CRÓNICA

La muerte acecha en altamar: la impresionante historia de dos náufragos colombianos

Así fueron los 12 días que Salamanca y el capitán pasaron en el océano Atlántico, enfrentados a dos tormentas furiosas que los dejaron sin velas, motor ni aparatos de navegación, acosados por una enfermedad transmitida por los peces y en la búsqueda delirante de la tierra.

Jaime Flórez**
26 de abril de 2018
Daniel Salamanca y su velero, el Coral Dream.

Tras dos furiosas tormentas las velas se rasgaron, la electricidad del barco se fundió y el motor y los equipos electrónicos de navegación dejaron de funcionar. El hambre y la intoxicación de uno de los navegantes eran cada vez más críticos. La muerte se presentía a bordo. Fue entonces cuando un pedazo de tierra, a lo lejos, se manifestó como un delirio. Se creyeron salvados. Exhaustos, entregaron un esfuerzo más por alcanzar la orilla, pero después de un par de horas bordeando la costa comprobaron que lo que tenían al frente eran unos cayos casi vírgenes, sin comida ni humanos. La sensación de salvación se hundió en lo profundo del océano. En la tarde del octavo día de viaje, Daniel Salamanca y el capitán se dieron cuenta de que eran naúfragos.

Era inverosímil que el destino hubiera dado semejante vuelco en solo una semana. Salamanca, un estudiante de biología marina de 26 años, llevaba 4 meses planeando el viaje. Lo tenía en su mente desde que era adolescente. Por eso empezó a juntar plata para comprar su propio barco. El 1 de marzo de 2018 voló desde Santa Marta a Florida, costa sureste gringa, a ver un par de embarcaciones que ya tenía fichadas. La primera, la que le ofrecieron en Big Pine Key, le pareció un fiasco. Viajó a ver la segunda, un velero de 15 metros de largo con cupo para 7 personas, dos motores (uno de ellos dañado), un panel solar, una cocina a gas, un baño con ducha y un equipo de navegación de punta. El Coral Dream era la materialización del sueño de Salamanca.

Empezaba a formarse un frente frío en la Costa de Nueva York que amenazaba con desbaratar sus planes, así que la duda no era una opción. Revisó la embarcación con apuro y le pareció perfecta. La llenó con provisiones para 6 días, el tiempo máximo que, calculaba, le tomaría junto al capitán llegar a Cuba, donde se abastecería de nuevo. La idea de ambos era atravesar medio continente y regresar a Santa Marta en un recorrido oceánico de 2.000 kilómetros.

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El cielo del 5 de marzo estaba despejado, sin indicios de lluvia. El viento soplaba en contra de la dirección que tomarían Salamanca y el capitán. Aprovechando el buen clima, decenas de embarcaciones partieron esa misma fecha de los muelles privados de Florida. La embarcación de los colombianos parecía parte de una excursión de barcos que se iban esparciendo por el Atlántico. Durante las primeras horas, Salamanca, quien carecía de experiencia en viajes largos, se mantuvo al pie del timón, pendiente de las primeras instrucciones del capitán, un hombre de 1,70 metros, robusto, moreno y de corte militar que había conocido tiempo atrás en la bahía de Santa Marta.

Un par de horas después llegaron a Miami y anclaron. Allí pasaron la primera noche, expectantes por internarse al día siguiente en altamar y abandonar el territorio estadounidense. Los dos días siguientes fueron ideales, el viento y el clima los favorecían. Tenían tanta confianza en la travesía que pasaron por una punta del legendario triángulo de las Bermudas, el hoyo negro que se traga barcos y aviones, sin sentir un atisbo de temor.

El 9 de marzo, el quinto día de navegación, se pusieron a pescar más por entretenimiento que por falta de comida. Llevaban tres cañas abordo y carnadas de plástico. A las 10 de la mañana lanzaron los anzuelos que se sumergieron en aguas generosas. Salamanca sacó un pargo y el capitán cogió una barracuda alargada y plateada.

Tan pronto vio la presa del capitán, Salamanca desconfió. Le dijo que se deshiciera de ella, pues sabía que las barracudas pueden causar ciguatera, una especie de intoxicación con las toxinas que se acumulan en los peces por cuenta de los microorganismos de los que se alimentan. En la historia del mar, especialmente en esa zona del océano, al sur de los Estados Unidos, hay relatos recurrentes de muerte por ese mal, que llega antecedida por un paro respiratorio fulminante.

El capitán le respondió que sabía distinguir los peces envenedados, y que su presa no era portadora de la ciguatera. En realidad, solo los pescadores experimentados pueden detectar los animales que llevan el mal en sus vísceras. Salamanca, que se reconocía como un aprendiz al lado de ese veterano del mar, no insistió más. Cocinaron, almorzaron juntos y siguieron en la rutina. El capitán conducía el velero en el día, instruyendo a Salamanca, mientras el joven tomaba el mando en la noche en intervalos de dos horas que intercalaba con 30 minutos de sueño.

