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La tragedia de la familia Pizano
¿Qué pasó para que Jorge Enrique y su hijo Alejandro Pizano murieran con tres días de diferencia? ¿Quién puso una botella envenenada en el escritorio del primero? Su esposa y sus hijas le contaron a SEMANA las misteriosas circunstancias de lo ocurrido. Exclusivo SEMANA.
La tragedia que desde el jueves de la semana pasada se posó sobre la familia Pizano Ponce de León tiene conmovidos y estupefactos a millones de colombianos, quienes han sentido como suya la muerte de Jorge Enrique Pizano y la de su hijo, Alejandro. Lo ocurrido es aún un misterio y fuente de todo tipo de teorías, desde las más macabras y conspirativas hasta las más simples y cotidianas. El padre, que se había convertido en el testigo clave del escándalo de Odebrecht, murió de un infarto mientras se afeitaba en el baño, y, tres días después, su hijo de 31 años, quien iba a revelar públicamente lo que su padre sabía, murió envenenado con cianuro, luego de beber una botella de agua abierta y empezada que estaba sobre el escritorio de su padre. La doble tragedia familiar, las sospechosas circunstancias de sus muertes, la relevancia de su testimonio ante la Justicia, entre otros, han hecho que esta noticia le dé la vuelta al mundo y tenga aterrados a los colombianos.
Pizano papá, quien el día siguiente a su muerte iba a cumplir 57 años, se había convertido en uno de los testigos clave no solo contra Odebrecht, sino contra Corficolombiana. Esta empresa lo había contratado en 2010 como controller (auditor) en la concesionaria Ruta del Sol II para que garantizara el buen uso de los recursos en la concesión más grande firmada en la historia del país, 528 kilómetros por un costo superior a 1.200 millones de dólares. El jueves 8 de noviembre, Pizano murió de un infarto fulminante en el baño de su finca en Subachoque. Allí había tenido que refugiarse para superar la compleja situación económica y personal resultante de su solitaria lucha por demostrar su inocencia y para que se supiera la verdad de ese capítulo de Odebrecht en Colombia.
La difusión de una entrevista que le había dado meses atrás a Noticias Uno junto al audio de un encuentro que sostuvo en 2015 con su amigo, el entonces abogado y hoy fiscal general, Néstor Humberto Martínez, causaron una enorme conmoción. También lo hizo la noticia de la muerte de su hijo Alejandro, ocurrida el domingo 11 frente a su esposa, Eugenia Gómez, con 19 semanas de embarazo, quien presenció el envenenamiento y trató de socorrerlo mientras agonizaba en sus brazos. Alejandro, su esposa y su hermana María Carolina, de 25 años, habían llegado el viernes de España para el entierro de su padre, sin saber que la tragedia iba a mitad de camino.
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La situación de la familia Pizano, en especial la de Jorge Enrique, era más que compleja, como reconoce Inés Elvira Ponce de León. Ella y sus hijas decidieron hablar con SEMANA sobre lo ocurrido para que no circulen más especulaciones, mentiras ni imprecisiones. Para las mujeres de la casa, los líos judiciales y escándalos de Odebrecht, Corficolombiana o Ruta del Sol son un problema de la justicia y no de la familia. A ellas solo les queda el dolor y el vacío de haber perdido en tres días a los dos hombres del hogar. “Jorge Enrique estaba supremamente deprimido, triste, derrotado. Habíamos tenido que vender el ‘penthouse’ en el que vivíamos cerca al Gimnasio Moderno para pagar deudas y comprar otro pequeño y viejo que estábamos remodelando. Mi sorpresa es que, cuando finalmente se hizo el negocio, nuestro apartamento estaba hipotecado. Mi esposo, Macas, lo había tenido que hipotecar sin contarle a nadie para mantener los gastos familiares y de su defensa. No encontraba trabajo, buena parte de sus amigos lo habían abandonado y sentía miedo, pensaba que en cualquier momento algo le podía pasar o que la Fiscalía lo iba a detener”, dice su viuda.
Jorge Enrique Pizano estudió Ingeniería Civil en la Universidad Javeriana y trabajó varios años en empresas constructoras, hasta que el destino lo puso en el mundo que le apasionaba: el de las compañías de acueducto. Vivió en España por una temporada como ejecutivo de Aguas de Barcelona. Cuando esta empresa decidió, junto con muchas otras de la península, comenzar una nueva reconquista en los años noventa, le ofrecieron trabajar en Barranquilla, donde habían comprado el acueducto municipal. Y él aceptó y se radicó en esa ciudad con su familia. Un par de años después, Canal de Isabel Segunda se quedó con la empresa, en la que estuvo hasta que renunció, cansado de los manejos administrativos de los nuevos dueños. De hecho, el año pasado investigadores de España y Colombia lo buscaron para que contara lo que había pasado en el escándalo de Inassa, Triple A y Canal.
