Violencia
Escalofriante: los relatos de horror de las víctimas de los falsos positivos que comprometen al batallón La Popa, de Valledupar
Contundentes y escalofriantes. Así fueron las declaraciones de los familiares de las víctimas de falsos positivos ante la JEP. Más de 127 inocentes asesinados, que disfrazaron de guerrilleros, a manos de militares del Batallón La Popa.
“Por culpa de ustedes, de su estructura criminal, me dañaron la vida”. “¿Quién iba a pensar que el Estado iba a tener unos criminales guardados en el Batallón La Popa?”. “¿Quién les dio la orden de matar a mi hermana?”. Estas palabras retumbaban una y otra vez en el primer cara a cara ante la JEP, entre militares y familiares de los más de 127 inocentes que murieron asesinados a manos de soldados del Batallón La Popa, en Valledupar, cuando los hicieron pasar por guerrilleros caídos en combate. Fueron dos días de dolorosas confesiones.
Los militares reconocieron cómo los inocentes cayeron a manos de quienes estaban en la obligación de protegerlos, a cambio de premios irrisorios, como permisos de salida, platos de arroz chino y regalos. La vida se convertía en una moneda de cambio. Más que una cita ante la justicia, fue una catarsis combinada con llanto, confesiones, frustración, perdón y abrazos intentando curar el dolor de la guerra.
El Batallón La Popa, bajo el mando del coronel (r) Publio Hernán Mejía, y en alianza con paramilitares de Jorge 40, según los testimonios, se convirtió en una peligrosa máquina de guerra que acabó con la vida de jóvenes, campesinos e incluso mujeres.
Claman por justicia
Noemí Pacheco era una niña de la comunidad wiwa, de tan solo 13 años. Estaba embarazada y fue asesinada por militares en zona rural del Cesar. No era una guerrillera, no sabía qué era empuñar un fusil y mucho menos estaba en un combate contra el Ejército. Su hermana María Faustina la recuerda todos los días de la vida y así se lo hizo saber a los verdugos. “Mi hermana no fue ninguna guerrillera, tenía dos meses de embarazo y eso es lo que más nos duele. Clamó desde el día que la sacaron hasta que la asesinaron para que no la mataran, y ellos no entendieron eso”, dijo en la luctuosa audiencia.
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Su discurso se vio interrumpido varias veces, porque no es fácil ver a los ojos a los victimarios: “Nos causaron un daño grandísimo. ¿Cómo está mi mamá? Debajo de tierra. Mi padrastro, inválido, enfermo, no habla. Si a ellos los mandaron a cuidarnos, por qué no nos cuidaron, por qué acabaron con una menor de edad”.
Sin duda, la estrategia sangrienta de varios militares del Batallón La Popa desencadenó un holocausto que no distinguía edad ni colores ni credo. La orden era una sola: convertirse en los primeros en el país con el mayor número de bajas en combate. Un ranking manchado de crueldad y sangre inocente, pues muchos de los muertos, que se contaban por decenas, eran en realidad civiles acribillados.
Es el caso de Juan Nehemías Daza, un hombre que caminaba tranquilo, como cualquier colombiano en su pueblo, cargando siempre como señal particular una mochila tejida. El día que lo asesinaron, contó su hermano, “él no traía armas, en su mochila llevaba dos limones. Dijeron que traía granadas y no frutas”.
Otro desgarrador testimonio fue el de Rocío Escorcia. El ejército asesinó a su hermano John Jader Escorcia. Con camiseta blanca en la que tenía estampada la imagen de él, para rendirle un homenaje, mirando a sus victimarios a los ojos, dijo: “En esa época no había trabajo para los jóvenes que no tenían educación. Les ofrecieron trabajo y los terminaron asesinando en un acto macabro, dijeron que era guerrillero. Ustedes se llevaron a pelados inocentes del pueblo, cogieron práctica en hacer falsos positivos”.
Sangre en el uniforme
En el banquillo de los acusados estuvieron 15 militares señalados de planear y ejecutar la muerte de jóvenes en el norte de Cesar y el sur de La Guajira, por órdenes de sus superiores. Hechos ocurridos entre el 9 de enero de 2002 y el 9 de julio de 2005, durante el Gobierno del expresidente Álvaro Uribe Vélez.