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Al día siguiente, el capitán despertó con escalofríos, dolores, vómitos y diarrea. Pensaron que era el agua que tomaban de la planta desalinizadora y esperaban que Salamanca, quien bebía de la misma fuente, replicara pronto ese mismo cuadro de síntomas. Pese a que al capitán ya le costaba moverse del sofá que tenía por cama al interior del velero, mantuvieron la calma y la confianza en que se trataba de una dolencia pasajera.

Las horas se fueron a la espera de la mejoría. En la medianoche, Salamanca estaba al timón cuando escuchó el canto profundo de las ballenas, como un bufido místico. El cielo brillaba despejado, con la luna llena y blanca justo sobre el Coral Dream, diminuto entre tanta noche y tanto mar. Cuatro animales gigantes rodearon el velero, uno por cada costado. La luz eléctrica que se desprendía desde la bombilla del timón era tenue, pero alcanzaba para iluminarles el lomo macizo. Salamanca corrió a despertar al capitán.

El enfermo salió a la superficie dando tumbos y juntos, conmovidos, contemplaron las ballenas. Se sirvieron dos vasos de whiskey y las vieron emerger del agua a tomar aire, las escucharon respirar y observaron cómo se volvían a hundir en la oscuridad del océano. Por unos 40 minutos, los animales, el velero y los hombres avanzaron juntos, en la misma dirección, como si pertenecieran a la misma manada.

El espectáculo les pareció la promesa de que el amanecer llegaría con la mejoría del capitán, y que pronto verían tierra. Al otro día, sin embargo, el capitán despertó peor, comía poco y vomitaba seguido. Procuraba pasar la enfermedad en silencio, sin lamentarse. Su aprendiz le servía agua y aspirinas, el único medicamento del que se habían abastecido.

Salamanca conoció al capitán en la bahía de Santa Marta. Aunque no eran grandes amigos, respetaba su conocimiento del mar. Por eso lo contrató para que le ayudara a cumplir ese viejo sueño de comprar un velero y llevarlo hasta Colombia, donde planeaba usarlo para sus excursiones científicas.

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En la tarde, en medio de una llovizna suave, el capitán le dijo que las fuerzas ya no le daban para seguir a cargo del Coral Dream. En su adolescencia, Salamanca tomó un curso por puro ocio y aprendió a conducir veleros. Ya como estudiante de biología marina hizo algunos viajes con sus amigos de Santa Marta. Pero nunca se había puesto al mando en un viaje tan largo. Aún así, le dijo al capitán que no se preocupara, que se haría cargo y que pronto estarían en Cuba. Fue como si el mar hubiera detectado su inexperiencia, y decidiera ponerlo a prueba.

Salamanca dormía durante uno de sus recesos nocturnos en la cama de la cabina principal cuando el crujido del mar lo despertó. Era casi la medianoche, la tormenta había llegado. Los aparatos registraban vientos de 65 kilómetros por hora. En principio, el primerizo capitán sintió temor. Luego se convenció de la improbabilidad de que un velero pueda hundirse y el miedo se le convirtió en emoción. "Mi primera tormenta", pensó. Se vistió con el traje impermeable, se puso el chaleco salvavidas, se amarró a la baranda de protección del barco y empezó a navegar bajo la lluvia. Adentro, el ruido de la tempestad ya había alertado al capitán, quien le advirtió a Salamanca que debía bajar la génova cuanto antes.

Con buen viento, la génova, la vela secundaria del barco, permite alcanzar la velocidad máxima. Pero en medio de una tempestad tiene que ser reemplazada por una mucho más pequeña para que la embarcación conserve el equilibrio.

El joven, en la superficie, encaró la tempestad. Jalaba la génova de más de 12 metros que se batía furiosa, alentada por un viento impredecible. El capitán intentó ayudarlo, pero apenas podía mantenerse en pie. El forcejeo duró alrededor de una hora hasta que Salamanca escuchó cómo las fibras blancas del dacrón de la vela se rasgaban desde su base, para formar una apertura de más de un metro. Cuando la tormenta los doblegaba, el mar mostró benevolencia y la lluvia cesó.

Salamanca pensó que ya la había superado, y entonces las luces del barco se apagaron por completo sin una razón aparente y, con el cielo cubierto de nubes, quedó en la penumbra, alumbrado apenas por el resplandor intermitente de los relámpagos. La batería se había fundido y, sin electricidad, el motor y los equipos de navegación dejaron de funcionar. Su guía en la mitad del océano quedó reducida a una brújula magnética.