Los Pizano tuvieron que trastearse a su finda de recreo en Subachoque cuando tuvieron que vender su ‘penthouse’ para pagar deudas y poder vivir. Aún así la familia quedó endeudada. En este escritorio apareció la botella de agua con cianuro.
Comienza el calvario
Regresó a Bogotá y entre 2005 y 2008 gerenció Aguas de Bogotá, filial de la Empresa de Acueducto y Alcantarillado distrital, de la que asumió la gerencia en 2008 en la alcaldía de Samuel Moreno. A pesar de cargar con ese estigma, muchos le reconocen que hizo una importante labor y tuvo que sacar adelante numerosas licitaciones, en especial la que lo perseguiría el resto de su vida: la del túnel Tunjuelo-Canoas, en 2009. Para esta obra de 244.000 millones, se presentaron tres consorcios. Gracias al exigente trabajo que hizo para garantizar que los proponentes hubieran dicho la verdad y entregado la información correcta, el día de la audiencia solo quedó una propuesta: la de los constructores Solarte con Odebrecht. Pizano renunció meses después por las serias diferencias que empezó a tener con algunos funcionarios de la alcaldía de los Moreno, molestos porque nunca aceptó presiones para ‘ayudar’ a algunos contratistas y políticos.
En 2010 le ofrecieron el cargo de controller de Corficolombiana en el Consorcio Ruta del Sol, conformado por Odebrecht, Episol (subsidiaria del Grupo Aval) y la constructora Solarte. La historia del trabajo que hizo, de lo que halló y su meticulosa labor como auditor se conoció en la entrevista que publicó el lunes pasado Noticias Uno, cuatro días después de su muerte.
Pizano se había convertido en una piedra en el zapato para los brasileños de Odebrecht, quienes empezaron a esconderle información y hacerle la vida imposible. Un día, por ejemplo, llegó a su oficina a trabajar y habían cambiado las guardas de la cerradura. No le daban ni agua. Aun así, siguió adelante con su labor: en las madrugadas o altas horas de la noche buscaba papeles en la basura o indagaba por contratos y documentos que dejaban perdidos en las impresoras. El panorama se hizo más complejo cuando estalló en el mundo el escándalo de Odebrecht a finales de 2016 y comienzos de 2017. Los fiscales que llevaban el escándalo del cartel de la contratación en Bogotá decidieron despertar la investigación que adelantaban por la vieja licitación Tunjuelo-Canoas y en la que algunos testigos polémicos señalaban sin pruebas a Pizano de haber recibido un pago por adjudicar el contrato.
Frente a esto, los brasileños de Odebrecht, como socios mayoritarios de la concesión, lo despidieron con el argumento de que nadie podía trabajar inmerso en un proceso judicial. Sin embargo, vale aclarar que el Grupo Aval dijo que Pizano fue el último empleado de la organización en salir de la concesionaria y que se le mantuvo mucho más allá de lo esperado en una relación laboral.
A partir de ese momento, la vida de Pizano, un obsesivo y metódico ingeniero, cambió. Tuvo que empezar a buscar trabajo a sus 55 años. También trató, durante semanas o meses, de hablar con sus exjefes para encontrar una explicación de su salida, contarles con orgullo lo que había hecho como controller o pedirles otra oportunidad laboral.
–¿Qué hacemos con el cuerpo? –le preguntó la doctora–. –Quiero saber de qué se murió, qué le pasó –dijo su esposa
A sus batallas por demostrar su inocencia y mantener su libertad, se le sumó otra más: la lucha por su vida. En 2016 le diagnosticaron un linfoma. Curiosamente, debido a la quimioterapia y a su estado de salud, tuvo que ser aplazada la audiencia que la Fiscalía había citado para el 12 de diciembre del año pasado en la que le iban a imputar cargos y solicitar medida de aseguramiento. Desesperado, le escribió por WhatsApp al fiscal general, Néstor Humberto Martínez, no para presionarlo ni pedirle favores, dicen algunos de sus familiares. Solo quería que llevara su caso, después de varios años, un fiscal que le diera garantías y sobre el que no hubiera ninguna tacha. Martínez le contestó, como es natural, que debía hacer cualquier solicitud de manera formal y con un memorial. La posibilidad de que lo detuvieran martirizaba a Pizano. “Yo no voy a pasar por esa injusticia y no voy a permitir que mi nombre ni mucho menos mi familia pasen por una vergüenza y un deshonor. Antes de que eso ocurra, de que el CTI venga por mí, me pego un tiro”, dijo una vez en medio de su desespero.
