NACIÓN
Íngrid Betancourt se vistió igual al día de su secuestro y se marchó al Caguán
La candidata presidencial fue secuestrada el 23 de febrero de 2002 y decidió regresar con motivo de los 20 años de su plagio.
La candidata presidencial Íngrid Betancourt, que estuvo secuestrada por las Farc desde el 23 de febrero de 2002 hasta el 2 de julio de 2008 —cuando se registró la histórica Operación Jaque—, volvió al lugar de su plagio.
La dirigente regresó al lugar de su plagio y casi en las mismas características. Vestida igual a aquel día, también en calidad de aspirante a la Casa de Nariño. En ese entonces, las Farc la secuestraron, grupo que ahora se reincorporó a la vida civil pero que dejó disidencias con amplio poder delictivo.
Betancourt publicó un video en su cuenta de Instagram en el cual muestra cómo alistó maletas para regresar al lugar donde terminó siendo plagiada junto a Clara Rojas, hoy también en libertad. “No sé si estoy lista, lo que sí sé es que quiero hacer el recorrido, saber qué pasó”, aseguró la candidata, al indicar que, al igual que en aquella ocasión, empacó una muda de ropa.
En 2022, a diferencia de 2002, dijo, empacó un shampoo y un reloj, elementos tan sencillos como fundamentales durante un secuestro. En el caso de Íngrid Betancourt, así de prolongado.
Lo más leído
La líder de Verde Oxígeno mencionó que estará visitando Florencia, capital departamental, así como otras zonas del Caquetá que le traen recuerdos no tan gratos del inicio de su cautiverio. “Quiero hacer este recorrido palmo a palmo, revisitar cada momento de este periplo”, indicó Betancourt.
Íngrid Betancourt el día de su plagio.
Íngrid Betancourt ha contado innumerables veces las penurias de su cautiverio. Sin embargo, en cada nueva entrevista o relato ante los organismos creados por el proceso de paz, la excandidata presidencial revela alguna parte desconocida de esa historia que nunca ha dejado de aterrar al mundo. Íngrid había decidido mantener ese dolor en silencio. La única entrevista que concedió inmediatamente después de ser rescatada de su secuestro había sido a Larry King, el entonces periodista estrella de CNN. Pero los televidentes quedaron en vilo porque Íngrid se negaba a responder muchas de las preguntas diciendo: “Creo que hay cosas que tienen que quedarse en la jungla”.
Tuvieron que pasar dos años y dos meses para que ella decidiera compartir su relato. Lo hizo a su manera con un libro titulado No hay silencio que no termine, que fue lanzado en 14 países y en seis idiomas. SEMANA publicó en su portada en ese momento un capítulo sobre sus innumerables intentos de fuga. Este es el estremecedor relato:
Había tomado la decisión de escaparme. Era mi cuarto intento de fuga, pero después del último las condiciones de nuestro cautiverio se habían vuelto aún más terribles. Nos habían metido en una jaula construida con tablas y un techo de zinc. Faltaba poco para el verano. Llevábamos más de un mes sin aguaceros en la noche. Y un aguacero nos era absolutamente indispensable. Noté que una de las tablas en una esquina de nuestro cuartucho empezaba a podrirse. Empujando la tabla con el pie logré rajarla lo suficiente para crear una abertura. Así lo hice una tarde, después del almuerzo, mientras el guerrillero de guardia cabeceaba, medio dormido, de pie, apoyado al fusil. El ruido lo asustó. Se acercó, nervioso, y le dio la vuelta entera a la jaula, despacio, como una fiera. Yo lo seguía, espiándolo por entre las rendijas de las tablas, conteniendo el aliento. Él no podía verme. Dos veces se detuvo, incluso pegó el ojo a un hueco y nuestras miradas se cruzaron por un segundo. El hombre saltó hacia atrás, espantado. Luego, como para recobrar su compostura, se plantó frente a la entrada de la jaula. Esa era su revancha: no quitarme los ojos más de encima.
Evitando su mirada empecé a hacer cálculos. ¿Podríamos pasar por esa quebradura? En principio, si cabía la cabeza, cabría el cuerpo también. Recordaba mis juegos de infancia: me veía escurriéndome por entre las rejas del parque Monceau. Siempre era la cabeza la que lo bloqueaba todo. Ahora ya no estaba tan segura. El asunto funcionaba para un cuerpo de niño, pero, ¿serían iguales las proporciones de un adulto? Aunque Clara y yo estábamos bastante flacas, me inquietaba un fenómeno que había comenzado a notar algunas semanas atrás. A causa de nuestra inmovilidad forzada, nuestros cuerpos habían comenzado a retener líquidos. Era muy visible en el caso de mi compañera. En cuanto a mí misma, me costaba más trabajo juzgar, pues no teníamos espejo.
Se lo había mencionado a ella, y esto la había fastidiado profundamente. Ya habíamos intentado escaparnos otras veces y el tema se había convertido en motivo de fricción entre nosotras. Nos hablábamos poco. Ella estaba irritable y yo andaba presa de mi obsesión. No podía pensar en nada que no fuera la libertad, en nada diferente de cómo huir de las garras de las FARC.
Me pasaba el día entero haciendo cálculos. Preparaba en detalle el material necesario para la fuga. Le daba mucha importancia a cosas superfluas. Pensaba, por ejemplo, que no podía irme sin mi chaqueta. Olvidaba que la chaqueta no era impermeable y que, al mojarse, podría pesar toneladas. Me decía, también, que debíamos llevarnos el mosquitero. «…Hay que ponerle mucho cuidado a lo de las botas. Por la noche, siempre las dejamos en el mismo lugar, a la entrada de la jaula. Hay que empezar a ponerlas adentro, para que se acostumbren a no verlas cuando dormimos… Tenemos que conseguir un machete, para defendernos de las fieras y para abrirnos camino. Va a ser bien difícil. Todos están prevenidos. No han olvidado que logramos quedarnos con uno, cuando estaban construyendo el anterior campamento… Llevar tijeras, a veces nos las prestan. También hay que pensar en las provisiones. Hay que ir haciendo reservas sin que se den cuenta. Todo debe quedar envuelto en talegos de plástico para cuando nos toque meternos en el río. Es muy importante estar lo más livianas posible. Y me voy a llevar mis tesoros: por nada del mundo dejo las fotos de mis hijos ni las llaves de mi apartamento».
Me la pasaba el día entero tramando, volteando todo esto una y otra vez en mi cabeza. Mil veces hacía mentalmente el recorrido que debíamos seguir al salir de la jaula. Calculaba todo tipo de parámetros: dónde debía de estar el río, cuántos días necesitaríamos para encontrar ayuda. Imaginaba horrorizada el ataque de una anaconda en el agua, o el de un caimán gigante, como ese que había visto: los ojos rojos y brillantes, bajo el foco de la linterna de un guardia cuando bajábamos por el río. Me veía frenteando un tigre, pues los guardias me habían hecho de ellos una descripción feroz. Trataba de pensar en todo lo que podía producirme miedo, con el fin de prepararme psicológicamente. Estaba decidida a no permitir que nada me detuviera.
No tenía cabeza para nada distinto. Ya no dormía, pues había comprendido que en el silencio de la noche mi cerebro funcionaba mejor. Observaba y tomaba nota de todo: la hora del cambio de guardia, la manera como se ubicaban, quién vigilaba, quién se dormía siempre, quién le daba un informe al siguiente guardia sobre el número de veces que nos levantábamos a orinar…