VIOLENCIA
Investigación: el horror de los decapitados. ¿Qué está pasando?
En menos de un mes ha habido al menos cuatro casos de jóvenes desmembrados y arrojados a ríos del Valle del Cauca. La violencia parece haberse ensañado con ese departamento. ¿Qué está pasando?
La violencia en Colombia parece caminar en círculos. El horror llega cada tanto con las mismas prácticas de tiempos pasados, solo que ahora el hastío de los crímenes ha traído la normalización de lo que en cualquier lugar –y en otros tiempos– sería un escándalo. El país asiste, sin comprenderlo aún, al retorno de años oscuros, en los que el principal pedido era llegar con la integridad completa a casa.
Primero ocurrió en Cali el 8 de junio: después de cinco días desaparecido, el cuerpo del patrullero de la Policía Carlos Andrés Rincón Martínez apareció flotando en el río Cauca, a su paso por la capital del Valle. Sus asesinos descargaron toda la sevicia en él.
El cadáver, según el dictamen de Medicina Legal, presentaba tres heridas por arma de fuego, 30 más por arma blanca, quemaduras con ácido y golpes con objetos contundentes. Luego lo arrojaron al río. Del patrullero Rincón se sabe que fue raptado por hombres armados en el sector Paso del Comercio, en el nororiente de Cali y principal salida de la ciudad hacia Palmira. Por esos días, allí había un gigantesco bloqueo de manifestantes, autodenominados primera línea. El uniformado transitaba de civil en su moto, pero entre sus documentos llevaba constancia de que pertenecía a la Policía Nacional; al parecer, solo por eso lo condenaron a muerte. Aún no se sabe quiénes se lo llevaron ni para dónde; lo único que queda claro es que lo asesinaron de manera despiadada.
Su hermano, Yoani Rincón, insiste en que a su hermano lo mataron al interior de un CAI quemado, vandalizado y en poder de delincuentes. “A Carlos lo interceptaron en un punto que se llama el Paso del Comercio; a él lo despojaron de su moto, esa moto la incineraron completamente ahí en ese lugar. Él fue llevado a un CAI, el cual ya estaba en control por parte de ellos (encapuchados). Ese CAI ya había sido quemado por los manifestantes o la gente; ese CAI estaba desolado, ellos estaban haciendo uso del CAI como trinchera”.
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El caso del patrullero Rincón desapareció del panorama noticioso un par de días después, cuando en el río Cali apareció el cuerpo de un jovencito –se presume entre 23 y 24 años de edad–. El cadáver, ya descompuesto, flotaba por las aguas de ese afluente que atraviesa el centro de la ciudad. Hasta ahora nadie ha revelado su identidad, ni a qué se dedicaba ni cómo lo mataron; solo se sabe que sus restos fueron arrojados ahí para deshacerse de ellos. En las redes sociales circularon rápidamente varias versiones que señalaban que aquel muerto era un integrante de la primera línea en uno de los bloqueos; sin embargo, no se confirmó nada. Ahora parece que los muertos caen del cielo.
Expertos en seguridad, que prefieren omitir sus nombres porque “la situación se salió de las manos”, aseguran que en Cali se abrió una puerta muy grande para el regreso de la barbarie, tal y como ocurrió en la década de los noventa con la guerra de carteles. La ciudad pasó de registrar 87 muertes violentas en mayo del año pasado a 177 en el mismo mes de 2021, un incremento preocupante, y más cuando la urbe se encontraba prácticamente paralizada por los bloqueos.
“Algunas estructuras han aprovechado el caos para tomarse las comunas, para expandir su control delincuencial y plantear nuevas normas sociales en esos sectores”, dice uno de los expertos consultados. No en vano, Cali puede reportar un domingo cualquiera 15 asesinatos, lo que demuestra que más allá del paro nacional, en la capital del Valle está pasando otra cosa.
Por su cercanía con el norte del Cauca, donde operan al menos cuatro disidencias de las Farc; con Buenaventura, que es controlada por bandas narcodelincuenciales como La Local; y con el Pacífico nariñense, territorio de emisarios de carteles mexicanos, Cali es la joya de la corona: una ciudad con laderas y salidas por pasos porosos hacia Los Farallones, con ríos navegables como el Cauca, y un mercado de microtráfico creciente, así como eficientes oficinas de sicarios.