Apenas despuntó el día, Salamanca se despertó exaltado, como volviendo de la pesadilla. Durante la mañana conversó con el capitán sobre la tormenta y los errores que los habían llevado a perder la vela y los aparatos. Concordaron en que se equivocaron, que no tuvieron la precaución suficiente para revisar cada milímetro del barco antes de lanzarlo a altamar.

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Pero el cielo se había despejado por completo, como dándoles una nueva oportunidad, y Salamanca, pese a que habían perdido los instrumentos de ubicación, sintió el entusiasmo de pensar que ya estaban muy cerca a Cuba. Con la moral alta se prepararon un banquete de arroz, fríjoles y enlatados en el que consumieron buena parte de sus reservas -el capitán vomitó otro poco-. Se bañaron y se vistieron como buscando una apariencia adecuada para volver a tierra. El día, sin embargo, se agotó sin que vieran algo más que el mar y las nubes negras extensas, amenazantes, que se atravesaron en su rumbo.

La segunda tormenta llegó con más fuerza que la de la víspera. A las 10 de la noche caían tantos rayos que resignaron la intención de enfrentarla en la superficie y se resguardaron en la cabina. Cada tanto, Salamanca salía en medio de la oscuridad y la lluvia a verificar que la embarcación conservara la dirección adecuada. En pleno mar abierto no veía nada, solo sentía la furia de la tempestad. En medio de la noche, la génova se abrió por accidente y terminó de rasgarse, la vela mayor estaba también muy desgastada y sufrió una pequeña avería.

Tras ese segundo embate del mar, el capitán se despertó más pálido, más enfermo y más callado. Era el octavo día, el velero estaba golpeado y les quedaba muy poca comida, apenas algo de arroz y pan. Intentaron pescar pero la tempestad espantó los peces. Durante la tormenta desviaron la dirección y sin ninguna ayuda electrónica para ubicarse, Salamanca supo que habían extraviado el rumbo. El optimismo flaqueaba, y las pocas palabras que se cruzaban correspondían a deseos que ya parecían delirios: los huevos que se comerían y las cervezas que se beberían al tocar tierra.

Entonces decidieron cambiar la forma de navegación. Dirigieron el velero a 180 grados, hacial el sur, con la determinación de chocarse contra Cuba a como diera lugar. A Salamanca ya solo lo rondaba la idea de que el capitán no podía morirse ahí, a su lado y en medio de nada.

La maniobra los llevó a divisar tierra pronto. Pese al hambre y el cansancio navegaron con el entusiasmo de creerse salvados. Cuando estuvieron cerca a la costa notaron que estaban frente a un conjunto de cayos bordeados por acantilados. Los rodearon desde el velero, sin pisar tierra, para notar que allí no había nada, ni personas, mucho menos comida. Para ese momento, Salamanca notó que había perdido la noción del paso del tiempo.

Salamanca y el capitán volvieron a altamar hundidos en el silencio y el hambre. Esa noche fue la más oscura. El tiempo se agotaba. A la mañana siguiente solo querían navegar, pero el viento era muy débil, tanto que daba la impresión de que al Coral Dream ya solo lo movía la corriente. Al mediodía vieron tierra de nuevo, esta vez era mucha. La esperanza fue más moderada. Tras un nuevo esfuerzo llegaron a una costa baldía, se movieron de bahía en bahía en busca de señales de cualquier cosa que pudiera salvarlos. Cuando se extendió la oscuridad, finalmente vieron una luz lejana. Salamanca decidió que irían allá como fuera, pero la costa era tan poco profunda, de unos cuatro metros, que corrían el riesgo de encallar y quedar inmovilizados. El joven agarró un palo y lo extendió desde la proa hasta el fondo del agua, entre la arena y los pastos marinos, calculando la hondura, pero en un descuido la embarcación se enterrró en la arena y quedaron atrapados. Allí, en la oscuridad y con el estómago vacío, pasaron una noche más como naúfragos.

La ciguatera había llegado al límite. Salamanca presentía que al capitán no le quedaba mucho tiempo.

En la nueva mañana vieron una lancha a lo lejos y volvieron a sentir emoción. Salamanca agarró la pistola y disparó dos bengalas hacia el cielo. La embarcación se detuvo por un instante. Los náufragos alcanzaron a imaginarse el rescate, pero la lancha reanudó la marcha en dirección contraria a ellos, como si no los hubiera visto o como si quisiera ignorarlos, y desapareció. Salamanca, entonces, se sintió abandonado a la tragedia.

A las 3 de la tarde tomaron la decisión definitiva. Se lanzarían al agua y nadarían hasta alcanzar la luz que vieron brillar la noche anterior, pese a que estaba tan lejos que realmente no podían calcular la distancia. No sabían si llegarían, especialmente en el estado febril del capitán, tan débil que casi no se movía. Se pusieron los salvavidas, guardaron algunos objetos en bolsas secas que se amarraron al cuerpo, escondieron los más valiosos dentro del barco y se dispusieron a saltar.

