POLÍTICA

La nueva versión de Duque

Después de recibir críticas por su falta de discurso y de rumbo, las respuestas del presidente al terrorismo del ELN y a la crisis venezolana le marcaron una hoja de ruta y un nuevo liderazgo.

26 de enero de 2019
| Foto: ILUSTRACIÓN: JORGE RESTREPO

Se había vuelto un lugar común decir que a la presidencia de Iván Duque le faltaba un rumbo claro. A Santos los colombianos lo asociaban con el proceso de paz con las Farc y a Uribe con la seguridad democrática. Pero Duque no tenía un discurso que identificara los grandes propósitos de su presidencia. El tema más cercano a su corazón, la economía naranja, no tiene las condiciones de relevancia y claridad para servir como gran bandera de una administración a pesar de su buen recibo entre la gente.

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Ese panorama cambió la semana pasada en medio de una intensidad noticiosa poco común para el inicio de un nuevo año. Duque respondió con fuerza ante el atentado del ELN y la proclamación de Juan Guaidó como presidente en Venezuela, y de paso fijó un derrotero para su joven presidencia. Ante el aleve ataque de la guerrilla contra la Escuela de Cadetes de la Policía reaccionó rápida y efectivamente. En las alocuciones por televisión se vio tan enérgico y contundente como nunca antes. Y los rápidos resultados de las investigaciones realizadas por la Fiscalía mostraron por primera vez a un mandatario con claridad de propósitos, capacidad de acción y resultados visibles. La indignación que provocó la muerte de 21 jóvenes indefensos que se preparaban para ser policías produjo en el otro lado de la moneda una convergencia de respaldo al jefe del Estado, que este supo aprovechar.

Ante el ataque del ELN, Duque hizo intervenciones claras y contundentes. La seguridad se convirtió en el tema bandera que, hasta ahora, no tenía su gobierno.

Lo mismo ocurrió con la crisis del país vecino. Duque ha sido uno de los políticos más comprometidos con una actitud firme frente a la deriva autoritaria de Nicolás Maduro. Desde la campaña a la presidencia anunció que lo demandaría ante la Corte Penal Internacional y desde el 7 de agosto ha fortalecido su discurso. Siempre se refiere a Maduro como un dictador, cosa que no hace con otros mandatarios autoritarios del mundo, y además insistió en no mandar un embajador a Caracas, sino en mantener las relaciones en el nivel de un encargado de negocios como señal de rechazo al autoritarismo del Gobierno.

La actitud dura hacia Venezuela no se ha limitado al presidente. El embajador en Estados Unidos, Francisco Santos, después de presentarle credenciales diplomáticas a Donald Trump, llegó a insinuar que Colombia apoyaría una intervención militar foránea contra Nicolás Maduro. Estas actitudes recibieron críticas incluso en el seno del Gobierno. Pero más allá de que pudieron ser precipitadas y exageradas, tuvieron algún grado de reivindicación la semana pasada. La comunidad internacional se dividió en torno a la autoproclamación de Guaidó, pero la gran mayoría de los países más cercanos a Colombia se alinearon en la fila de quienes quieren la salida de Maduro. Trump se anticipó a reconocer a Guaidó como presidente y varios países siguieron un camino semejante -mientras Maduro respondía con la ruptura de lazos diplomáticos con Washington-. Desde Davos, donde participaba en el Foro Económico Mundial, el presidente Duque junto con su colega de Brasil Jair Bolsonaro, la vicepresidenta del Perú Mercedes Araoz, y la canciller canadiense Chrystia Freeland, también reconocieron la presidencia de Guaidó.

Duque lideró la marcha de rechazo al atentado del ELN. Y en Davos, Suiza, con Jair Bolsonaro a su lado, estuvo al frente de las gestiones contra Maduro en Venezuela. Con ambos temas llenó el vacío que había, hasta ahora, en cuanto a un discurso concreto del Gobierno.

Las dos noticias de enero, el rompimiento con el ELN y la proclamación de Guaidó en Venezuela, tienen vasos comunicantes que van más allá del hecho de que ambos tienden a polarizar las posiciones de izquierda y derecha. Ese grupo guerrillero tiene presencia en el vecino país. Pablito y el frente Domingo Laín han utilizado la frontera para eludir la acción de la justicia y de las Fuerzas Armadas colombianas. Miembros de la cúpula elena se han refugiado en Venezuela, país que ha desempeñado un papel de alto perfil en el proceso de paz colombiano. La dureza de Iván Duque con el ELN y con Maduro son dos caras de una misma moneda.

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En efecto, la posición del presidente frente a estos dos hechos le da una fisonomía como la esperada con el regreso del uribismo a la presidencia. Durante los dos periodos de Álvaro Uribe la seguridad democrática y la política exterior iban de la mano. Eran los tiempos de George W. Bush y la cruzada mundial contra el terrorismo. Ahora, después del paréntesis de Barack Obama, la política exterior de Washington volvió a endurecerse y, esta vez, acompañada del giro a la derecha en la mayoría de los países del continente.

La dura posición del presidente Duque frente a la dictadura de Nicolás Maduro le ha dado sus frutos. Asumió esta bandera a nivel continental y lideró el Grupo de Lima.

