sabía que no volverían a vivir juntos.
El sábado 17 de octubre, César le contó a su esposa por un mensaje de WhatsApp que se sentía mal. Tenía fiebre, congestión, dolor de cabeza y una semana después, al no mejorar, se lo llevó una ambulancia. Menos de 48 horas más tarde, lo ingresaron a UCI en el hospital, desde donde seguía contándole a su esposa sobre la covid-19 que lo había agredido y que no estaba progresando satisfactoriamente.
Todo se sintió rápido, no pasó mucho tiempo y ya lo estaban trasladando a Bogotá, a la Clínica Santa María del Lago. Al llegar, Carolina, tuvo que entrar por una puerta diferente y cuando subió a la zona de uci, ya habían ingresado a César. “Yo me puse a llorar, porque yo sentía como si lo hubiera defraudado, lo dejé ahí”. Esa fue la última vez que lo vio despierto en persona.
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La mujer se quedó en un hotel durante días, solo a la espera de la llamada diaria en la que le daban reportes de la salud de César, quien le había dicho que no quería que lo intubaran, porque temía lo que podría pasarle en ese caso. Sin embargo, los médicos le explicaron a ella que no había otra salida, incluso, que la terapia ECMO, una extracorpórea y menos invasiva, ya no era una opción para su pareja.
Los papás de César llegaron a Bogotá y se acompañaron mutuamente en ese trasegar que cada día parecía más oscuro. En otra ambulancia, se lo llevaron a la Fundación Cardioinfantil y Carolina lo vio conectado y con la cara tapada, “la vida es tan frágil en ese momento”.
Un día iba bien, al siguiente iba mal, pero no se veía un cambio real en su salud. Tuvo infecciones intrahospitalarias, no le sirvieron los antibióticos, tuvo neumonía; se acumularon demasiadas cosas que no permitieron que respondiera a los esfuerzos de los profesionales de la salud.
Cuatro días antes de la muerte de César, se sumó a los otros 215 profesionales de la salud fallecidos en la pandemia, la uci en la que estaba fue declarada no covid, razón por la que Carolina pudo ingresar y pasar tiempo con él. Estaba inconsciente, intubado desde el 1 de noviembre, pero ella le ponía el teléfono en la oreja y llamaba a sus amigos, familiares, con la esperanza de que sus voces animaran a su esposo, pensaba que quizás él despertaría de repente.
El miércoles 25 de noviembre, Carolina recibió una llamada de la doctora que estaba atendiendo a César. Le dijo que fuera de inmediato a la fundación. “Me alisté, me fui para allá y cuando llegué se me hizo muy raro porque no me dejaron entrar. Salieron las enfermeras y me dijeron que esperara a la doctora Estefanía. Salió, puso sus manos atrás y me dijo ‘Carolina, lo siento mucho. César acaba de fallecer’”, recuerda, poniendo sus brazos atrás, como lo hizo ese día la médica.
Sintió que perdió el control. Les dio golpes a las paredes y pidió que la dejaran entrar a donde estaba Cesar. Sentía que, si lo veía, lo encontraría todavía conectado, vivo. No fue así. Los aparatos ya estaban apagados y él se había ido.
Han pasado menos de 4 meses. Su despedida fue absurda. Él inconsciente, ella hablándole, guardando una ligera ilusión de que despertase, pero sabiendo que ya no habría últimas palabras. Se ha sentido sola, pues quisiera la compañía de tantas personas a las que no pudo ver. Extraña los abrazos que no fueron, le hace falta su presencia en el cuarto, en la casa. El teléfono que ya no suena.
Recuerda constantemente esas últimas semanas y repasa con frecuencia lo que fue el 2020 para ella y su familia. Se acuerda de los detalles, se acuerda de todo. Quizás, por cuenta del necesario aislamiento físico, más allá de las medidas gubernamentales, tiene más tiempo para analizar lo ocurrido. Cuando se detiene en medio del trajín del día a día, pienso en los sueños que tenían juntos. Querían irse a vivir a Argentina, pues Cesar iba a especializarse en ese país, mientras su hija de 19 años iba a estudiar la misma carrera que su padre.
“Extraño las charlas con él, porque como nos conocimos tan jóvenes, él era mi amigo, mi confidente. Cualquier cosa que le pasaba, él me llamaba y me la contaba. Él me escuchaba, me tenía mucha paciencia, él era un papá extraordinario, el amor que le tenía a sus hijos era muy grande”, dice Carolina, quien vive un luto mientras cría a su hijo más pequeño, un admirador profundo de su papá.
El duelo tiene diferentes etapas y cada persona las vive de una manera diferente. Carolina siente que la falta de sus allegados, hermanos, padres y amigos es dolorosa, porque la hace sentir estancada. El miedo a recibir visitas, debido a esta experiencia, es constante.
Por las noches se siente sola, sin la persona que había definido como su compañero eterno. Y algunas veces siente que, quizás, él aparecerá y que nada de esto será real.
“Todavía hay cosas que no se cierran, es muy frustrante”.