En sus batallas, Pizano no solo recibió el apoyo de su esposa y familia, sino que encontró un aliado incondicional: su hijo Alejandro, quien había estudiado en el Gimnasio Moderno, como su padre. Allí, tuvo como compañero y gran amigo al hijo del entonces abogado Néstor Humberto Martínez. Alejandro se graduó de arquitecto y era un aficionado a la fotografía. Tras casarse con Eugenia Gómez, decidió aceptar la propuesta de una familiar cercana para irse y trabajar en Barcelona a comienzos de este año, sin dejar de estar pendiente de la familia ni de la batalla judicial de su padre. La partida le dio duro a su padre, y aún más la decisión de su hija María Carolina de irse a hacer una maestría a España.
Últimas horas
Dada la apretada situación económica de la familia, decidieron irse a vivir a su finca en Subachoque, mientras terminaban de remodelar un pequeño apartamento que habían comprado en Bogotá. En las últimas semanas el ánimo de Pizano papá empezó a decaer. El 19 de septiembre llamó desconsolado a su hija María Carolina a España. Ella cuenta que “nunca lo había visto así. Lloró, me habló de sus angustias, de lo solo y frustrado que estaba… Le dije: si quieres, me voy ya. Después se calmó, me dijo que siguiera adelante y, al final, me dio esta frase: ‘Vencer los miedos, nunca desfallecer’. Toda la familia empezó a prestarle más atención”.
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Sin embargo, la víspera de su muerte Pizano se veía deprimido. Toda la tarde miró fotos familiares, de los viajes, de la boda de su hijo. Lloró. Cuando su esposa lo vio así y se le acercó, él le confesó que estaba derrotado. La abrazó vigorosamente. Ella le dio fuerzas y, para animarlo, le propuso que madrugaran para Bogotá al día siguiente para acelerar la remodelación y mudarse pronto. Esa noche, tras comer, los dos tomaron gotas para dormir. Pizano se levantó temprano y sobre las 7 empezaron a desayunar. Hacia las 7:20, Pizano subió a bañarse. Mientras se afeitaba, desnudo antes de ducharse, cayó al piso. Minutos después, cuando terminó de desayunar, su esposa lo encontró en el suelo, respirando con dificultad. Ante los gritos de desespero, la empleada y el mayordomo subieron, lo ayudaron a bajar y lo montaron al carro. Tras unos 20 minutos llegaron al puesto de salud del municipio de El Rosal, donde, según la doctora que lo atendió, llegó sin signos vitales. No pudo hacer nada.
–¿Qué hacemos con el cuerpo? –le preguntó la doctora–.
–Quiero saber de qué se murió, qué le pasó –dijo su esposa.
Con esta frase, la médica comenzó el protocolo para hacerle la necropsia, que realizaron en Facatativá. El diagnóstico: muerte natural por infarto fulminante. También encontraron que el cáncer linfático se había despertado de una forma muy agresiva y le había hecho metástasis en el bazo y probablemente en los pulmones. Su hija María Carolina y Alejandro llegaron el viernes para el funeral, que realizaron el sábado. “Las palabras del padre en el cementerio, antes de entregar el cuerpo para su cremación, me calmaron. Le di gracias por haberme dado una familia maravillosa, por mis hijos, por su amor, por su generosidad incondicional. Es increíble, he recibido mensajes de muchas personas, incluso campesinos del pueblo que nunca he visto, diciéndome lo mucho que había hecho por ellos”, dijo la viuda.
