VIOLENCIA
“Nos están masacrando”: el clamor de los indígenas awás
La tragedia humanitaria que viven los indígenas awás no tiene nombre. En siete meses han asesinado 14, se han registrado tres desplazamientos forzados masivos y se han presentado otros hechos violentos.
Tras caminar diez horas por una selva montañosa, el líder awá Miguel Caicedo llegó a la vereda El Aguacate y no encontró más que respuestas esquivas, miedo y silencio. Nadie se atrevió siquiera a contar cuándo habían ocurrido las muertes y dónde estaban los cuerpos de los tres jóvenes comuneros del resguardo Pialapí Pueblo Viejo: Jhon Kevin Guanga Guanga y Eider Sebastián Guanga, ambos de 18 años, y Lumar Leonel Guanga Nastacuas, de 24. “El domingo 16 de agosto la guardia y las autoridades nos trasladamos con una misión humanitaria y dos días después la gente seguía sin hablar”, dice Caicedo.
Los cadáveres aparecieron el miércoles 19. A juzgar por su estado de descomposición, llevaban ahí al menos una semana. La masacre de los tres indígenas awás se sumó a la de los ocho estudiantes de Samaniego. Dos días después, el 21 de agosto a las once de la noche, seis personas fueron asesinadas en Tumaco, entre las que se encontraba José Casanova Canticúns, un indígena awá del resguardo Pulgande Campo Alegre. Los tres hechos configuraron una de las semanas más violentas de la historia reciente de Nariño.
Estos hechos atroces contra los awás son el pico de una ola de violencia que ha crecido cada vez más desde 2018. De acuerdo con la Asociación de Autoridades Indígenas del Pueblo Awá (Unipa), “desde la firma del acuerdo de paz hay más de 100 indígenas de la comunidad amenazados, casi 40 líderes y lideresas asesinadas, más de 7 desplazamientos masivos con más de 800 personas que tuvieron que salir de su territorio”.
Durante la cuarentena y la emergencia causada por la pandemia la situación ha empeorado. La Unipa afirma que desde febrero hasta la fecha han ocurrido por lo menos catorce asesinatos, tres masacres, nueve amenazas, tres desplazamientos masivos, dos extorsiones, dos enfrentamientos entre grupos armados y un hostigamiento.
El primer homicidio de este año ocurrió a orillas del río Pipalta (Barbacoas) el 26 de marzo. Ese día, miembros del ELN entraron a la vivienda de Wilder García, un joven de 18 años, y lo asesinaron frente a su esposa y sus dos hijos. Un mes después, el 22 abril, Ángel Artemio Nastacuas Villareal, del resguardo Pialapí Pueblo Viejo (Ricaurte), murió en medio de enfrentamientos por la erradicación forzada de coca.
Según la Unipa, desde la firma del acuerdo de paz han asesinado cerca de 40 líderes y lideresas, y por lo menos 800 indígenas han sufrido desplazamiento forzado.
En mayo asesinaron al comunero Alirio Gustavo García dentro del resguardo Palmar Imbí. El mismo mes, en uno de los caminos ancestrales de los awás, hombres del ELN mataron al líder Deiro Bisbicús a tan solo 600 metros de un punto de control del Ejército de Barbacoas. En julio la primera víctima fue el gobernador suplente del resguardo Pialambí Palangana, Rodrigo Salazar, asesinado en el municipio de Llorente, cerca de Tumaco. Salazar fue un líder defensor del medioambiente que fortaleció la guardia indígena e impulsó la sustitución de cultivos ilícitos en el territorio. Julio cerró con la muerte de James Canticuz Ortiz, a quien acribillaron de 11 balazos cerca del municipio de Barbacoas.
Agosto fue el mes más violento. El día 4 acribillaron a Marcos Armando Bisbicús, de 29 años, en el patio de su casa, delante de toda su familia. Después ocurrió la masacre de los tres jóvenes en Ricaurte.
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De acuerdo con Rider Pai Nastacuas, consejero mayor de la Unipa, esta violencia no es nueva, sino que se ha exacerbado en los últimos meses por “la llegada de gente y grupos armados de afuera que no solucionan los problemas con palabras y consejos sino con muertes”. Afirma que la dramática situación que viven no solo se debe a la disputa entre grupos armados irregulares por las rutas del narcotráfico y negocios como la explotación de madera, sino por el abandono estatal. “Aquí no existe una vía de acceso fácil, no hay energía, no hay internet, la salud es pésima y pese a que hemos ganado autos y sentencias para mejorar nuestra situación, el Gobierno no hace nada. El abandono nos vuelve presa de la violencia”, dice.
