NACIÓN
Duque: la hora de concretar promesas
Iván Duque llegó a la Presidencia de la República sin haber hecho la fila y con un claro mandato de renovación. Para cumplir las expectativas y convertir en realidad su programa, el presidente tendrá que tener un gran liderazgo.
Iván Duque Márquez accede al poder en medio de una paradoja. Desde el comienzo de la campaña se sabía que ‘el que dijera Uribe’ tenía las mejores opciones para ganar las elecciones. En ese sentido, su elección no sorprendió. Sin embargo, el nuevo mandatario lleva consigo una larga serie de ‘primeras veces’. Nunca antes un miembro del Centro Democrático, el partido más nuevo del país, había llegado a la Casa de Nariño. Hace tiempo no lo hacía, además, una persona tan joven –42 años–, lo que significa un paso de antorcha entre generaciones. Y jamás había llegado al poder un candidato acompañado de una mujer como vicepresidenta, Marta Lucía Ramírez, hecho que debería reflejarse en políticas públicas más justas en materia de género. Todo esto fue posible gracias a la votación más alta obtenida hasta el momento en una elección presidencial: 10,3 millones de votos.
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Si es cierto, como repitió Sergio Fajardo durante la campaña, que los presidentes gobiernan según la forma como fueron elegidos, Iván Duque llega con un mandato de renovación generacional, equidad de género, modernización y reformas en varios campos. Hay altas expectativas –suelen serlo en las primeras etapas de los gobiernos– y la agenda es ambiciosa. Duque ha generado esperanzas en materia de bajar impuestos a las empresas, estimular la economía naranja, salarios más altos para los trabajadores, reformas a la justicia, el régimen de pensiones y las desprestigiadas reglas de juego de la política, y revisión de los acuerdos con las Farc a fin de inclinar la balanza para un mayor castigo a quienes cometieron delitos gravísimos.
No va a ser fácil lograr, en solo cuatro años y sin perspectivas de reelección, una agenda tan ambiciosa. Aún hay pocas señales sobre el esquema de gobernabilidad de la nueva administración. El gabinete tuvo buen recibo por su carácter técnico, su bajo promedio de edad, la alta participación de mujeres y la distancia con los sectores radicales del uribismo. Pero falta ver cuál será el esquema de entendimiento con las fuerzas del Congreso que decidan acompañarlo como coalición. Sobre la base de su partido, el Centro Democrático, y del Partido Liberal, que adhirió al duquismo antes de la segunda vuelta, se espera que La U, los conservadores y Cambio Radical se alineen con el oficialismo.
Pero aún no es claro si la alianza, sin mermelada, puede resultar sólida y efectiva. Está muy bien que se corrijan los excesos en los que incurrió el gobierno saliente de Juan Manuel Santos, en términos de dádivas a cambio de votos en el Capitolio. Pero estigmatizar exageradamente prácticas normales en las democracias sobre gobernabilidad y compromisos entre el Ejecutivo nacional y las regiones podría llevar a un peligroso estancamiento. Reformar las costumbres que rayan en la corrupción y sacar adelante proyectos urgentes que tocan intereses poderosos requerirá de un equilibrio difícil.
El presidente Duque ha reiterado, desde su victoria, que buscará reconciliar a la política para restablecer la unidad y acabar con la polarización. Su discurso ha estado acompañado de actos: marginó al uribismo más duro del gabinete o lo envió al servicio exterior; lideró un empalme tranquilo y productivo, para lo que encontró eco en el gobierno saliente; visitó las cortes –que prometió reformar–, así como la JEP y la Comisión de la Verdad, que su partido ha cuestionado con dureza, y se reunió con la mayoría de bancadas de los partidos que conformaron la Unidad Nacional de Juan Manuel Santos.