En medio del caos y la agitación social, estas estructuras sacaron provecho para afianzarse en Cali. Hoy son pocos los CAI de Policía que quedan en pie en la ciudad; los bloqueos en el Distrito de Aguablanca y ladera, dos de los sectores más violentos, dejaron a las autoridades sin cerco de operación por más de dos meses. Es decir, por ese periodo aquellas zonas quedaron a disposición del más fuerte, y el más fuerte siempre es aquel que lleva las armas y mata sin piedad.
Allí, en el Distrito de Aguablanca, apareció el segundo cadáver –o más bien restos– en menos de una semana. A las afueras de una de las plantas de tratamiento de agua residual de Emcali fue encontrado el torso de quien se presume era un hombre; no tenía piernas, brazos ni cabeza. Además de ser asesinado brutalmente, sus partes fueron arrojadas en diferentes sitios. La historia reciente de Colombia nos podría mostrar un centenar de ejemplos de barbarie parecidos a este. ¿Quiénes son y quiénes los están matando?
Los participantes de los bloqueos aseguran que esos cuerpos son de jóvenes desaparecidos durante las protestas; la Policía afirma que hay una guerra entre estructuras delincuenciales. “Ajustes de cuentas”, lo llaman ellos. La ciudad parece haberse salido de su cauce; está, otra vez, ante una oleada fuerte de violencia urbana.
También en Tuluá
Desde el asesinato del excapo Beto Rentería, en septiembre de 2020, las autoridades sabían que en Tuluá estaban pasando cosas extrañas, que seguramente estarían relacionadas con el regreso de varios extraditables del cartel del norte del Valle que venían a buscar su lugar en el control ilegal de la ciudad. Durante el paro nacional también hubo un aprovechamiento para transformar la protesta genuina en actos de vandalismo. Hace un mes algunos delincuentes quemaron el Palacio de Justicia de Tuluá, donde había expedientes comprometedores de miembros de estructuras urbanas y rurales. Todo se perdió en el incendio.
Desde ese momento, los niveles de violencia se dispararon nuevamente. La semana pasada, en el corregimiento Aguaclara, fue encontrada la cabeza del joven Santiago Ochoa, quien había desaparecido en pleno casco urbano. Fue asesinado y desmembrado; su cuerpo aún no aparece. Su foto, en vida, circuló por redes sociales. Políticos, organizaciones sociales, sindicales y hasta reconocidos artistas denunciaron que el muchacho participaba activamente en las protestas, era miembro de la primera línea y minutos antes de su desaparición fue detenido por agentes del Esmad. La Policía, por su parte, negó esa versión y sacó un comunicado con otra hipótesis igual de apresurada: “Se trata de un ajuste de cuentas. Disputas del tráfico de droga”. Ambas explicaciones fueron rechazadas por Martha Ochoa, tía de Santiago: “Mi sobrino trabajaba en la ferretería con su papá, no pertenecía a la primera línea ni fue capturado por el Esmad. Desapareció en la hora del almuerzo, creemos que lo confundieron con otra persona”, afirmó.
A pesar de las recompensas de casi 100 millones de pesos, las investigaciones aún no entregan una hipótesis clara y sustentada. Tampoco se sabe del paradero del cuerpo de la víctima. Pero mientras el país se ocupaba de determinar qué pasó con Santiago, en el río Tuluá apareció el cadáver de otro joven.
Su nombre era Hernán David Ramírez, tenía 25 años. Sus familiares negaron que tuviera relación con las protestas y que estuviera ligado al tráfico de drogas. La aclaración fue casi simultánea con el hallazgo del cuerpo, porque además de la normalización de la barbarie, en Colombia hay que limpiar la reputación del muerto antes de enterrarlo.
La nación no puede deambular de nuevo entre decapitados, fosas comunes y cadáveres –la mayoría jóvenes– flotando en ríos. La normalización de estos actos condenaría a Colombia al retorno de una violencia despiadada que acabaría de destruir el tejido social. Esa historia ya la sabemos.