Los awás, que quiere decir ‘hijos de la montaña’, habitan los departamentos de Putumayo (Mocoa, Puerto Asís, Valle del Guamuez, San Miguel, La Dorada, Orito, Puerto Caicedo y Villagarzón) y Nariño (Santacruz de Guachaves, Mallama, Ricaurte, Barbacoas, Roberto Payán, Tumaco e Ipiales). La mayor población se halla en Ricaurte, donde los grupos armados operan desde 1990, cuando llegó una disidencia del EPL llamada los Fideles. De ahí en adelante, los awás han tenido que vivir entre los cultivos de coca y los grupos armados ilegales.
El 9 de julio, en el corregimiento de Llorente (Tumaco), asesinaron al líder awá Rodrigo Salazar.
Y esa permanencia de la coca y grupos irregulares ha hecho que los awás vivan en una espiral de violencia sin fin. Por ejemplo, los asesinatos y las amenazas propiciaron un éxodo que en noviembre de 2011 ya contaba más de 3.000 desplazados, como lo registra el documento Plan de Salvaguarda del Pueblo Awá, realizado en conjunto por las tres organizaciones awás: Unipa, Camawari y Acipap.
Supone un riesgo mayor vivir en un territorio que cerró 2019 con 37.000 hectáreas de coca sembradas, y que por años fue el primer exportador del alcaloide en el mundo. Las selvas tupidas donde se camuflan los cultivos ilícitos y la casi nula presencia del Estado hacen de la región el mejor botín para las bandas de narcotraficantes.
La Fiscalía ha identificado 12 organizaciones delincuenciales que hoy se disputan el control territorial en Nariño: ELN, disidencias de las Farc, los Contadores, el Frente Oliver Sinisterra, Clan del Golfo, Autodefensas Gaitanistas de Colombia, los de Sábalo y la Gente del Nuevo Orden, entre otros. Los awás están a merced de estos grupos, atrapados en un conflicto de criminales. “Uno aquí no pregunta quién hizo qué, ni quién fue, para evitarse líos. Lo cierto es que la gente en los resguardos está muy temerosa”, dice Orlando Hernández, coordinador del Plan de Salvaguarda de Camawari.
Según Hernández, la coca es la única opción para muchos habitantes de la región. “Las personas la siembran porque no hay carreteras para transportar los productos propios, como la yuca, el maíz, el plátano o el chontaduro. Por eso han optado por la coca. Es fácil sacar 1 o 2 kilos en una mochila. Imagínese cómo es vivir en un lugar donde, para llegar a Corozal, la última vereda de Ricaurte, hay que caminar 18 horas. Con esas distancias, no es posible comercializar nada”, cuenta.
Las comunidades awás de Nariño se encuentran prácticamente aisladas del país. No tienen buenas vías de acceso ni internet, y pocos resguardos cuentan con electricidad. Esa desconexión facilita el accionar de los grupos armados ilegales.
El alcalde de Ricaurte, Éder Burgos, también es awá. Por segunda vez ocupa el cargo en este municipio clasificado como de sexta categoría. Según cuenta, la situación de su pueblo y de la región responde a un abandono histórico del Gobierno y a las dinámicas de los grupos armados. “¿Puede creer -dice- que en mis dos periodos no he podido hacer una carretera terciaria porque la cantidad de trámites y la burocracia me lo han impedido? Administro un municipio en el que tengo muy poca autonomía y muchas necesidades”.
Una de ellas es garantizar la seguridad de sus habitantes. Es difícil lograrlo, pues tienen 18 policías en un territorio 80 por ciento rural de 125.000 hectáreas. De acuerdo con Burgos, “de alguna manera las comunidades indígenas, a través de la guardia, se han fortalecido, pero no hay apoyo institucional. Incluso a mí me limitan en lo que yo creo que les puede servir a las comunidades frente a los grupos armados en materia de integración social”.
En la actualidad, las organizaciones armadas intervienen en las decisiones sociales, reclutan jóvenes y restringen el territorio a los awás. Esto, en palabras de Burgos, “les ha impedido ejercer su autonomía, su justicia, su autoridad, su cultura ancestral”.
El conflicto ha atomizado a los awás al obligarlos a separarse, una pérdida difícil de reparar para una cultura que piensa más en lo colectivo que en lo individual. Hoy, amparados por la Constitución, le piden al Gobierno que acelere las investigaciones para que los crímenes contra ellos no queden en la impunidad. Y a los violentos, que les permitan vivir según sus usos y costumbres, con sus propias leyes y su propia justicia basada en la ley de origen. Siempre han resguardado por siglos el territorio ancestral como lo que son, hijos de la selva.