Vestidos con camiseta blanca, con vergüenza y la cabeza mirando al piso, tras escuchar a los familiares, los 15 militares fueron pasando uno a uno al atril para confesar cómo y por qué asesinaron a cientos de jóvenes en la costa Caribe. Uno de los primeros en intervenir fue el subteniente (r) Elkin Leonardo Burgos. Bajo su mando estaba la batería Dinamarca del Batallón La Popa.
Contó cómo instalaron un retén militar cuyo objetivo era seleccionar a las víctimas que pudieran presentar como subversivos muertos en combate. La vida de ellos no valía nada. En ese retén se encontraba un militar llamado Álex José Mercado, quien reafirmó lo que relataba su superior, pero fue más allá y contó los premios que recibían a cambio de muertos: “No le puedo negar al pueblo que lo hacía porque no sabía.
En ese tiempo lo hacía por ser una persona ignorante, por un premio, un arroz chino, un permiso de un mes, por el ego de llegar al batallón, darle gusto a un coronel de que mantuviera el batallón en los primeros lugares de bajas en combate”. Detrás de la muerte de los inocentes no solo estaba la intención de ocupar los primeros lugares en el ranking de bajas en combate.
Así lo dejó claro el militar Efraín Andrade, quien contó más detalles del pacto tenebroso entre Publio Hernán Mejía, comandante del batallón, un suboficial de inteligencia y el jefe paramilitar alias 39. “El afán del comandante de batallón era aumentar las estadísticas de bajas en combate, porque existía la competencia con otras unidades, entonces la idea era tener al batallón en primer o segundo puesto”, agregó Andrade.
Con crudeza narró que la tropa recibía gente, viva o muerta, se simulaba un combate y luego se dirigían al área de operaciones. Esa era su tarea: “Si había algo anormal, se corregía para efectos de que, cuando llegara la Fiscalía a hacer el levantamiento, no hubiese llamados de atención”.
Las comunidades indígenas
SEMANA conversó con miembros de la comunidad wiwa. Según su relato, las víctimas que cobraba el Batallón La Popa en gran medida eran indígenas. T
al es el caso de Osmaira Nieves, hermana de Luis Eduardo Oñate, un joven indígena que se dedicaba a trabajar en la venta de verduras y frutas en el mercado del pueblo. “Éramos desplazados. Veníamos desde Potrerito hasta el corregimiento de Curazao, cerca a La Junta. Un día a mi hermano le salió el trabajo para vender frutas y verduras. Dejó un radio prendido y, cuando cayó la noche, me acerqué al cuarto para escuchar la emisora, y justo en ese momento entraron con noticia de última hora para informar que supuestamente habían matado a dos paramilitares. Me entró un mal presentimiento. Yo no quería apagar el radio que él dejó prendido con su música y lo curioso es que en ese mismo radio me enteré de su muerte”.
En ese momento, Osmaira nunca se imaginó que uno de los muertos era su hermano Luis Eduardo. No era paramilitar, no era guerrillero. Fue sacado de un carro camino a La Sierra y asesinado a sangre fría en la carretera. “Hay algo que no les dije en la audiencia a esos militares. Un periódico amarillento me ha acompañado estos 18 años, sentía que era lo único que tenía para buscar la verdad sobre quiénes asesinaron a mi hermanito. Le pusieron unas botas y un uniforme que le quedaban grandes. Es un acto macabro”, relató.“Hoy pregunto: quién lo llevó allá, quién los llevó allá. Yo no tengo el don de perdonar, me duele mucho. Tengo rabia con Publio Mejía, que le diga la verdad al país. Jóvenes que nunca fueron a la guerra, asesinados como si fueran guerrilleros”, contó entre lágrimas.
Estas historias crudas se repitieron 127 veces, 127 inocentes asesinados. En la audiencia se respiraba dolor, pero no un dolor cualquiera, uno de esos que rompen el alma, de personas que estaban escuchando por qué mataron a sus familiares, hijos, hermanos, padres… Por premios, por permisos, por fiestas sexuales en Cartagena, bonos de 100.000 pesos, eso valían sus vidas para los militares que habían jurado protegerlos y que ahora cuentan la verdad, tratando de expiar sus culpas, de recibir el perdón.