Al presidente Duque esta nueva corriente le viene como anillo al dedo porque coincide con el pensamiento de su propio partido y hace viable una convergencia, incluso con otras corrientes, en torno a la seguridad interna y externa. Ese uribismo 2.0 es, al fin y al cabo, la dirección lógica de un Gobierno del Centro Democrático. Si el actual mandatario había perdido simpatías dentro de su propia colectividad, su nueva actitud puede servirle para recuperarlas. Las encuestas hechas a finales de 2018 marcaron una caída en su imagen sobre todo en Antioquia y el Eje Cafetero, bastiones del uribismo. La línea dura de ese sector, incluso en la bancada del Congreso, ha recibido con beneplácito que el Gobierno se ponga en línea con su credo natural.

La analogía entre los periodos de Uribe-Bush y Duque-Trump vale pero no hay que llevarla al extremo. Los tiempos cambian y los balances de los ocho años de la seguridad democrática dejan lecciones que el actual Gobierno no puede desconocer. Combatir el crimen y hacer respetar la ley es esencial para cualquier presidente. Pero una política que hace énfasis en esos objetivos no tiene que sacrificar el respeto y la protección de los derechos humanos. Ni mucho menos caer en inaceptables prácticas como las de los falsos positivos. Iván Duque ha demostrado –por momentos ante la incomprensión de algunos compañeros de partido- que quiere superar la polarización de los últimos años y buscar convergencias. Ni su talante ni su pensamiento son radicales o camorristas.

Como señal de lo anterior, hasta el momento Duque ha demostrado su intención de continuar el proceso de paz con la Farc. Con algunos cambios conceptuales y de lenguaje, y con énfasis en consolidar la desmovilización de las bases –acompañado de un evidente escepticismo sobre los privilegios acordados para los miembros de la cúpula- el actual Gobierno ha sido más continuador que revisionista frente a los acuerdos del de Juan Manuel Santos Esa actitud encaja con la necesidad de que un nuevo modelo de gobierno centrado en la seguridad incorpore matices para ajustarse a las nuevas realidades.

En la medida, eso sí, de que la administración no repita los errores del pasado. Un gobierno con énfasis en la seguridad puede ser un salto adelante y no tiene por qué significar un paso atrás.

Duque asumió una dirección no exenta de riesgos. En lo que se refiere al ELN una respuesta dura no es incompatible con una reflexión con cabeza fría. Solicitó a Cuba entregar a los miembros del equipo negociador de ese grupo, por fuera de los protolocos firmados para una eventual terminación del diálogo. Y lo hizo en forma tan precipitada y débilmente sustentada que no reunió una convergencia.

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En el plano externo, el Gobierno pretendió presentar como un apoyo del Consejo de Seguridad de la ONU al desconocimiento de esos protocolos, la declaración rutinaria de rechazo a un acto terrorista que ese ente publica siempre que hay un hecho de ese tipo en el mundo. Los miembros del Consejo de Seguridad ni siquiera deliberaron para redactarla.

En la dimensión interna, el discurso de seguridad puede concitar apoyos pero también resultar polarizante. Sobre todo si no tiene en cuenta los argumentos de partidos y fuerzas diferentes al Centro Democrático sobre la manera de enfrentar la difícil coyuntura. Esta semana la vicepresidenta Marta Lucía Ramírez y el consejero presidencial Miguel Ceballos se reunieron con representantes de los partidos para explicar las intenciones del Gobierno y tratar de construir consensos. Y no hubo un resultado positivo. El expresidente César Gaviria, jefe del Partido Liberal, criticó el desconocimiento de los protocolos. Posiciones semejantes adoptaron los voceros de La U y Cambio Radical. Los representantes del Gobierno intentaron considerar como un solo asunto la ruptura de los protocolos y la respuesta al ataque terrorista del ELN contra la Escuela General Santander. Con ello debilitaron lo que habría podido ser una gran oportunidad para unir las fuerzas políticas en un momento crítico. Unión que, de paso, ha sido una sana tradición nacional.

En la política exterior también necesita serenidad. Una cosa es consolidar aliados a Estados Unidos y a los principales países gobernados por corrientes de derecha, y otra pretender ir más lejos que ellos. Ningún otro país siguió la salida de Colombia de Unasur y la propuesta del presidente Duque de crear una Prosur no ha tenido mayor acogida. Quedó la sensación de un anuncio prematuro y no consultado con los países llamados a participar. El jueves pasado, en el seno de la OEA, no hubo la mayoría necesaria para reconocer a Juan Guaidó como presidente de Venezuela: solo se presentaron 16 votos con todo y que el secretario general, Luis Almagro, se la ha jugado en contra del régimen de Maduro, y a pesar de la inusual presencia del secretario de Estado norteamericano Mike Pompeo y no hay que olvidar que algunas de las potencias que apoyaron a Venezuela, China y Rusia, por más lejanas que sean también tienen importancia para los intereses nacionales.

El nuevo escenario, en fin, tiene riesgos pero también oportunidades. La seguridad, tanto en lo interno como en lo externo, es una bandera legítima y necesaria. Forma parte de la esencia de un Estado. Y en un arranque tan difícil como el del gobierno de Iván Duque, puede servir como convergencia de muchos sectores y fuerzas y para elaborar una narrativa de unidad en torno a lo fundamental.

En la medida, eso sí, de que la administración no repita los errores del pasado. Un gobierno con énfasis en la seguridad puede ser un salto adelante y no tiene por qué significar un paso atrás.