EDUCACIÓN

La universidad: se reinventa o desaparece

Los modelos pedagógicos, los sistemas de evaluación: Las bases de la educación superior están llamadas a replantearse, ante necesidades como que el conocimiento impacte en la realidad y esta se entienda desde diversos campos de pensamiento.

Julián De Zubiría Samper
28 de noviembre de 2017
| Foto: Juan Carlos Sierra

Estudié en la mejor universidad del país y pese a obtener la calificación más alta en los tres “Cálculos” que tomé, debo confesar que en dichas asignaturas no entendí ni un solo concepto. Con seguridad, tampoco desarrollé procesos deductivos. Ninguno de los docentes intentó explicar qué le pasaría al mundo sin derivadas o integrales o para qué se utilizaban. Aun hoy, no podría expresar más que una idea deshilvanada sobre lo que es conceptualmente una derivada o una integral. No sé qué función cumplen en las realidades materiales o simbólicas que habitamos. Lo único que tuve que hacer fue estudiar muy intensamente días antes de los exámenes, para no perder el aprendizaje mecánico que alcanzaba.

Obviamente, no tendría que ser así: las matemáticas son una de las construcciones más bellas, artísticas, creativas y profundas del ser humano; pero desafortunadamente en las universidades se convirtieron en un proceso altamente formal, rutinario y mecánico, que produce un tedio impresionante en una mente creativa. Los algoritmos sustituyeron al pensamiento matemático y topológico en el cual han debido convertirse.

Cada vez que pregunté para qué servía lo aprendido, obtuve la misma respuesta: “Usted cree que Cálculo uno no es necesario, pero espere a que llegue a Cálculo dos. Allí comprenderá su importancia”. Mi pregunta era otra: esos aprendizajes mecánicos ¿Para qué servirían en la vida? A pesar de haberme dedicado a la educación, sigo sin respuesta, así los profesores se hayan esforzado en hacerme creer que son muy importantes para desarrollar el pensamiento. En realidad, mentían: Nada que no se comprende puede desarrollar el pensamiento. Nada.

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He viajado a casi todos los países de América Latina y trabajado con docentes de decenas de universidades. El problema que detectaba décadas atrás, hoy sigue prácticamente sin ninguna solución. Y no es solo el problema de la enseñanza de las matemáticas atiborradas de algoritmos mecánicos y repetitivos. Casi sin darse cuenta, las universidades terminaron por convertirse en el nivel más tradicional del sistema educativo. En parte, porque el mundo cambió a gran velocidad en las últimas décadas, mientras que las universidades siguen siendo esencialmente las mismas desde hace más de 200 años. En parte, porque en ellas es casi inexistente la reflexión pedagógica. No menos importante, porque presuponen que el problema es de la educación básica y no de ellas, sin comprender que, si en el bachillerato los estudiantes no aprehenden a argumentar, conceptualizar, escribir y leer de manera crítica –como de hecho, así sucede-, necesariamente los primeros semestres tendrían que dedicarse a desarrollar estas competencias transversales. De manera totalmente inexplicable, no realizan consistentemente este trabajo, condición previa al aprehendizaje de las competencias propias de cualquier ciencia.

La universidad actual fue creada desde un presupuesto que actualmente no es aceptado: que había que fragmentar el conocimiento para poder estudiarlo. Al hacerlo, casi inevitablemente, los conocimientos se descontextualizaron y los conceptos, por lo general, terminaron careciendo de historia, época, raíces e integralidad.

Difícilmente encontramos una institución más fragmentada en medio de un mundo tan interconectado. Organizada desde disciplinas artificialmente creadas, nunca aparecieron los momentos de reintegración y reestructuración, que el pensamiento reclama.

Debido a ello, las universidades marcharon crecientemente hacia la especialización y llegaron cada vez a conocimientos más y más particulares. El pensamiento usa conceptos y procesos, lo mismo que estrategias metacognitivas, pero poca información. Lo que hizo la universidad, por tanto, es contrario al pensamiento reflexivo y global. Hoy en día sería imposible responder la gran mayoría de preguntas complejas exclusivamente desde una sola disciplina y sin tener en cuenta la conjunción de múltiples causas, contextos, interpretaciones, procesos y paradigmas. La hiperespecialización, como afirma Edgar Morin, impide ver lo global, ya que lo fragmenta en parcelas; tampoco permite comprender lo esencial, porque lo disuelve. En consecuencia, debido a la estructura fragmentada y disciplinaria, la universidad se concentró en el saber y terminó dejando de lado, el trabajo riguroso y sistemático en el pensar. Eso es fácil de verificar al ver las grandes dificultades que suelen tener los estudiantes para adelantar una tesis de grado, sin que previamente se hubiera trabajado en consolidar sus competencias para delimitar problemas hipotéticos, inferir e investigar.

El fenómeno anterior se agrava, si se tiene en cuenta que casi no existen reuniones de profesores y que cada uno trabaja de manera esencialmente individual; lo que conduce a debilitar los equipos de área y el trabajo inter y transdiciplinario; como también los diseños curriculares por competencias generales, integrales y propias de las disciplinas. El panorama se complica en nuestro medio porque hemos constituido un “sistema” educativo profundamente desarticulado; lo que contrasta con un mundo en el que todo está interrelacionado e intercomunicado.