Cuando estaban a punto de lanzarse al agua y como si hubiera emergido de repente desde el fondo marino, apareció a unos 40 metros una lancha de motor rústica, con su nombre (Plástico 119) inscrito sobre la madera vieja. Abordo iban 4 hombres con rumbo al Coral Dream. Salamanca ya no distinguía si la imagen era una alucinación, o si realmente, en medio del mar, también ocurrían milagros.

Los hombres eran cubanos, pescadores de langosta y cobia de una población a dos horas de viaje desde ese punto. Las personas más amables que Salamanca se había cruzado en mucho tiempo. Los náufragos les contaron de la travesía y los pescadores les prometieron que los sacarían de allí. Y lo intentaron en ese momento, arrastraron el velero, pero terminaron averiando su bote. La luz del día se agotó y los pescadores decidieron anclar junto al Coral Dream, pasar la noche con los náufragos.

El vacío en el estómago era insoportable. Salamanca les pidió comida y los pescadores sacaron porciones de arroz y fríjoles entre lo poco que llevaban. Los colombianos comieron pero era tal el hambre que sus estómagos desacostumbrados rechazaron los alimentos y vomitaron. El resto de la noche la pasaron conversando de la vida en la isla y de la pesca. Los cubanos les contaron, entre tantas cosas, que el mes anterior solo habían reunido 1,25 dólares para repartir entre los 4. Salamanca y el capitán durmieron una noche más en el velero.

A las 7 de la mañana del día siguiente, el 11 desde que partieron, aparecieron tres barcos grandes cargados de guardias cubanos y dos astutos perros springer spaniel en actitud de caza, que abordaron el velero en busca de drogas. También llegó un médico que examinó al capitán.

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Les aplicaron un interrogatorio exhaustivo y revisaron sus documentos. A los guardias cubanos les parecía raro que Salamanca, con apenas 26 años, ya tuviera un velero registrado a su nombre. También eran suspicaces con sus visas gringas. Narcos, espías, sospechosos al fin. Antes del anochecer, los guardias ataron el velero a uno de sus barcos y lo remolcaron hasta una playa. Los anclaron a dos kilómetros de la tierra, les prohibieron que se bajaran y que se relacionaran con los locales. Les prometieron que les llevarían comida y los abandonaron. El capitán se quedó allí, enfermo.

Los guardias no volvieron esa noche, pero hacia las 7, los pescadores del Plástico 119 aparecieron de nuevo con arroz y enlatados. Comieron juntos, conversaron un poco más y se despidieron con el agradecimiento conmovido de los colombianos y los deseos de buena suerte de los cubanos.

En la mañana apareció un barco grande y hacia las 11 del día 12 los remolcaron durante 3 horas hasta la bahía de Periquillo, en el cayo de las Brujas, un sitio de postal, con mar azul, playa blanca y quioscos con techos de palma para turistas. Los dejaron a un par de metros de la tierra. Salamanca vio el fin del naufragio, pero cuando se quiso bajar, los guardias se lo impidieron. Al capitán, en cambio, se lo llevaron. Salamanca le deseó mejoría y su compañero le dio un último consejo: no firmes nada sin leerlo. Se prometieron que se encontrarían al día siguiente pero, en realidad, no volverían a verse en esas aguas ni en esas tierras.

Salamanca se quedó solo en el Coral Dream y se sintió preso. Antes del anochecer, finalmente, lo dejaron bajar. El náufrago volvió a pisar tierra. Apenas puso los pies en la playa sucumbió al mareo de tierra que afecta a los navegantes: aturdido, confundido, firmó los papeles que los guardias le pusieron al frente.

En tierra comenzó otro naufragio que se prolongó durante siete días. Una travesía en la que Salamanca se enfrentó a la burocracia cubana, mientras el capitán volvía a la vida en los hospitales de la isla. La familia del joven, entretanto, padecía el viacrucis de desconocer su destino, y solo se enteraron de que había sobrevivido el mismo día en que Salamanca, por la generosidad de un joven árabe también retenido en la isla, pudo comprar un tiquete de regreso a Colombia, un mes después de haber partido a Estados Unidos.

Por estos días, Salamanca avanza en sus estudios para convertirse en biólogo marino. En Santa Marta, donde volvió a ver al capitán ya recuperado de la ciguatera, se dedica a buscar velas para sustituir las del Coral Dream. También está buscando a un nuevo capitán que lo acompañe a la isla, donde planea rescatar su barco y reanudar la travesía hasta Santa Marta. Ni siquiera antes del naufragio había sentido tantas ganas como ahora de subirse a un velero y adentrarse en altamar.

*El nombre del capitán se omite por petición de la fuente de esta historia.

**Periodista de investigaciones de Semana.com