VIOLENCIA
La cordillera de la muerte: lo que hay detrás de las masacres en Cauca y Nariño
La mayoría de las masacres en Cauca y Nariño han ocurrido en las faldas de la cordillera Occidental, principal ruta de los grupos armados para sacar droga al océano Pacífico. La subregión del Naya vuelve a sufrir una espiral de violencia.
En el sur del país la muerte camina en línea recta. La mayoría de las 18 masacres registradas durante este año en Cauca y Nariño ocurrieron en las faldas de la cordillera Occidental, principal entrada para encontrarse con aguas del océano Pacífico. Al trazar una línea geográfica por el costado occidental de ambos departamentos, aparece una ruta muy definida que marca el triste panorama de las comunidades desde Buenos Aires, Suárez, Morales, El Tambo, Argelia y El Patía –en el Cauca– hasta Leiva, Policarpa, Samaniego, Magüí Payán y Barbacoas –en Nariño–.
Allí, los grupos armados organizados protagonizan la barbarie para destruir el tejido social y llenar a las comunidades de un miedo parecido al de los años más crueles del conflicto armado. Estos municipios tienen una ubicación estratégica para los grupos armados dedicados al narcotráfico, pues son un paso obligado para llegar por tierra hasta el Pacífico colombiano. Este es el negocio: disidencias de las Farc, ELN, Clan del Golfo y pequeñas estructuras criminales compran la hoja de coca a un bajo precio a los campesinos, procesan el producto en cocinas en medio de la selva y, posteriormente, la despachan hacia el océano, donde esperan emisarios de carteles mexicanos, que disponen de semisumergibles para enviar el alcaloide a Centroamérica.
Quien tenga control de los territorios tiene una ruta asegurada y más de la mitad del negocio en el bolsillo. ¿Pero qué papel juega la comunidad? Una de las mejores maneras de controlar a la población es el miedo. El miedo no permite ningún asomo de construcción de procesos sociales y perpetúa la siembra de coca como único recurso para subsistir. Antes de la reciente oleada de masacres (en septiembre ocurrieron 12, el mes con más casos) los grupos armados asesinaron a líderes sociales, dirigentes campesinos, presidentes de juntas de acción comunal y excombatientes que lideraban procesos de sustitución voluntaria de cultivos ilícitos.
Sus muertes frenaron procesos de proyectos productivos, pero no fue el final del camino de la barbarie. Con la llegada de la pandemia a Colombia, los violentos encontraron una manera de reinventar su operación criminal para hacerla más efectiva. Ante la ausencia del Estado en la ruralidad, grupos armados empezaron a tomar el control total de la población civil.
Obligaron a los habitantes a cumplir el confinamiento, a transitar solo en horarios específicos y a no aglomerarse. Por ejemplo, en Suárez, Cauca, asesinaron a un padre y sus hijas de 5 años y 9 meses. Lo hicieron por violar una orden de no salir los fines de semana impartida por la disidencia de las Farc Jaime Martínez, comandada por el sanguinario Johany Noscúe, alias Mayimbú, por quien ofrecen una recompensa de 1.000 millones de pesos.
Muchos temen caer baleados por una ráfaga de fusil, y por eso quieren abandonar Munchique.
Esa disidencia es la segunda más grande del norte y centro del Cauca. Opera en la cordillera Occidental y la región del Naya, donde los paramilitares masacraron a más de 35 personas en la Semana Santa de 2001. “Hoy tenemos las mismas sensaciones que hace dos décadas, como si la violencia se moviera en círculos”, señala un líder social del Naya. Desde abril, en la vereda Munchique, zona rural de Buenos Aires y entrada a la subregión del Naya, ese grupo disidente ha protagonizado una escalada violenta con dos masacres, la más reciente el domingo 20 de septiembre con el asesinato de seis jovencitos afrodescendientes. Y ha cometido más de diez asesinatos selectivos de personas con algún liderazgo en la comunidad.
Mayimbú y sus hombres los obligan a encerrarse en sus casas después de las dos de la tarde, y quien no lo haga se muere. Inteligencia militar estima que esa estructura criminal mueve por la cordillera Occidental cargamentos de hasta 8.000 millones de pesos al mes. Muchos temen caer baleados por una ráfaga de fusil, y por eso quieren abandonar Munchique. Dejar sus casas al menos mientras el Estado retoma el control y les devuelve la tranquilidad.
El negocio
El narcotráfico es tan jugoso en Cauca y Nariño que cada tanto llega un nuevo jugador a pelear por la ruta de este comercio ilegal. En el puerto, los mexicanos hasta ahora operan como un agente pasivo que compra la droga a quien se comprometa a depositarla en aguas del Pacífico. Pero en los últimos meses se han dado cuenta de que puede resultar más rentable armar pequeñas estructuras para comprar la hoja de coca directamente a los campesinos.
La masacre de ocho jóvenes en Samaniego, Nariño, ofrece algunas pistas de esa hipótesis. Desde hace cuatro años el frente José María Becerra del ELN y disidencias de las Farc controlaban esa zona, que tiene conexión rural con Barbacoas, El Charco y Magüí Payán. No obstante, los asesinos de los universitarios parecen recién llegados. “Tenían armas, botas y trajes nuevos. Puedo asegurar que no eran de por acá”, dijo a SEMANA uno de los sobrevivientes.
La principal hipótesis es que se trata de una nueva estructura narcotraficante financiada directamente por mexicanos. En la masacre de Samaniego murieron jóvenes de entre 17 y 28 años que estaban departiendo; asesinos llegaron y les dispararon sin mediar palabra. No hay motivo claro, solo el de sembrar terror y presentarse como los nuevos amos de la zona.
La comunidad del Naya, de la subregión del Cañón del Micay, en Cauca, y la de La Cordillera, en Nariño, no solo han quedado en medio de las balas, sino de acusaciones de supuestas militancias o ayudas a grupos armados. Las disidencias acusan a la población de auxiliar al ELN, y el ELN señala a los civiles de permitir a paramilitares. “Eso también los motiva a matarnos, y por eso cometen las masacres. Es como una manera de comunicarle a la gente que quien no está con ellos, está contra ellos”, cuenta una líder social de El Patía.
En la cordillera Occidental y la subregión del Naya la espiral de violencia alcanza niveles máximos. Organizaciones de derechos humanos alertan de posibles desplazamientos masivos antes de que finalice 2020 si el Estado no actúa integralmente. Los consejos de seguridad con cada nueva masacre no son suficientes.