En un mundo tan flexible e incierto, asombra ver la rigidez y predictibilidad que gobierna el mundo educativo. Bauman se refiere a la “modernidad líquida”, para destacar su característica esencial: su constante cambio. A nivel educativo sucede lo contrario. Mientras semanas antes es imposible saber quién será el próximo presidente del país, en educación los docentes permanecen en las mismas áreas y asignaturas desde su vinculación, casi que hasta la pensión. Se adueñan de las cátedras, como si les pertenecieran. En un mundo en el que predomina por completo la incertidumbre económica, política, científica y social, mantenemos un sistema universitario que pareciera vacunado contra la innovación, la creatividad y el cambio.

La pregunta clave es si en la universidad actual se desarrolla el pensamiento científico o si se enseñan teorías científicas. No parece haber duda: En la gran mayoría de universidades actuales, se enseña ciencia, pero no se enseña a pensar científicamente. Se enseñan las leyes, pero no a pensar jurídicamente. Lo paradójico es que las leyes habrán cambiado cuando se gradúen los jóvenes.

Más grave aún es el problema de la ausencia de formación integral. El trabajo ético y valorativo ha sido prácticamente abandonado. No se incluyen en el currículo los complejos dilemas éticos; no hace parte de las prioridades el consolidar el criterio moral, el conocimiento de sí mismo, la comprensión de los otros, la empatía, la transformación de las maneras de convivir o el desarrollo de la inteligencia intra e interpersonal. El tiempo dedicado a ello es ínfimo. Casi no hay docentes que lo asuman y, sobre todo, no está incluido en los criterios de admisión, evaluación y promoción de semestre, ni de los estudiantes ni de los docentes. Por ello, en el mejor de los casos responde al trabajo marginal de algunos pocos docentes. Lo paradójico es que los empresarios no se quejan de las debilidades en “Cálculo” de los egresados universitarios, sino de su dificultad para trabajar en equipo, comunicarse asertivamente, tener iniciativa, emprendimiento o liderazgo.

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Este es el contexto que obliga a las universidades a repensar su naturaleza y su función pedagógica y social. Requerimos que ellas analicen a profundidad el modelo pedagógico, hoy centrado en la palabra del docente y en la vieja y tradicional idea de que a la universidad se debería ir a aprender informaciones y algunos conocimientos, pero no a hacerle preguntas a la vida y a transformar las maneras de pensar y valorar. Estudiar –como decía Freire-, “no es un acto de consumir ideas, sino de crearlas y recrearlas". Pero ello, muy poco se aborda en el actual sistema educativo.

Pensar está relacionado con adquirir conceptos inclusores de manera jerárquica, relacional y organizada; tiene que ver con usar dichos conceptos en múltiples contextos. Por ello, al pensar se procesa y se opera de manera flexible con ellos. Pero también es la manera como planeamos, evaluamos o verificamos nuestros conceptos y procesos; o lo que unas décadas atrás se conoció como metacognición o capacidad para pensar sobre lo pensado. Aun así, muy pocos docentes universitarios definen los procesos de pensamiento que los estudiantes deben poner en juego en el proceso de aprehendizaje; son menos todavía los que cultivan de manera deliberada y sistemática la metacognición, la originalidad y la creatividad. A propósito, ¿Cuántas veces durante su tránsito por la universidad le pidieron ideas originales o que no resolviera una ecuación, pero que indicara diferentes maneras para hacerlo?

Las evaluaciones son uno de los ámbitos menos desarrollados en la universidad. De un lado, porque los docentes llegan a “echar su rollo” sin si quiera realizar diagnósticos que precisen los conceptos y procesos que poseen los estudiantes con quienes va a trabajar; y, de otro, porque no se evalúa a nivel formativo, sino que se califica, tal como expliqué en detalle en una columna anterior. El alumno no pregunta por los aspectos a mejorar, sino si aprobó la asignatura. En lo único que insistiría es que, si en los exámenes universitarios los docentes no dejan sacar apuntes, libros, calculadoras e internet, es porque no son pruebas para pensar.

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Los estudios llevados a cabo por Kein Bain en Estados Unidos sobre los mejores docentes universitarios, muestran que, son ellos los que nos impactan de manera más estructural e integral. Los mejores maestros nos enseñan a pensar y favorecen nuestra inteligencia intra e interpersonal. Aun así, muy pocos lo logran.

Paradójicamente, con la gran mayoría de docentes, los estudiantes suelen seguir pensando igual a como pensaban antes de asistir a la universidad.

Excelente que los estudiantes y docentes salgan a la calle a reclamar presupuesto para la educación superior y la ciencia. Sin duda, la educación es un derecho y sin recursos, es muy complejo enseñar e investigar. Sin embargo, ojalá a futuro también salgan para exigir que se replanteen los modelos pedagógicos, los sistemas de evaluación y los currículos universitarios actuales, porque ello, impide el aprehendizaje. Las universidades deben pasar de pensar en la enseñanza a hacerlo sobre el aprehendizaje, que es el verdadero derecho. Si no lo hacen, muy seguramente serán sustituidas por las empresas o por modelos autodidactas. Ojalá no sea muy tarde para ello. La pregunta central que quiero dejar es la siguiente: ¿Cambian los jóvenes que asisten a la universidad sus estructuras profundas para pensar y valorar? Si no lo estamos logrando, seguramente nos hemos equivocado al elegir los modelos pedagógicos, los currículos y las evaluaciones que utilizamos.