Para la familia es todo un misterio la forma como un agua saborizada con cianuro llegó hasta la finca donde vivían
La muerte de Alejandro
El domingo, al día siguiente del sepelio, la familia se fue para la finca en Subachoque. Llegaron sobre la 1:30 de la tarde. Extrañamente, Ramón, el perro, se escondió debajo de la cama y no volvió a salir, algo que nunca había hecho. “Macas (apodo de Pizano), ¿estás aquí? Macas, ¡te amo!”, grito Inés Elvira. Los hijos fueron al cuarto y al estudio. Alejandro se puso el reloj de su padre y los tenis que le habían regalado. Empezaron a ayudar a ordenar las cosas de él. Y, de un momento a otro, tomó una botella de agua con sabor a limón que estaba sobre el escritorio, entre el teclado y la pantalla. Estaba empezada, como si alguien hubiera tomado uno o dos sorbos. “Qué cosa tan asquerosa”, dijo, tras beber. Sus hermanas lo miraron, pero no sospecharon nada. Un par de minutos después, Alejandro empezó a sentirse mal, se puso pálido y empezó a gritar, “¿Qué me tomé? ¿Qué me tomé?”, mientras bajaba la escalera. Al llegar a la cocina, donde estaba su esposa preparando el almuerzo para todos, cayó al suelo y comenzó a convulsionar; le salía espuma por la boca.
Su hermana María Carolina intentó abrirle la boca para inducirle el vómito, pero fue imposible. Los dientes le hirieron el pulgar. Lo mismo intentó su madre, pero también resultó con un dedo lastimado. Nadie podía creer lo que estaba pasando. Como en una película de terror, hicieron el mismo recorrido de la muerte que tres días antes habían hecho con su padre y esposo. Finalmente, tras revisar los signos vitales en un centro de salud en Subachoque, siguieron en ambulancia hacia Facatativá; en el camino, se puso peor y la ambulancia paró en el centro de salud de El Rosal. Media hora después, en medio de los esfuerzos de un joven médico por reanimarlo, su vida se apagó.
Alejandro Pizano y Eugenia Gómez se enamoraron apenas se conocieron. Se casaron el año pasado y se fueron a vivir a Barcelona. Tras la trágica muerte de Alejandro, las honras fúnebres se realizaron en la capilla del Gimnasio Moderno, el mismo donde su padre y él cursaron el colegio.
Su madre entró en shock y tuvieron que ponerle un calmante. Todos gritaban y lloraban… De nuevo, la familia llegó a la clínica, al igual que lo habían hecho tres días antes, para sufrir ahora la trágica muerte de su hijo. Medicina Legal anunció el martes que había muerto envenenado por ingesta de cianuro y la Fiscalía no descartó un homicidio.
¿De dónde salió el agua? No lo saben. Inés Elvira Ponce de León, la madre, dice que ella regresó con su hermano y otras personas el jueves a recoger ropa y a ordenar, pero señala que no recuerda haberla visto. “Es extraño. A Macas sí le gustaba tomar mucho agua, esas de D1, pero no en el escritorio”. Su hija Juanita fue el viernes en la noche con su novio a El Ático –como se llama la finca– para recoger unas cosas. Encima del escritorio había una hoja con la lista de tareas que su padre había hecho. “Yo la cogí, la leí. Para hacer eso, es probable que hubiera tenido que mover el teclado y la botella, que estaba detrás. Yo no la vi, pero tampoco puedo decir que no estaba”, dijo Juanita, su hija menor.
¿Pudo preparar Pizano la pócima, la tomó y la dejó allí? Sus mujeres reconocen que estaba deprimido, pero no como el año pasado. Si hubiera decidido quitarse la vida, están seguras de que habría sido muy distinto. “No hubiera dejado nada que pusiera en riesgo a algún miembro su familia, lo habría hecho en privado y mucho menos hubiera esperado la muerte desnudo, en el baño. Él era sumamente meticuloso y pudoroso y no hubiera permitido nunca eso”, dijo con énfasis su hija María Carolina.
De lo ocurrido surgen varias preguntas. ¿Pizano papá murió por un infarto, un homicidio o un suicidio? Si fue un suicidio, ¿por qué se desplomó mientras se afeitaba y antes de entrar a la ducha? Si fue un infarto, ¿es creíble que Pizano dejara una botella de agua con cianuro a la vista de todos y poniendo en riesgo a toda la familia? ¿Hay alguna conexión entre la muerte del padre y del hijo? ¿Cómo llegó la botella con cianuro al escritorio de esa finca en Subachoque? ¿Alguien la puso allí para ocultar una muerte o para provocar otra? Esas y otras son las preguntas que tendrá que resolver la justicia. Sus hijas y su esposa esperan lo mismo. Por ahora, solo quieren estar tranquilas, que no las asedien y que desconocidos no pregunten cosas que no desean recordar. Solo quieren hacer el duelo y enfrentar el vacío que les dejó la súbita muerte de los dos hombres de la casa. Tal vez nunca se sepa la verdad.
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