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Estas señales contrastan de manera preocupante con el tono y el contenido del discurso del presidente del Senado, Ernesto Macías, en la posesión. No solo reflejan visiones incompatibles sobre la unidad en torno a lo esencial sino abren graves interrogantes por la posibilidad de que el discurso de Macías interprete el pensamiento de la base del partido de gobierno. Peor aún, generan incertidumbre sobre la posibilidad de que el radicalismo del uribismo –y de Uribe mismo– se convierta en un obstáculo para las intenciones conciliatorias del nuevo presidente y sobre dónde reside el poder dentro del Centro Democrático.
Pero gobernar es difícil y no es realista ni conveniente aspirar a quedar bien con todo el mundo. Es cierto que, en los últimos años, la distancia entre el uribismo y el santismo fue nociva, innecesaria y contaminada por un enfrentamiento personal entre Uribe y Santos, exaliados que terminaron duramente enemistados. No obstante, algo va de la tarea necesaria de superar ese conflicto político a construir un consenso artificial a la manera del Frente Nacional. El símil, del senador Jorge Robledo, es exagerado, pero no deja de ser también una conveniente luz de alerta.
Sobre todo después de una segunda vuelta en la que Gustavo Petro obtuvo más de 8 millones de votos. Una cifra que refleja inconformidad con la política y deseos de cambio que van mucho más allá que la reconciliación del establecimiento político tradicional. Así como la llegada de Iván Duque a la presidencia tiene esperanzadores elementos novedosos, también la oposición que lo enfrentará será más sólida que cualquier otra del pasado y contará con mejores instrumentos para ejercerla.
Allí estará Gustavo Petro después de su sorprendente votación; llegará, por primera vez, una bancada de diez exguerrilleros de las Farc; tendrá un Partido Verde fortalecido en número de escaños y liderado por un Antanas Mockus que ya mostró –en forma controvertida– lo que siente por sus compañeros del Congreso. Una de las grandes preguntas sobre la estrategia política del presidente Iván Duque es cómo tratará a esta nueva oposición. Y, por supuesto, si esa oposición logrará cohesionarse para desempeñar una tarea constructiva.
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La otra gran pregunta es qué hará el nuevo presidente frente al proceso de paz y los acuerdos del gobierno saliente con las Farc. El Centro Democrático ha sido un crítico feroz. En su último congreso, su presidente Fernando Londoño habló de “hacerlos trizas”. El nuevo presidente, Iván Duque, no ha asumido esa posición. No solo no utilizó jamás esa frase, sino que a lo largo de la campaña moderó su actitud y dijo que cumplirá lo pactado a favor de la guerrillerada de las Farc. Y recientemente la nueva vicepresidenta, Marta Lucía Ramírez, habló incluso de “cumplir los acuerdos”. Pero, de nuevo, el mandatario necesitará dotes de equilibrista para salvar la paz y a la vez tranquilizar a las barras bravas del Centro Democrático, incluido el jefe máximo, el expresidente Uribe, ahora con heridas en el alma por el llamado a indagatoria que le acaba de hacer la Corte Suprema. Un hecho ante el que Duque buscará un difícil equilibrio entre el respeto a la justicia y mantener tranquilo al jefe.
De todas maneras, en materia de paz persisten los planteamientos que hizo Duque durante la campaña sobre imponer penas más duras para los autores de delitos de lesa humanidad y evitar que participen en política mientras no hayan cumplido las penas que les impondrá la JEP. El nuevo mandatario deberá evaluar muy bien si se empeña en modificar las reformas constitucionales y las leyes que le dan vida normativa a los acuerdos de La Habana –o mejor, del Teatro Colón– con el costo alto de poner en peligro la paz o de incentivar las disidencias, además de congestionar la agenda legislativa del primer año, tradicionalmente la más fértil para un presidente. Otro equilibrio difícil.
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Iván Duque, en fin, llega a la presidencia –su primer cargo público– sin haber hecho la famosa fila india. Eso le da oportunidades, pero también lo obliga a escoger con acierto estratégico sus prioridades. En solo cuatro años no puede lograr todo y por eso sería peligroso que se le vayan en aprender. El presente especial de SEMANA reúne los análisis necesarios para entender las oportunidades y retos que enfrentará el gobierno de Iván Duque. Bienvenidos a un nuevo cuatrienio.